García Joya, Mayito, Fotografía
Imágenes que no ilustran, sino que expresan
Primera parte de la entrevista a Mario García Joya, uno de los fotógrafos más influyentes e internacionalmente más reconocidos que ha dado Cuba
Quienes hayan asistido en Miami a algunas de las funciones de Akuara Teatro, probablemente han visto a un hombre delgado, de pequeña estatura y cabeza rapada, que se ocupa de las luces. No suele llamar la atención, pues está siempre ocupado en su trabajo y tampoco hace nada para que nos fijemos en él. Aquellas personas que no lo conozcan, difícilmente podrán imaginar que ese hombre es uno de los fotógrafos más influyentes e internacionalmente más reconocidos que ha dado Cuba. Se llama Mario García Joya, aunque muchos lo conocen como Mayito.
Estudió pintura en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de San Alejandro (1955-1957) y es graduado en Estudios Cubanos en la Universidad de La Habana. Entre 1957 y 1965 trabajó en agencias publicitarias y haciendo foto-reportajes para la prensa. En la década de los 60 pasó a laborar en el cine, primero como camarógrafo y después como director de fotografía. Su filmografía incluye unos noventa títulos, entre los cuales están La última cena, Los sobrevivientes, Hasta cierto punto y Fresa y chocolate.
Sus fotos se han reproducido en revistas especializadas de medio mundo, así como en portadas de libros, folletos y discos. Asimismo se han expuesto en sitios como el Centro Georges Pompidou, de París, The New Museum of Contemporary Art y la Ledel Gallery, de Nueva York, el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, el Palacio de Bellas Artes y el Museo de Arte Moderno, de México, el Centro Cultural de São Paulo y The Australian Centre for Photography. Acumula una considerable cantidad de premios en Cuba y el extranjero y en el año 2002 recibió la prestigiosa beca Guggenheim.
En esta entrevista, que le realicé en Miami y que se publicará en dos partes, el lector tendrá la oportunidad de recorrer, a través de sus propias palabras, algunos de los momentos más relevantes de su sobresaliente trayectoria como fotógrafo.
Quiero comenzar preguntándote sobre tu infancia. ¿Recibiste algún tipo de estímulo por parte de tu familia para que te dedicaras posteriormente a la fotografía?
Yo nací en un pueblo de campo, Santa María del Rosario. Está muy cerca de La Habana, pero de todas maneras en ese tiempo, desde el punto de vista de las costumbres, parecía un pueblo del interior. Mi infancia allí transcurrió muy feliz. Uno andaba por los campos, buscando frutas por aquí y por allá. Uno sabía en qué época había naranjas, en qué época había mangos. Era una vida muy suelta, no había limitaciones de que hubiera peligro.
En mi casa éramos dos hermanos, pero el otro ya murió. Era menor, 13 meses más joven que yo. Mis padres eran personas que no tenían preparación. Mi mamá era de Santa María, pero mi papá no. Había llegado allí huyéndole al machadato. Era mensajero de una farmacia, y según los cuentos que le oí a mi abuela paterna y a mis tías, aprovechaba que tenía que repartir medicinas para llevar proclamas que se amarraba en las pantorrillas. Lo agarraron dos veces y la última el jefe de la policía de Luyanó le dijo a mi abuelo que si no se lo llevaban de La Habana, la próxima vez que lo agarraran no lo iban a ver más. Entonces mi abuelo lo mandó a casa de un amigo que tenía en Santa María del Rosario, que en esa época era un pueblo apartado. Ahí fue donde mi papá conoció y se enamoró de mi mamá. Se casaron y así fue como él se quedó en Santa María.
Toda la familia de mi papá era muy ingeniosa. Lo mismo inventaban esto, que inventaban lo otro. Mi papa de alguna manera continuó esa tradición. En ese tiempo, la gente para sobrevivir tenía diferentes oficios. Él era zapatero, pero también era herrero, aparte de que sabía hacer muchas otras cosas. En mi casa había una herrería en donde se fabricaban muebles de hierro. Muchas cosas, en fin, a las que yo estuve expuesto. Siempre vi esa habilidad de la familia de mi padre y, en cierto sentido, la heredé. Yo miraba una maderita y pensaba en lo que podía hacer con ella. Pero tenía un problema de ansiedad, era un niño muy inquieto. No me centraba en las cosas. Mi hermano era mucho más tranquilo. En la época en que funcionaba la herrería en mi casa, se me ocurrió hacer un juego de sillas, pero hice una sola. Entonces vino detrás mi hermano e hizo las otras tres. De lo contrario, le habría ocasionado pérdidas a mi papá y se hubiera armado un lío.
Creo que lo que más motivó o por lo menos me puso en disposición de que, a partir de determinado momento, me empezara a interesar la pintura, fue la iglesia de mi pueblo. La iglesia de Santa María era prácticamente un museo. Tiene una arquitectura muy bien planeada y es una de las más bellas del interior del país. Se supone que allí hay pinturas que pertenecen a la escuela de Murillo. Están además las de nuestro primer pintor criollo, que fue Nicolás de la Escalera. Las tallas que hay en la iglesia también son fantásticas. Para hacerlas, se sacó la madera de los bosques pertenecientes al conde. Se mandaron a España y de allá venían los altares y las tallas ya hechos. Sobre eso, hay una anécdota graciosa. La vara cubana era más grande que la española. Tiene como dos o tres pulgadas más. Por eso la medida del altar mayor vino más grande y la corona de una de las tallas queda inclinada, pues llega al techo.
Realmente, la iglesia era muy impresionante. Incluso debajo del altar mayor había una especie de catacumba que era un cementerio. Te confieso que yo le tenía bastante respeto a ese asunto de los muertos. La luz entraba a la iglesia de una manera muy linda. Había tragaluces, las ventanas estaban situadas de un modo especial, la nave principal tenía una estructura muy buena. Todos los detalles estaban muy bien pensados para crear un sentimiento místico. Además, como la iglesia se había construido con tanto dinero las tallas eran increíbles. Estaban hechas con un realismo sangriento y parecían reales. Hay una, la Dolorosa con sus lágrimas, que es preciosa.
Esa iglesia se construyó gracias al Conde de Bayona, quien era el dueño de esas tierras. Él tenía artritis y estaba prácticamente inválido. En esa época no había cura para esa enfermedad, y lo único que se le ocurrió al Conde fue aprovechar la experiencia de uno de sus esclavos domésticos. Ese esclavo se acercó a la familia y preguntó qué podía hacer por la salud del Conde. Entonces existían unas aguas termales que los esclavos creían eran milagrosas. Ahí se bañaban cuando tenían algún accidente, se cortaban con el machete o el mayoral los golpeaba, y después de bañarse se sanaban.
El Conde Bayona era el representante de la Inquisición en Cuba. Tenía en esa zona un ingenio que se llamaba Quiebrahacha, y también una casa en la cual venía a pasar temporadas. En uno de sus viajes, el esclavo lo llevó a las aguas termales, poco a poco se empezó a curar y pudo volver a caminar. Entonces le prometió a la Virgen que si se curaba, iba a fundar un pueblo en esa zona y le iba a hacer una iglesia. Pidió permiso a España y cuando se lo dieron, mandó a construir la iglesia.
Santa María se fundó con treinta familias, que se suponían estaban formadas por españoles puros que no tenían mezcla de razas. El pueblo nunca progresó, porque se hizo por aquel capricho del Conde. No había una razón económica, no había un río cerca. Fue un pueblo que se construyó sin ninguna justificación, así que pasaron los años y nunca progresó. Siguió siendo un pueblo pequeño.
Lo único importante que tenía era la iglesia. Toda la vida de Santa María giraba alrededor de la iglesia. Por ejemplo, se hacían las procesiones, que eran cada seis meses. Una en honor a la Virgen y otra por Semana Santa. Todos los muchachos ayudábamos al cura. Cuando un muchacho tenía nueve o diez años, hacía la primera comunión y luego se quedaba en la iglesia, ayudando al cura. Yo vivía exactamente al costado de la iglesia, de modo que solo tenía que cruzar la calle. Después que hice la comunión, me quedé ayudando al cura. Me aprendí la misa en latín y toda esa serie de cosas.
¿Cómo fue que empezaste a pintar?
Ahora mismo no recuerdo bien, no tengo idea de por qué a mí me dio por pintar. A los 16 años, yo comencé a trabajar en un almacén de pieles que estaba en la Habana Vieja. El dueño era un polaco que vivía en Santa María y me habló para que lo ayudara. En la calle Obispo había una tienda donde vendían óleos y pinceles. Era una tienda muy famosa, aunque era relativamente barata. Cuando yo iba, nunca gastaba más de 10 pesos. Empecé por comprar unos marcos pequeñitos que venían con el lienzo. Después compraba la lona en el mismo almacén donde trabajaba y yo mismo hacía los marcos. En mi casa había herramientas, así que me resultaba fácil hacerlos. Y luego, con aceite de linaza y blanco de España, preparaba la base del lienzo.
Como tenía todas esas facilidades, empecé a pintar alrededor de los 16 años. Lo primero que pinté eran escenas de la iglesia de Santa María. Recuerdo que uno de los cuadros eran las catacumbas de los sótanos. Otro era una calavera. Cosas así, muy tétricas, porque lo que yo estaba reproduciendo era el mundo de la iglesia. Yo pintaba por la noche, al lado de la ventana. Tú sabes cómo son las casas de los pueblos, que generalmente tienen una ventana grande que da a la calle. Me ponía pintar y ahí me daba hasta el amanecer, cuando empezaban a pasar las personas que iban a trabajar.
Un día, una muchacha que era empleada del ayuntamiento se me acercó y me dijo: Chico, en el municipio hay unas becas y nadie las pide. ¿Por qué tú no las solicitas? Me llevó al ayuntamiento y me llenó la planilla. Y resultó que me dieron una beca para estudiar en la anexa a la Academia de San Alejandro. Cuando llegué el primer día allí, todo el mundo se asombró. ¿Una beca? Nadie sabía nada. La beca consistía en 17 pesos mensuales, pero por lo menos eso me sirvió para entrar en San Alejandro. Entré ahí porque había conocido en Santa María a un señor que se llamaba Antonio Iraizoz, que era un periodista muy famoso. La esposa de él me animó mucho para que estudiara. Tú tienes facilidad para la pintura. ¿Por qué no estudias? Todo eso se unió y de pronto me vi en San Alejandro.
Un día estaba yo con unos amigos en el atrio de la iglesia de Santa María y vi a dos personas con una cámara de fotografía que andaban por el pueblo, mirando para aquí y mirando para allá. Eran Abelardo Estorino y Raúl Martínez. Por supuesto, entonces yo no tenía idea de quiénes eran. Como mis amigos y yo estábamos allí, nos preguntaron algo. Y como nosotros conocíamos la historia de la iglesia, les empezamos a explicar. Yo les hablé de las pinturas de Nicolás de la Escalera y los acompañé a hacer un recorrido por la el interior de la iglesia. Los dos se quedaron muy impresionados de que alguien tan joven les pudiera dar todos esos detalles.
En un momento dado, a mí se me ocurrió preguntarles: ¿Y ustedes qué hacen? Estorino fue quien me contestó: Él es pintor, me dijo refiriéndose a Raúl. Ahí mismo les comenté que yo también pintaba. ¿Y qué pintas?, me preguntaron. Bueno, yo pinto cosas de la iglesia. Si quieren ver los cuadros, se los muestro, pues mi casa está ahí mismo, al lado de la iglesia. Fuimos y como mis padres eran personas que recibían a todo el mundo con los brazos abiertos, en cuanto ellos llegaron mi madre empezó a preparar almuerzo para todos. Raúl y Pepe se quedaron a almorzar, y ahí empezó una amistad entre nosotros.
Pepe fue quien me dijo: ¿Por qué no vienes a La Habana para que veas las pinturas de Raúl? Ah, bueno, le contesté yo. Cuando salga de San Alejandro puedo pasar por allá. Y así fue como empecé a visitarlos. En casa de ellos se realizaban unas tertulias, que se hacían los lunes por la noche. Para mí fue muy bueno, pues ahí empecé a conocer a los artistas del grupo de Los Once: Guido Llinás, Hugo Consuegra, Tapia Ruano, los dos hermanos Manolo y Antonio Vidal, Joaquín Agüero, quien no era escritor ni pintor, pero sí un tipo fantástico. En fin, una serie de personas que me abrieron un mundo nuevo.
En esa época, Raúl y Pepe trabajaban en la OTPLA, una agencia publicitaria que dirigía Luis Martínez Pedro. Raúl trabajaba como diseñador y Pepe como realizador. Antes había una persona que diseñaba los anuncios y luego otra persona que los realizaba. El diseñador preparaba los originales del anuncio, fuera de Bacardí, de Hatuey o de lo que fuese, y luego el realizador se encargaba de ir a ver al fotógrafo para hacer las letras. Las letras se hacían una a una, se cortaban con una tijerita y se pegaban.
Un día Raúl y Pepe me preguntaron si a mí me interesaba trabajar con ellos en la OTPLA. A mí me gustó la idea, pues era un training muy bueno para aprender, y les dije que sí, cómo no. Parecía que toda ya estaba resuelto y que iba a empezar en la agencia, pero al final le dieron la plaza a otro muchacho. Raúl y Pepe me vinieron a ver muy apenados y me comentaron lo que pasó. Pero me contaron que habían hablado con Martínez Pedro y que él les había dicho: Miren a ver qué pueden resolverle para que esté cerca de aquí, para cuando haya otra plaza. Raúl habló entonces con Aladino Sánchez, que era fotógrafo, para que mientras tanto él me diera trabajo como ayudante. Ahí fue donde yo entré en contacto más directo con la fotografía. Ya antes Raúl me había prestado su cámara, una Rolly Plix, que en esa época era una cámara increíble. Resultó entonces que me empezó a interesar la fotografía, y ahí mismo se acabó la pintura.
¿Quedaron obras de tu etapa como pintor?
Chico, yo creo que por casa de Titón había un cuadro mío. Y a propósito de la pintura, quiero contarte algo. Cuando yo estaba haciendo el training para entrar en la OTPLA, Raúl me dio algunas clases de diseño. Para eso, yo empecé a quedarme a dormir en la casa de ellos dos. Me quedaba lunes, martes y miércoles. El resto de la semana me iba para Santa María, para no tener que viajar diariamente, pues de Santa María a La Habana entonces era como hora y pico. Raúl me ayudó mucho y me enseñó cosas muy buenas sobre diseño.
Entonces yo aún pintaba y ocurrió que comencé a pintar como él. Un día él se molestó y me dijo: Mayito, ¿tú no te das cuenta de que eso no te va a funcionar? Tú eres habilidoso para captar el movimiento de la mano y te has fijado en cómo yo lo hago. Pero en pintura lo más importante es el concepto, y tú ¿de dónde lo vas a sacar? Yo pensé: Es verdad. Además cuando me enfrenté a la fotografía me di cuenta de que era algo más afín con mi carácter. En la pintura, como ya te dije, yo tenía un problema: si empezaba un cuadro y no lo terminaba esa noche, se quedaba a medias. Nunca más lo retomaba. Con la fotografía, en cambio, en un ratico yo revelaba, imprimía y podía ver plasmada la idea que había querido expresar. Así que la fotografía me fue ganando. Además, como yo sabía cómo manejar las estructuras internas, desde el principio me fue bastante bien.
¿A quién consideras tu maestro o tu iniciador en la fotografía?
Realmente, las primeras muestras de fotografía que yo vi y que me impresionaron fueron las de Raúl. Él había estudiado en la Escuela de Diseño Industrial de Chicago, que fue fundada cuando la Bauhaus se trasladó a Estados Unidos. Ahí fue donde yo descubrí las posibilidades creativas de la fotografía. Todas esas ideas de Moholy-Nagy a mí me atrajeron. Empecé a leer sobre ese tema y tuve un progreso muy rápido. En un par de años, yo era otra persona, pues cuando llegué a La Habana estaba un poco cerrero, como se decía en mi pueblo.
Raúl y Estorino tuvieron mucha paciencia conmigo, porque entonces yo era muy elemental en mi manera de pensar y de comportarme. Hablaba a gritos, gesticulaba mucho. Eran hábitos típicos de una persona de un pueblo de campo. Algunos no se me han quitado, porque son parte de mi personalidad. Pero otros los pulí bastante con el tiempo.
Empecé entonces a trabajar con Aladino Sánchez. Tenía además el background que había adquirido con Raúl, a quien ya respetaba desde esa época. Todo eso me ayudó mucho. Yo creo además que como era muy joven, la gente al ver que tenía ganas de superarme me daba el chance. En esa etapa trabajé mucho con Aladino. Todos los proyectos de la OTPLA los hacía él. Se hacían, por ejemplo, folletos para Bacardí, para Coca-Cola. Eran cosas muy cuidadas desde el punto de vista de la imagen, y eso me permitió aprender mucho con Aladino.
Pero por cosas de la vida, tuvimos que salir del taller de Mestre y Conill. En esa época, mi papá me había regalado 700 pesos para que me comprara un carro, de modo que pudiera ir y venir a Santa María. Cuando Aladino se vio en la situación de que nos teníamos que ir de Mestre y Conill, yo le pregunté si con ese dinero podíamos empezar en otro lugar. Él me dijo que sí. Entonces nos fuimos al Seguro Médico y alquilamos allí un local. La gente de la OTPLA nos ayudó mucho y nos dieron una carta. Más que a mí, a Aladino, pues él era la persona establecida. Era una carta de recomendación para la Kodak, y gracias a eso nos dieron un crédito enorme, como de 25 mil pesos, que en esa época era mucho dinero. Compramos así equipos, ampliadoras, máquinas de secar, y armamos un taller en el piso 12 del Seguro Médico.
Como a los seis meses de estar ahí, Aladino empezó a tener problemas de salud. No era muy constante en el trabajo, se cansaba pronto. Por otro lado, la gente se fue acostumbrando a tratar conmigo. Yo disfrutaba mucho el trabajo. Me gustaba estar metido en el cuarto oscuro. Además hacía las cosas enseguida. Y como te digo, la gente se acostumbró a mí. Ve a ver a Mayito, decían. Por cierto, ese es un nombre que vengo arrastrando desde que vivía en Santa María. Al final, Aladino decidió irse y me dejó que me quedara con el taller. Me vi solo entonces, pero me fue bien. No me faltó el trabajo y estuve ahí un tiempo.
Llegó el 1ro de enero de 1959, y vinieron muchos cambios. La OTPLA había sido un centro de conspiración contra Batista y varias personas que bajaron de la Sierra y pertenecían al 26 de Julio, eran de la OTPLA. Gente como Gloria Pérez, como Hernando, que vino con las fotos de la toma de Fomento por el Che, y que se revelaron allí. Esa gente me abrió las puertas, y gracias a eso pasé a trabajar en el periódico Revolución. Como yo tenía el estudio en el Seguro Médico, alquilé en el sexto piso un apartamento que tenía una terraza que daba a Prensa Latina. Y en Prensa Latina también me empezaron a utilizar como fotógrafo.
Guillermo Cabrera Infante también vivía en ese edificio. Un día nos encontramos y me dijo: ¿Por qué no vienes a trabajar con nosotros en el periódico? Fui, me encargaron dos o tres trabajos, y cuando se los llevé a Carlos Franqui a su oficina, me propuso que me quedara fijo. Yo encantado, así que me fui a trabajar en el periódico. Guillermo además me comentó que le gustaría que hiciera fotos para Lunes de Revolución. Eso me convino mucho, porque era un trabajo más afín a mí. Al igual que con Raúl y con Estorino, todas esas oportunidades se me dieron por casualidad, y contribuyeron mucho a mi formación.
En una ocasión tú comentaste que, desde el punto de vista de tu actividad como fotógrafo, en esos años, más o menos hasta 1962, realizaste tu labor más importante. Por supuesto, no estoy hablando del cine, sino de tu trabajo puramente como fotógrafo.
Yo creo que esa actividad se extiende hasta un poquito después del 62. Y te voy a hablar un poco de cómo era la fotografía en Cuba en esos años. Cuando yo entré a trabajar allí, Revolución era un periódico muy gráfico. Tenía un diseño muy avanzado para la época. A veces se publicaban fotos que ocupaban la página entera. Recuerdo imágenes de manifestaciones en las que se ve toda la calle 23.
En el periódico trabajaba un fotógrafo que fue muy importante en mi formación. Yo creo que él nunca supo todo lo importante que fue para mí. Ese fotógrafo era Jesse Fernández. Era un fotógrafo muy analítico, y yo digo que fue él quien introdujo en Cuba ese concepto. En la prensa, lo que hacían casi siempre era mandar al fotógrafo para que simplemente apretara el obturador. El periodista era el que llevaba el concepto de todo y decía: Tómame aquí, tómame allá. Incluso en el periódico había una frase un poco peyorativa, que resumía las fotos de una concentración en la fórmula presidencia, orador y público. Con esas tres imágenes tú cubrías el acto. Si llegabas a la redacción con esas tres fotos, no tenías problemas.
Jesse llegó con otra impronta, y a mí me empezó a interesar mucho su trabajo. Yo miraba sus encuadres, trataba de entender cuáles eran sus intereses. Me pasó como con Raúl: se convirtió en mi referencia más inmediata. Llegué a fijarme tanto en sus fotos, que comencé a imitarlo. Una vez incluso hubo un malentendido. Yo había dejado unos negativos en el cuarto oscuro. Las fotos se parecían tanto a las de Jesse, que cuando las revelaron y publicaron se las adjudicaron a él. Yo no dije nada porque me daba pena. Además, qué iba yo a discutirle el crédito a Jesse.
Aprendí también con Cabrera Infante, con quien conversaba mucho, y con Juan Arcocha. Hubo además otra persona con quien me encantaba encontrarme. Esa persona se llama Ithiel León. Y digo se llama porque todavía está vivo. Él estuvo primero en la OTPLA y después fue uno de los responsables del diseño del periódico. Yo veía lo que hacían en Revolución con las letras y me quedaba asombrado. Ithiel León es otra persona que tampoco sabe todo lo que aprendí con él.
¿Cómo se produjo tu paso al ICAIC?
Yo conocí a Titón [Tomás Gutiérrez Alea] después de llegar él de Roma. No hacía mucho que él había vuelto, y en ese momento estaba haciendo un cortometraje sobre la toma de La Habana por los ingleses. La agencia creo que se llamaba Guastela, y era allí donde se hacían los cortos de Cine-Revista. Él y yo enseguida tuvimos una buena química, porque a pesar de su importancia y su cultura, Titón era una persona de fácil comunicación. Nunca hacía alarde de sus conocimientos, ni usaba palabras extrañas. Era un hombre que tenía un trato como el de cualquier cubano.
Unos años después, cuando se acababa de fundar el ICAIC, me encontré un día con Titón. Era el momento en que él estaba filmando Historias de la revolución. Hablamos y en la conversación me dijo: ¿Por qué no vienes para el ICAIC? Le contesté que sí, que a mí me interesaría hacer cine. Yo incluso había hecho una peliculita, que a lo mejor todavía existe. Fue cuando mi hija mayor, Katia, nació. Entonces yo filmé una peliculita ahí en la casa. La iluminé un poco para que pareciera luz ambiente. Yo no tenía truca ni nada, así que pegaba los cuadritos para que cuando se proyectara, se viera una imagen encima de la otra. A Titón le llamó la atención, le gustó como la hice y como la monté.
Eso coincidió con el evento en el cual se fundó la UNEAC. Yo estaba en el Hotel Habana Libre, tomando fotos y Alfredo Guevara me vio. Parece que Titón ya le había hablado de mí. Se me acercó y me habló: ¿Cuándo vas a venir para el ICAIC? Creo que al día siguiente fui a verlo. Arreglamos todo y pasé al ICAIC. De todos modos, paralelamente yo seguí haciendo fotos para algunas publicaciones. Inicialmente, en el ICAIC yo no iba a hacer cine. Alfredo habló conmigo y me dijo: Vamos a aprovechar que tú eres ya un fotógrafo formado. Aquí hace falta un cuarto oscuro. Encárgate de eso. Nos ayudas en esa tarea y después pasas al cine.
A mí la idea no me agradó mucho. Pensé: Venir para el ICAIC para hacer fotos otra vez. Pero hice lo que Alfredo me pidió. Desmonté el cuarto oscuro que tenía en el Seguro Médico, llevé los equipos y con eso se montó el primer cuarto oscuro del ICAIC. Trabajé ahí dos años. Mientras tanto, colaboré con Titón haciendo fotos fijas en Las doce sillas. Yo siempre estaba muy pegado a la cámara de Ramoncito Suárez, quien me empezó a enseñar cosas del cine, cosas que hay que tener en cuenta a la hora de filmar. Ramoncito fue la primera persona que me ayudó a hacerme fotógrafo de cine.
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