Recordando a «El Yanqui»
En memoria del Dr. Roberto Rodríguez Suárez (1953-2022)
Hace unos días tuve un arranque de curiosidad por saber algo de un gran amigo: Roberto Rodríguez Suárez. De los que siempre se quiere, y con el que compartí buena parte de mi vida juvenil, esos espacios de vida en que las relaciones te marcan para siempre, dando o tomando prestado, probablemente porque son los momentos en que aun aprendemos lo fundamental de la vida: convivir.
No demoré mucho en dar con la terrible noticia de su muerte, unas semanas antes, aquejado por un Covid que se empeñó en terminar de destruirle un sistema renal achacoso. La nota no venía de una fuente cubana, mucho menos de la prensa, pues la prensa cubana nunca se tomaría el trabajo de reportar el deceso de un tipo como Roberto. Lo hicieron los científicos mexicanos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, con quienes tuvo la oportunidad de compartir algunas jornadas de trabajo en sus años finales. Pero curiosamente lo anuncian —con esa ingenuidad militante de una parte de la izquierda mexicana— como un “espléndido hijo de la revolución cubana” cuyo mérito más relevante fue haber participado en el equipo que encontró los restos de Ernesto Guevara y sus compañeros muertos en Bolivia.
Imagino a Roberto —a quien todos decíamos “El Yanqui” por su cara ancha siempre colorada por el sol, ojos claros y pelo rubio— riendo a carcajadas tanto de la omisión como de la mención. Porque Roberto era un tipo muy irreverente, directo y profundamente desinteresado en la política. No es que fuera insensible, pero nada en el anunciaba ni a un partisano, ni a un opositor del sistema. Su vida, y en eso fue formidable, eran las ciencias que cultivó y su familia que cuidó con esmero en un matrimonio de 49 años con Esther Lobaina —su alter ego contestatario— que solo la muerte interrumpió. Y eran sus amigos, entre los que me cuento con orgullo.
Su gran mérito científico no reside, en haber participado en la búsqueda de los restos del Che Guevara, por mucho que ello entusiasme a los mexicanos solidarios o que alguna que otra vez Granma lo haya mencionado, sino en haber desarrollado metodologías de análisis aplicadas en nuestra arqueología —siempre recuerdo su pasión temprana por el desarrollo de un método que permitiría la datación mediante la variación del colágeno en los huesos y sus aportes a los estudios tafonómicos, justo lo que los mexicanos le agradecen en su nota. Y hacerlo a pura pasión, con muy pocos recursos y aún menos estímulos. En términos locacionales, sus estudios son cruciales en el conocimiento de la arqueología de la costa norte Habana/Matanzas, donde enfocó su mayor atención en el sitio arqueológico más importante del occidente cubano, casi en la desembocadura del río Canímar. No es posible hacer una historia de la arqueología en Cuba sin citar a Roberto Rodríguez, justo lo que muchos de los contertulios del grupo estudiantil hubiéramos querido, y solo él consiguió.
Lo vi por última vez hace 20 años, durante mi último y único viaje a Cuba tras mi salida. Nos encontramos en una cafetería del Vedado y hablamos largo y tendido de muchas cosas, incluyendo sus intenciones de extender sus contactos científicos con otros lugares de América Latina y eventualmente concluir su doctorado. Las dificultades en la comunicación con la Isla por un lado, las múltiples ocupaciones por otro, limitaron nuestros contactos a breves cambios de mensajes, siempre amistosos y deseándonos vernos pronto. Alguien me dijo que había estado deambulando por los muy sofisticados centros de investigación de la UNAM, por lo que me ilusioné con la idea de encontrarlo en alguno de mis viajes a México. Pero llegó esto, inevitable, y nunca mas podré disfrutar esa carcajada sonora de mi amigo “El Yanqui”, tan sincera como su vida. Pero eso no quiere decir que vaya a prescindir de él por el tiempo que me queda sobre el planeta.
Me explico. En aquellos lejanos tiempos en que ambos no llegábamos a los 20, una noche, en la costa de Boca de Jaruco, me dio una lección tan ética como práctica, que siempre he recordado. Éramos entonces miembros de un grupo estudiantil de espeleología, cuyo jefe, un apasionado de los usos militares (cosa de los tiempos) decidió una noche, durante una expedición, expulsarlo del grupo por indisciplina. “El Yanqui” no dijo nada y cuando el grupo echó a andar buscando los espléndidos farallones de Punta Jijira para armar campamento, sencillamente caminó junto a él. Cuando “el jefe” le recordó que estaba expulsado, Roberto se limitó a responder que él solo caminaba junto a un grupo de personas que eran sus amigos. Y se quedó, con tanta fuerza, que muchos años después, conversando con el entonces jefe en un bar de Miami, me confesó que esa noche se había sentido muy frustrado pues no supo que hacer ante la irreverencia del “Yanqui”. Roberto nos demostró, a esa edad en que todo se aprende, que es posible resistir las decisiones arbitrarias simplemente no acatándolas. Y luego, que siempre es posible estar si consigues ser parte.
Tras su muerte, él está, porque ha sido siempre parte. Por ello no solo invoco al científico indispensable, sino también seguiré dialogando con el amigo, —directo, transparente, sencillo— como en aquellos tiempos cuando a orillas del Canímar, nos dedicábamos despreocupadamente a imaginar un futuro que creíamos lineal y lleno de colores.
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