Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Batista, Castro, Sartre

La fijeza reveladora (III)

Reflexiones y escolios en cuatro partes a propósito de Los últimos días de Batista. Contra-historia de la revolución castrista, de Jacobo Machover

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En este nuevo libro de Machover se reúne una mejor y más completa relación de sucesos, su relación y jerarquización, así como el impacto que tuvo cada uno en los acontecimientos posteriores. Resulta así más expositivo y didáctico que otros estudios similares, y sin dudas es un material sólido y compacto de extraordinaria utilidad para esparcir nuevas luces cobre un momento especialmente oscuro y manipulado de la historia cubana, los últimos días del Gobierno de Batista, y la irrupción de un nuevo régimen que venía cargado de promesas pero que pronto decepcionó a la mayoría.

Concentrar toda la problemática cubana de la época exclusivamente en la figura simbólica de Batista, allanó la marcha arrolladora de Castro hacia el poder absoluto. Pocos o casi nadie advirtió que, al combatir ferozmente a un dictador circunstancial y fluctuante, estaban construyendo acelerada e irresponsablemente el pedestal de otro mucho peor, ese si un dictador orgánico, pleno e integral, quien fue vendido —y comprado— como el justiciero que vendría para arrasar a sangre y fuego la putrefacta Babilonia republicana. Como el popular Chacumbele, ellos mismos se mataron y de paso sacrificaron a los demás: con sus ambiciones mezquinas y actuaciones miopes, aquellos que pudieron evitarlo, asesinaron, sepultaron y apisonaron a la juvenil república.

Batista intentó varias veces entablar una negociación a través del diálogo y el compromiso político, pero nadie quiso escucharlo, y otros fingieron hacerlo y luego lo traicionaron —apuñalando a Cuba, de paso— cerrando todas las puertas y tirando las llaves para una transición y solución pactada. La respuesta a sus gestiones, ya francamente absoluta, fue: “Todo o nada”. Castro haría uso de esa fórmula al servicio de su interés personal: se quedaría con todo y nadie más recibiría nada.

Todavía para muchos que revisan los sucesos de esta época resulta inconcebible que casi nadie se haya percatado realmente de lo que sobrevendría, y pensaron con asombrosa ingenuidad que siempre podrían manipular al ambicioso caudillo oriental. Como resultado de tanta ignorancia e imprudencia, todo el poder quedaría concentrado en una sola persona, quien sería el árbitro supremo y dueño absoluto de la plantación recién conquistada. Más que credulidad ingenua, cabe suponer que fue una soberbia ignorante y egoísta la que ocasionó todo esto: la obsesión por “tumbar al Indio” como fuera cegó a todos.

Quizá el estrábico Jean Paul Sartre en su parcializada y falsa visión de Fulgencio Batista Zaldívar sintió la influencia de quien fue su cercano chevalier servant y cicerone durante sus visitas a Cuba (del 20 de febrero al 15 de marzo y del 21 al 28 de octubre de 1960); era su segunda vez en la Isla pues la primera fue en 1949, mas ahora venía, junto con su pareja Simone de Beauvoir, como invitado oficial de Carlos Franqui, quien lo contactó en París, pero sospecho que el impulso superior de este viaje partió del propio Ernesto Guevara (único del círculo de hierro, del famoso “Gobierno en la sombra”, que ya conspiraba para instaurar un sistema comunista) que leía del francés, pues dudo que Franqui tuviera autorización suficiente para semejante iniciativa. Por otra parte, Sartre se había declarado antisoviético poco antes cuando la invasión a Hungría, y eso marcaba una cierta distancia muy grata para el argentino, que andaba por el mismo rumbo (aunque apenas unos días antes, el 4 de febrero, Anastas Mikoyan había visitado Cuba, por gestión iniciada por Guevara antes en Egipto), lo cual no frenaba su comunismo visceral reflejado en una de sus frases más famosas: “Un anticomunista es un perro”. Ahora, para atenderlo a él y a Simone estaba su traductor cubano Juan Arcocha, y era también escoltado por el joven Lisandro Otero, hijo de quien con igual nombre (Lisandro Otero Masdeu, 1893-1957), fuera presidente de los periodistas cubanos bajo Batista, y uno de los más agraciados con las atenciones y reconocimientos del General. Era un clásico “niño bien” del Vedado Tenis Club y del Havana Yacht Club.

Sartre desató su imaginación existencialista en esa visita con su reportaje Huracán en el azúcar (publicado como artículos sucesivos en France-Soir del 28 de junio al 15 de julio de 1960, y el mismo año recogida en una edición cubana). Y Otero, continuó tras su huella, y perpetró Cuba: ZDA (Zona de Desarrollo Agrícola), 1960, siguiendo la receta del ambiguo intelectual parisino, quien persistía en querer considerar a Cuba como un típico país del peor Tercer Mundo, víctima del monocultivo, atrasado y dependiente. A Otero, criollo blanco, refinado y elegante, con relumbrantes y magnéticos ojos verdes, es en gran parte presumible atribuir los juicios peyorativos y los infundios gigantescos (como aquel tigre alimentado con los revolucionarios), de Sartre contra Batista.

Racial y culturalmente, Otero era mucho más afín con Castro (blanco, hijo de español y exalumno de los colegios de Dolores y Belén), que con Batista (mestizo de origen paupérrimo y autodidacta), a pesar de la cercana relación de su padre con el General, quien llegó a imponerle la Orden Carlos Manuel de Céspedes, la más alta y honrosa del país. Ambos, además, compartían la condición de muchachos sostenidos económicamente durante mucho tiempo por sus laboriosos padres.

Algún día habrá que reconocer y estudiar a profundidad el factor racista subyacente en la llamada “revolución”, pues gran parte de la oposición a Batista lo criticó y se burló de su condición de no blanco puro, y además el apoyo mayoritario de negros y mulatos de extracción popular hacia su gobierno. Basta ver la nómina de los opositores —civiles y guerrilleros— para apreciar la enorme proporción de cubanos blancos de clase media y alta, y muy contados negros, como refleja el mejor barómetro de esa meritocracia totalitaria que es el Comité Central del PCC original, con la presencia –más bien simbólica- de contadísimos miembros de la raza negra.

El papel cómplice de Jean Paul Sartre también es un tema muy interesante de esta obra. Sartre fue uno de los primeros vendedores (merolicos les dicen) de la tesis del subdesarrollo cubano republicano como justificatorio de la “revolución” castrista, y en esas filas se integrarían rápida e inopinadamente otros como Antonio Núñez Jiménez, el inefable “Toñito Cuevita”, otro de sus solícitos anfitriones, al frente entonces del truculento INRA, organismo expresamente creado para monopolizar la agricultura cubana y demoler lo construido por el Banco de Fomento Agrícola e Industrial (1950) creado por Prío y afirmado por Batista. Sartre ignoró entre muchas otras cosas, que Batista había fundado instituciones fundamentales para el progreso económico del país, como la Financiera Nacional de Cuba (1953), el Banco Cubano del Comercio Exterior (BANCEX), y el Banco de Desarrollo Económico y Social (BANDES), ambos en 1954. Todas estas entidades proyectaban la diversificación productiva y la distribución más equitativa de la riqueza nacional, creando oportunidades crediticias para sectores más amplios.

Sartre venía a Cuba en misión de campaña, como la expresión corpórea del “intelectual comprometido”, es decir, del pensador que acepta adoptar un catecismo prestablecido, y con una ideología que le sirve de anteojera y mordaza a la vez: venía a ver sólo lo que quería ver. Revestido de entrada como reportero parcializado, se forró con el atuendo eurocentrista de un antropólogo en función de propagandista, un espíritu moralmente superior, representante del Iluminismo de Izquierda, portador de la verdad única y de la antorcha reivindicatoria y redentorista, un taumaturgo iluminado, como un nuevo redescubridor después de Colón y Humboldt; sin haber dedicado antes ni siquiera un leve intento de esfuerzo intelectual para documentarse sobre la realidad latinoamericana, y especialmente cubana; vino a “dictar cátedra” como Magister, con un puñado de conocimientos sujetos con alfileres muy superficiales, formando un delgado barniz, como la avanzada filosófica del existencialismo de izquierda, de inspiración marxista, con un tenebroso y oscuro pasado personal durante la ocupación nazi de Francia, y una hoja de servicios patrióticos falsa e inflada, y como el adversario ya frontal del pensamiento liberal y democrático representado por los mucho más coherentes Raymond Aron y Albert Camus. Asumió con deleite su misión de intelectual orgánico y comprometido, pero duró poco su himeneo con el castrismo, pues, aunque se plegó totalmente al deseo del dictador, aún resultó insuficiente su pleitesía: fue apartado y desechado una vez cumplió con su utilidad como “compañero de viaje” o “ingenuo aprovechable”. Pero al llegar a Cuba Sartre era el candidato perfecto: predispuesto a favor de la “revolución”, adecuadamente prejuiciado sobre el período anterior, y con una clara conciencia de hacer valer una consigna ideológica.

Si para algo sirve el estudio de la historia —nos recuerda Machover— es para tratar al menos que los errores no se repitan tan milimétricamente como suele suceder. La obnubilación momentánea es explicable y hasta justificable, pero cuando la miopía o ceguera voluntaria se convierte en crónica e irreversible, ya resulta muy preocupante. Esto podría hacernos pensar que las sociedades más preparadas y conocedoras de su historia serían también más resistentes a estos errores, pero no suele ser así, pues los acontecimientos actuales confirman lamentablemente la perseverancia para cometer dislates en países con cualquier nivel de desarrollo.

La misma prensa camelada, el propio sector académico norteamericano deslumbrado que vio con calurosa y franca simpatía a Fidel Castro y repudió en masa a Fulgencio Batista, es semejante a los que hoy están entusiasmados candorosamente por los “cambios”, ni siquiera epidérmicos ni cosméticos, de su hermano heredero de la satrapía, Raúl, y de su fantoche interpósito Miguel Díaz Canel. La posición de éste es la misma de un diligente mayordomo o mayoral, quien acude presuroso para satisfacer las indicaciones de su hacendado y representarlo en los puntos a los que el otro ni se digna visitar.

La extraordinaria, preocupante y ya perversa perseverancia en el error, parece demostrar el lugar asignado por ese sector académico de “las buenas conciencias y el “pensamiento políticamente correcto”, en su distribución de papeles en la escenografía mundial, para Cuba y el resto de la América Latina: el laboratorio de las más peregrinas ideas nocivas, las cuales condenan, no a un siglo, sino a mil años de soledad, orfandad democrática y hegemonía caudillista.

Sartre es agradecido con su generoso anfitrión, y produce aceleradamente invectivas y falsedades: cambia epítetos por mojitos, insultos por daiquirís, escupidas por habanos. Mordaz como siempre, Guillermo Cabrera Infante lo retrató como “el Bizco, mirando con un ojo el Ser y con el otro la Nada”. Y fue igualmente de las primeras víctimas —terminales— de esa aguda disentería ideológica que también el novelista definió como “la castroenteritis aguda”.

No estuvo solo en la defenestración de sus decepcionados anfitriones: pronto se le juntó otro izquierdista ingenuo, K. S. Karol, quien creyendo prestar un gran servicio a la causa castrista, publicó Los guerrilleros en el poder y sólo recibió la acusación del propio Castro de ser un “agente de la CIA”, como era usual en él con sus imputaciones sin pruebas. Tanto uno como otro fueron de los primeros agentes y luego sujetos fusileros del “asesinato de la reputación”; rápidamente, la triste historia de su relación con Castro, les demostró lo fácil que se intercambian los papeles en el paredón de la moral revolucionaria: hoy podías estar frente al muro y al rato siguiente recostado a él, enfrentando los fusiles.


Este trabajo es publicado en entregas consecutivas. La cuarta y última parte del texto aparecerá mañana.