Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Sociedad

Huele a quemado

La Habana hiede a tranquilidad o miedo, basurero y ruina, por más que algunos quieran identificar otro aroma de esperanza.

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Es pródiga entre nosotros la cosecha de ecologistas improvisados para las últimas escaramuzas politiqueras. Hace poco uno de ellos comentaba, a través de las páginas del periódico Juventud Rebelde, que hoy cualquier niño cubano sabe lo que es un play station pero no sabe lo que es un marañón.

Tal vez estaba refiriéndose a los niños de su entorno. Y es de suponer que su entorno no se ubique dentro de las coordenadas de barrios habaneros como El Canal, en el Cerro, o Palo Cagao, en La Lisa, o La Cuevita, en San Miguel del Padrón, o La Güinera, en Arroyo Naranjo, o La Hata, en Guanabacoa, por no mencionar sino una mínima minoría (de la capital) donde los negritos (y también los blanquitos, aunque más los negritos) desconocen sin duda la existencia del marañón pero tampoco han tenido nunca delante un play station.

En fin, dejando a un lado engendros técnicos y frutas que aprietan la bemba, resultaría tentador (ya que disponemos de tantos y tan sensitivos naturalistas), emprender por acá una encuesta en busca de consenso sobre cuáles son los olores que tipifican en este minuto nuestro ámbito capitalino en la Isla.

No hay que taparse la nariz a priori. El análisis no tendría que ser como los que realizan ciertos representantes de agencias extranjeras de información que se acreditan en La Habana. Por cierto, es todo un poema —lírico, esópico, sádico— el reciente despacho de una de esas agencias donde la reportera da cuenta de las maravillas de la libreta de racionamiento. Y hasta dice hacerlo desde una perspectiva personal, luego de haber ensayado alimentarse durante un mes sólo con las raciones de la de marras. Es lo que nos faltaba.

Las emanaciones de la segunda dinastía

Pero volvamos a lo serio: ¿a qué conclusiones podrían arribar quienes intenten establecer en verdad a qué huele por estos días la atmósfera en la capital?

Depende del sitio hacia (o desde) el cual enfoquemos el olfato. Incluso de los particulares antojos de cada una de las fosas nasales. Mientras los ecologistas del marañón aspiran quizás el soplo perfumado que tan dulcemente le resbaló nariz adentro a la condesa de Merlin, hace unos doscientos años, a nosotros, los habaneros de a pie, las páginas de sus periódicos nos huelen a reflexión sobre las reflexiones, que es el olor de la urna cineraria.

Es sólo un ejemplo, para que se vaya teniendo tamaño de bola acerca de las menudencias de la tarea. En La Habana, al igual que en cualquier otro punto del planeta, pueden ser percibidos tantos olores diferentes como narices haya. Pero algo nos distingue, nos hace únicos, y es que aquí todos los olores se resumen en dos: a) un olor virtual, que proviene no del objeto olfateado sino de las restrictivas feromonas del que huele; b) un olor concreto, que engloba y representa en múltiples variantes la peste a quemado.

De modo que el diseño de semejante encuesta podría ser bien sencillo o bien complejo, según para dónde apunten los hocicos de aquellos que lo trazan.

En una misma calle, dentro del reducido espacio de un bache o de un adoquín, La Habana puede oler por igual a daiquirí que a pedo de chícharo con gorgojos, a patrimonio o meada, a gala solemne o a sicote, a desvelo o zozobra, a paciencia o derrota, a complicidad o miedo, a pachanga o desasosiego, a fe o fingimiento, a Bodeguita del Medio o barracón de esclavos, a cañona o entusiasmo participativo, a irresistible impúber pubis o a leso crimen de turismo chocho, a correctos modales o sofocada repulsa, a tranquilidad o acecho, a fosa reventada, a grajo, a basurero, a ruina, o a honor patrio…

Todo está sujeto al interés del ñato que venga a olernos. Y según por donde nos huela. Aunque justo será reconocer que en los últimos tiempos han estado arrimándonos algunos morros sin mezquinas predisposiciones, pero al parecer no despojados de predisposición a la inocencia, que igual los hace ñatos.

Tales narices escarban casi obsesivamente entre las emanaciones de nuestra segunda dinastía tratando de identificar algún que otro aroma de esperanza. Y es tanto lo que se esfuerzan que más de una vez creyeron oler nuevos hálitos donde no hay sino versiones del viejo olor a quemado. Sin duda lo hacen de buena fe. Pero uno no sabe ya si agradecerles o deplorarlos.