Actualizado: 28/03/2024 20:07
cubaencuentro.com cuba encuentro
| Cuba

Sociedad

La estafa del oro y la plata

De cómo el régimen cambió pacotilla y comida por joyas y antigüedades y despojó a los cubanos de sus últimos objetos de valor.

Enviar Imprimir

Cuando en marzo de 2005 se comenzaron a distribuir las ollas arroceras en algunos lugares del interior de la Isla, salió por el noticiero una señora anónima que, después de dar gracias al Comandante por su regalo, dijo: "Esto no se ve en ningún lugar del mundo". Tenía, qué duda cabe, razón esa ingenua mujer que posiblemente no había estado nunca ni siquiera en La Habana: cosas así no se ven en otro lugar, salvo en los libros que recogen las asombrosas historias de otros caballeros "biencomúnhechores" como Stalin, Mao y Kim Il Sung, señores absolutos de países donde el estado ha pasado de ser el legítimo monopolio de la violencia que dijera Weber a monopolio de todas las cosas, incluidas las personas.

Reveladora evidencia del poder del estado totalitario en la Cuba de Castro fue otra de esas cosas que ciertamente no se ven en ningún otro lugar del mundo: aquella estafa gigantesca que se llamó la Casa del Oro y la Plata. Quienes vivieron en la Isla a fines de los ochenta seguramente lo recordarán: el estado "compraba" objetos valiosos —joyas de oro, plata y bronce, copas de bacarat, piezas de mármol, lámparas antiguas— en una moneda creada ad hoc con la que podían adquirirse, en tiendas especiales habilitadas para la ocasión, ropa, comida y electrodomésticos que brillaban por su ausencia en las tiendas ordinarias.

Como es de rigor en un auténtico monopolio, los precios de estas mercancías eran, claro está, mucho mayores de los que alcanzaban más allá de la durísima "cortina de hierro" que ha sido el mar para nosotros, así como era menos lo que el estado ofrecía a cambio de los objetos valiosos. No era aquella, en rigor, una operación de compra y venta según las reglas de un libre mercado, sino una suerte de regreso a las prácticas feudales usadas en tiempos de la República por algunos propietarios de centrales que pagaban a los trabajadores con bonos que únicamente servían para comprar en sus propias tiendas. Sólo que ahora el señor no era el gran terrateniente, a menudo extranjero y absentista, sino el estado socialista; y los siervos, todos los ciudadanos del país.

Fue con semejante "transacción" que el estado socialista completó el despojo de la burguesía cubana iniciado en los primeros años de la Revolución. Si con la Ofensiva Revolucionaria de 1968 las nacionalizaciones habían alcanzando a los pequeños comercios, ahora, dos décadas después, se llegaba hasta el interior de las casas y las alcobas, ya no con la violencia de la expropiación forzosa sino mediante un recurso al individualismo consumista que en los años de radicalismo comunista había sido satanizado. Mediante aquella condicionada posibilidad de acceso a un mundo que hasta entonces sólo se dejaba entrever en las maletas llenas de "pacotilla" de los visitantes de la "comunidad", en las de los marineros que podían comprar en los puertos de países capitalistas o a través del cristal oscuro de alguna "diplotienda" reservada a los privilegiados de la nomenklatura, el estado consiguió apoderarse de muebles y objetos personales que habían sobrevivido a las sucesivas nacionalizaciones socialistas del patrimonio burgués.

Era tanta la tentación y la necesidad que, en la disyuntiva entre el reloj de oro de la abuela, el propio anillo de bodas o la lámpara que siempre estuvo en la sala de la casa, por un lado, y por el otro un televisor en colores, un pantalón nevado o un short reversible, muchos no dudaron en optar por las mercancías, aun a sabiendas de que sus pertenencias valían más de lo que el estado pagaba por ellas. Y no faltaron quienes se entregaron a una suerte de "fiebre del oro" que no buscaba ya, como la histórica de los conquistadores españoles, en los territorios vírgenes del Nuevo Mundo, sino dentro de las antiguas máquinas de coser Singer, que contenían, según se decía, cierta pieza de metal valioso, y, utilizando detectores del precioso elemento, bajo los suelos de lugares donde se sospechaba pudiera haber algo escondido.


« Anterior12Siguiente »