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Exilio, Comunistas, Exiliados

El exiliado bueno, el malo y el regular

El problema es que en el exilio muchos no han aprendido el difícil arte de hacerlo mejor, cuando se tiene una segunda oportunidad

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Todo emigrante que sale de su país, con la esperanza de lograr fuera lo que no ha conseguido en su patria, debe descubrir que siempre queda algo más allá de placer del triunfar, por pequeño y transitorio que este triunfo sea. Y es intentar que se haga justicia. No como recompensa al justo, sino como castigo frente a lo mal hecho.

Abandonarlo todo y empezar de nuevo es un acto de reafirmación. Para muchos cubanos —y este principio se ha mantenido a través de varias generaciones—, el exilio o la diáspora es tanto un viaje más allá de las fronteras como un regreso a los principios fundamentales. En ese recorrido doble debería dejarse a un lado —y si no ocurre uno debe luchar para lograrlo— todo lo que quedó atrás y no servía. A partir del momento de la salida, hay que intentar que cualquier triunfo futuro no sea obra del engaño.

Por regla general ello no resulta fácil. Tanto en Cuba como en el exilio, en muchas ocasiones la conveniencia política es lo que determina el éxito. En muchos casos, actuar “de forma correcta” —tanto en Miami como en otras partes fuera de Cuba— no es regirse por principios. Es acomodarse a la situación. Conocer las reglas del juego. No con el fin de cumplirlas. Lo importante es saber cuándo resulta el momento adecuado para violarlas impunemente.

No se trata de jugar bien. Lo único que se deben conocer son las trampas. Cuáles son permitidas y cuáles no. En qué momento poner una zancadilla a otro jugador y en qué momento esquivar el que se la pongan a uno. Saber además cuándo permitir esa misma zancadilla. El instante adecuado para caerse antes del golpe.

Siempre queda el dedicarse a la protesta. Pero protestar es una trampa más, que algunos saben muy bien como esquivar. Los que son torpes se limitan a no protestar. Cuando se cuenta con un mínimo de habilidad, se entra en el juego de la protesta: hacerlo en el momento adecuado, en que se ve bien a los que protestan, o escoger los temas sobre los cuales ésta es saludada con entusiasmo.

Por muchos años, en Miami el mantener la diferencia entre quienes en Cuba contribuyeron a que llegaran tantos ganadores y perdedores a la ciudad —procedentes de la Isla— alimentó los odios del exilio. Fue un ejercicio carente de sentido, que si en buena medida se ha desechado no ha sido por una mejor percepción de las diferencias, un incremento en la capacidad de análisis o un aumento del racionalismo, sino por un factor biológico y la dominación en alza de una dejadez del ejercicio ciudadano en sus valores civiles más fundamentales.

Si el paso al exilio es un viaje a las antípodas, resultaba lógico que los que allá estaban arriba aquí estuvieran abajo. Que los triunfadores en el otro extremo fueran los fracasados en este. Que quienes alimentaron el error ahora sufrieran las consecuencias.

Por décadas acabar con el castrismo parecía ser la razón de existir de Miami. Al menos, eso era lo que se escuchaba y leía por todas partes. Sin embargo, otra realidad terminó por imponerse

Durante años todo resultó más sencillo y breve. Si desertaba un funcionario del régimen, su figura aparecía en los noticieros y las páginas de los diarios. Si llegaba un preso político más, solo se enteraban los familiares. Si el inmigrante era alguien que se había negado a militar en las filas del Partido Comunista —y a desempeñar cargos importantes en el Gobierno—, las posibilidades de encontrar empleo dependían de su suerte. Si se trataba de un funcionario más o menos importante, lo más probable era que al poco tiempo contara con las relaciones suficientes para procurarse un buen salario. En la época de la presidencia de Donald Reagan, Si un militar importante daba el brinco, tenía garantizada una recompensa económica, otorgada por Washington. El mayor anticomunista del mundo parecía dedicarse a premiar a los equivocados e ignorar a los justos.

Razonar de esta manera ha traído frustración e ira a muchos en Miami, que por años transitaron entre justificar su fracaso o desidia con argumentos de este tipo, o aferrarse a la intransigencia para rechazar por igual al funcionario y al artista y escritor procedentes de la Isla. Negarse al diálogo y asumir una posición irracional, en lo que consideraban una posición digna —que en algún momento tuvo un fundamento ético— que sin embargo, y de forma inevitable ha ido desgajándose con el tiempo, al no poder evitar concesiones de otro tipo, estas nacidas en el exilio, o simplemente se ha enclaustrado en el pasado.

Desde hace años tal posición ha perdido categoría. Vivimos en la época del sainete. Los cortesanos, agentes de valor diverso, esposas y amantes de hijos de figuras importantes, peluqueros, cocineros y hasta recaderos de oficio múltiple estuvieron durante un tiempo compitiendo por una noche de fama y fortuna, en la televisión por cable de las emisoras locales. Ahora nadie los llama, pocos los escuchan o miran, o han decidido recorrer otras vías: abrir cualquier negocio aquí o allá.

Sin embargo,. la importancia no radica en reconocer si el que llega ha sido o no funcionario, escritor, general o recadero. Alimentar el resentimiento resulta una actitud malsana.

No es simplemente argumentar el haber vivido engañado antes de abandonar el país, y no importa solo el grado mayor o menor de sinceridad en las palabras. Quienes se dedican por un tiempo a recriminarse —y a inventar justificaciones — siempre despiertan la sospecha de estar buscando un perdón fácil, que les permita integrarse con rapidez a la sociedad que hasta ayer habían rechazado.

De lo que se trata —lo realmente importante— es renunciar a una vida de engaño. Tratar en lo adelante de avanzar por méritos propios. No repetir la antigua fórmula de apelar a las palabras convenientes y el ocultar sentimientos y motivos para escalar posiciones.

Enfrentar este problema, con determinación y sinceridad, por lo general resulta muy difícil. En parte porque entonces se conoce la farsa en que se ha convertido la vida en el exilio para muchos. Pero para aquel que descubre que no vale la pena vivir aferrado a la repetición, escapar ya no es posible.

El problema es que en el exilio muchos no han aprendido el difícil arte de hacerlo mejor, cuando se tiene una segunda oportunidad.


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