Memorias de un disidente de izquierda
Condenado por ser marxista, Ariel Hidalgo recorrió un largo camino hasta la oposición.
Más tarde comencé a entrar en una etapa mucho más peligrosa: a buscar por mí mismo las respuestas que no lograba obtener de quienes supuestamente debían dármela. Lo esencial de la definición leninista de clases sociales, "grandes grupos humanos que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan (…) con respecto a los medios de producción", comenzó a ser aplicable a la diferencia social existente entre gerentes y trabajadores.
Ambos ocupaban lugares diametralmente opuestos ante los medios de producción: unos sencillamente se veían obligados a hacerlos producir y vivir en condiciones de bajo nivel de vida; otros los controlaban y, por tanto, disfrutaban —gracias o a pesar de las autoridades centrales— de sus posibilidades.
Si una nueva forma de propiedad daba lugar a nuevas relaciones de producción y, por consiguiente, a nuevas clases sociales, como se me exponía, era lógico pensar que el predominio de la propiedad estatal sobre los principales medios de producción tendía a generar nuevas relaciones y nuevas clases.
No importaba cuánto se argumentara el carácter social de esa propiedad estatal, porque en última instancia lo que determinaba era quién controlaba directamente esos medios, la burocracia y no el trabajador, cuyo supuesto control estaba mediado por varias instancias —Partido, Poderes Populares, Consejo de Estado, sindicato y demás organizaciones de masas—. Se trataba de una burocracia con un poder que no había tenido durante el capitalismo. Porque el grado de centralización sobre tan innumerables empresas, lejos de permitir una planificación económica, daba lugar a un mayor descontrol.
Siervo del Estado
Esto es, yo no cuestionaba en mis apuntes la posible buena voluntad en los altos dirigentes, como la que pudo existir en un doctor Frankestein al engendrar a un monstruo que luego no pudo controlar. No ponía en duda el que lucharan denodadamente a cada paso contra el burocratismo y la corrupción, tendientes a brotar donde menos se esperaba, como las cien cabezas de Lerna.
Al escudriñar los textos de José Martí, encontré su análisis crítico sobre el trabajo de Spencer "La futura esclavitud", acerca de un posible Estado centralizado, y confirmaba mis conclusiones con pasmosa previsión: "Como todas las necesidades públicas vendrían a ser satisfechas por el Estado, adquirirían los funcionarios entonces la influencia enorme que naturalmente viene a los que distribuyen algún derecho o beneficio". Y lanzaba esta sentencia lapidaria: "De ser siervo de sí mismo pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios".
Mis apuntes fueron tomando forma y el texto final fue un pequeño libro que tendría como título provisional El Estado. En 1980, al constatar que era vigilado de cerca, entregué una copia a un viajero "de la comunidad" que lo llevó a Miami, donde sería publicado años después con un título comercial: Cuba, el Estado marxista y la nueva clase. Ese año, en los días turbulentos del Éxodo del Mariel, agentes de la Seguridad del Estado registraron mi domicilio y ocuparon una copia.
En 1981, arrestado una vez más, tras otro registro con el resultado del hallazgo de nuevos apuntes, fui entrevistado por un teniente investigador que inquirió por las razones de mi inconformidad. Después de explicarle todas las penurias de los trabajadores, el estancamiento económico del país, la falta de libertades y otras tantas razones, me preguntó qué tipo de sociedad yo aspiraba para Cuba.
Cuando le dije que deseaba una sociedad donde los trabajadores controlaran directamente los medios de producción, sin interferencias burocráticas del Estado, me miró con ojos desorbitados y exclamó: "¡Usted está loco, loco de remate!". Y al día siguiente fui enviado a Mazorra, a la Sala Carbó Serviá del Hospital Psiquiátrico de La Habana.
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