Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Testimonio

Memorias de un disidente de izquierda

Condenado por ser marxista, Ariel Hidalgo recorrió un largo camino hasta la oposición.

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La primera: Ya durante la fracasada insurrección de 1905 habían nacido espontáneamente en Rusia los soviets, juntas de trabajadores para el control directo de fábricas, granjas, comercios, etcétera. El ideal soviético tenía así, en sus inicios, un sentido realmente democrático y en 1917 se constituyeron, al mismo tiempo, en una especie de parlamento obrero que regía la vida política del país.

La segunda: Una coalición de partidos integró, paralelamente, un gobierno provisional. Ambos poderes —los soviets y el gobierno provisional— no podían coexistir por mucho tiempo. La demanda de que todo el poder se concentrara en los soviets parecía mucho más democrática que la de un gabinete pluripartidista, porque representaba un control directo de los trabajadores. Pero el partido bolchevique, que no participaba del gobierno provisional y tenía seguidores en los soviets, se valió de dicha demanda para desplazar este gabinete.

La tercera y única opción

El sustituto formal eran los soviets, pero en realidad estos se convirtieron en aparatos burocráticos dóciles para una poderosa élite partidista. "Al comienzo de la revolución, Rusia ensayó la autogestión", escribe Aldous Huxley (1894-1936). "La abandonó poco después en favor de la administración autoritaria. Los representantes electos por los soviets fueron sustituidos por funcionarios del Partido".

Así surgió una tercera alternativa: el unipartidismo, única opción que permanecería en pie frente al pluripartidismo de la democracia representativa burguesa.

El partido bolchevique, que según la concepción leninista desempeñara el papel de destacamento de vanguardia del proletariado en la lucha por la toma del poder, sustituiría al propio proletariado en la práctica de ese poder, porque este no podía controlar directamente los medios de producción. De ello discrepó la revolucionaria polaco-germana Rosa Luxemburgo, en polémica con el líder bolchevique Vladimir Ilich Lenin: la soberanía del pueblo era asumida por el partido que supuestamente lo representaba, luego el lugar del partido era asumido por un comité central y, por último, el lugar del comité central, por su principal dirigente, el líder máximo.

No podíamos hablar, en todo caso, de control de los bienes de producción "por" los trabajadores, sino "en función" de los trabajadores, que, gracias a ello, recibirían indudables beneficios sociales, como educación, atención médica, etcétera. A la larga, el pueblo llegaría a concebirse como algo pasivo, limitado a secundar a la vanguardia redentora encargada de llevar a cabo esa misión, y luego acataría obediente —y agradecido— los lineamientos oficiales de los elegidos, supuestamente destinados a la concesión de graciosos dones dictados desde una especie de Olimpo.

En consecuencia, rechazaron también, de manera tajante, las proposiciones autogestionarias —el control directo de los trabajadores sobre los medios de producción—, calificándolas de "anarco-sindicalismo", y propugnaron en su lugar el socialismo de Estado. Se trataba, sin embargo, no ya de "socialismo", sino de un sistema paternalista que habría que calificar más bien de capitalismo populista de Estado, con un grado muy superior de centralización.

Por entonces, Alexandra Kollontai, líder de un grupo dentro del Partido Comunista denominado Oposición de los Trabajadores, se quejaba de que tanto Lenin como Trotsky, Zinoviev y Bujarin, principales líderes de la naciente Revolución Rusa, "consideran que no se puede confiar a los sindicatos la dirección de la economía". Y agregaba: "Pero en la tesis de que esta dirección debe llevarse a efecto sobre los trabajadores con auxilio del sistema burocrático heredado del pasado, están todos de acuerdo".

Los defensores del verdadero sovietismo fueron desplazados o eliminados gradualmente, hasta perder todas sus esperanzas en 1924 con el fracaso de la acción revolucionaria de Kronstad.