Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura

“Mis cenizas abonarán una mata de mangos”

Entrevista al escritor y periodista Luis Manuel García Méndez, con motivo de la presentación en Cádiz de su libro de cuentos El señor de los naufragios

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Periodista, editor y conferencista, Luis Manuel García Méndez (La Habana, 1954) es un sobreviviente, un escritor que pese a su exilio en España vive en el recuerdo y la respiración la isla natal, donde enmarca sus historias y en donde ancla su pensamiento. Es de esos narradores que forjan su obra en el silencio, pero atento a la calle, al murmullo de lo cotidiano, que infiltra del barroco de la realidad los juegos verbales del artista. Desde sus primeras publicaciones hasta las actuales ha demostrado que sabe aprovechar sus experiencias y sus lecturas para cifrar textos interconectados en su afán de reflexión y sus constantes búsquedas formales, de lo que son evidencia sus libros de cuentos Sin perder la ternura (1987), Los amados de los dioses (1987), Los forasteros (1988), Habanecer (1993, 2005), El éxito del tigre (2003) y El señor de los naufragios (2011), a cargo de la editorial Algaida, tras obtener el Premio Internacional de Narrativa Cortes de Cádiz 2011; los poemarios Un asombro pendiente (1994) y Utopiario (2003); las novelas Aventuras eslavas de don Antolín del Corojo y Crónica del Nuevo Mundo según Iván el Terrible (1987) y El restaurador de almas (2002), así como su volumen de no ficción Diario Delirio Habanero (2010).

A pocos escritores les gusta confesar la deuda que tienen con otros, lo que aprendieron con sus lecturas. Sin embargo, nadie brota de una nada grávida o de la simple predestinación. ¿Cuándo decidiste que serías escritor? ¿Qué autores o lecturas han dejado huella en tu obra? ¿Cuáles son los libros que te han cambiado, a cuáles debes más?

Luis Manuel García (LMG): El verbo decidir equivale a un acto de la voluntad, a una elección personal y, hasta donde alcanzo, nunca decidí ser escritor. A los siete años comencé unos prolijos diarios, aunque mis aventuras no fueran comparables a las del Capitán Nemo y las del Tigre de la Malasia; a los quince, garabateaba unos poemas horribles que fueron debidamente incinerados. A los diecisiete, aunque tiraban de mí con la misma intensidad la literatura y las geociencias, pensé que si, al cabo, mi destino era convertirme en escritor, la vida me llevaría a ello. Por eso decidí (ahí sí) hacerme ingeniero geólogo y ejercí la profesión durante siete años. La geología me proporcionó una mirada diferente sobre la realidad, disciplina científica y herramientas de análisis, y mis cuatro años elaborando el mapa geológico de Cuba me permitieron conocer a fondo toda la geografía de la Isla, entrar en contacto con una demografía que de otro modo jamás hubiese conocido. Robándole horas al sueño, continué escribiendo, hasta que el riesgo de robarle todas las horas fue inminente, momento en que abdiqué de la geología y comencé a trabajar como periodista. Durante diez años intenté completar mi mapa humano de la Isla (médicos, agricultores japoneses en Isla de Pinos, putas, policías, soldados en Angola, maestros, pescadores en Namibia, estudiantes, guerrilleros, escritores, científicos). Todo se iba infiltrando poco a poco hacia mi literatura. Ella decidió hacerme escritor, no yo.

A mis primeras lecturas, las del asombro, sigo profesándoles todo mi agradecimiento: Julio Verne, Salgari, Defoe, Stevenson, Swift, Jack London y James Oliver Curwood; los clásicos de la ciencia ficción —Isaac Asimov, Clarke, Bradbury, H. G. Wells, A. E. Van Vogt, Edgar Rice Burroughs, Stanislav Lem, Arkadi y Boris Strugatski—, hasta que Melville, Tolstoi y Dostoievski me desplegaron los mapas de la literatura, al tiempo que Boris Vian y Poe me revelaban algunos túneles, y Aldous Huxley y George Orwell, las catacumbas. Tendría que añadir una larga lista de poetas que comenzaría con Omar Khayyam, Whitman, Antonio Machado, Eliseo Diego, Octavio Paz y, sobre todo, César Vallejo. Podría mencionarte cientos de autores y de obras que he leído con fervor, pero me limitaré a unas pocas que fueron verdaderas revelaciones: La montaña mágica, de Thomas Mann; El Quijote, de Cervantes; Crimen y castigo, de Dostoievski; Guerra y paz, de Tolstoi; El lobo estepario, de Hesse, y El tambor de hojalata, de Günter Grass; todo Alejo Carpentier, excepto La consagración de la primavera; todo Borges (sin excepto); Conversación en la catedral y La casa verde, de Vargas Llosa; Terra nostra, de Fuentes; El obsceno pájaro de la noche, de Donoso; Gran Sertón: Veredas, de Guimaraes Rosas; Yo el supremo, de Roa Bastos; Vida y destino, de Vasili Grossman; los cuentos de Felisberto Hernández, Maupassant, Kafka, Onetti y Cortázar. Si la admiración es influencia, de todos ellos y de muchos otros habrá huellas en mi obra, y de pintores como El Greco, Velázquez, Chagall y Dalí; o sonidos de Bach, Led Zeppelin, Benny Moré y Muddy Waters.

Varios estudiosos de tu obra señalan que la “cuentinovela” Habanecer marca la madurez de tu narrativa. ¿Hay un antes y un después de Habanecer? ¿Crees haber superado ese libro, que te popularizó y al que debes tantos éxitos? ¿Qué ha cambiado, desde entonces, en tu estilo literario y en tus preocupaciones como intelectual?

LMG:Habanecer, un libro complejo, experimental y con cierta vocación totalizadora, supuso un largo esfuerzo y verter en él experiencias, sueños y pesadillas acumulados durante muchos años, más la carpintería de dotar a materiales tan disímiles de una coherencia, intentar la asombrosa relación de continuidad en los frescos de la Capilla Sixtina. Y si no eres Miguel Ángel, eso cuesta lo suyo. En la edición española hay algunos ajustes del texto y, aunque en la técnica del fresco las correcciones de temple no tienen la durabilidad del buon fresco, confío en que soporten el paso del tiempo.

En ese libro yo era un joven estudiante de esgrima ensayando la estocada de Nevers, la manoymedia, la de cuarto de círculo. Si algunas de mis obras posteriores lo han superado o no, es algo que otros deberán juzgar. Pero, ciertamente, hay cosas que han cambiado. De entonces a acá, sobre todo a partir de El restaurador de almas, sin abandonar las búsquedas formales, creo que he aprendido a escuchar mejor a mis historias y que ellas me dicten la perspectiva, el punto de vista y el formato adecuados. De Vargas Llosa aprendí que las mejores estructuras son las invisibles. En lo esencial, mis preocupaciones (y mis obsesiones) no han variado demasiado. Contra aquella noción positivista del hombre como constructor de la Historia, mi narrativa gira alrededor del hombre como víctima de la Historia. Víctima insumisa o resignada, rebelde o pícara, esa insubordinación socarrona.

Eres de los pocos escritores que son capaces de manejar con acierto varios géneros. Cuando tienes una idea, ¿sabes si debes explotarla en forma de poema, ensayo, cuento o de novela? A la hora de escribir, ¿cómo te planteas las diferencias entre los géneros?

LMG: Como regla, cada idea viene ya en su propio envase. Sé de inmediato cuando un argumento es un cuento o una novela, mucho más en el caso de un ensayo. En ocasiones, un cuento largo termina convirtiéndose en noveleta, o una digresión en una novela se desprende embrionaria hasta cuajar como cuento. Son las excepciones. En el caso de la poesía, me visita muy de vez en vez, y no se trata de una idea a desarrollar sino de una pulsión que no admite postergaciones. Puede terminar en un poema o en la papelera, pero funciona según otras leyes. Hoy las fronteras entre los géneros son difusas: ensayonovelas, cuentiensayos, cuentinovelas. Habanecer es una especie de novela invertebrada, como Jardines invisibles, un libro inédito. El asunto es tratar cada argumento de forma individualizada, no a partir de su presunta identidad genérica. Hay cuentos de ambiente con el tempo demorado de una novela y pasajes de novelas relampagueantes como un cuento.

El libro Diario Delirio Habanerose inspira en tu regreso a Cuba luego de varios años de ausencia. En lo personal y en lo artístico, ¿qué te aportó volver a la Isla?

LMG: Mi hijo menor llegó a España con cuatro años, visitó Cuba a los diez y no se enteró de nada, de modo que a los diecinueve insistió en recuperar una imagen personal de su país. Ese es el germen del viaje. Fui anotando con asiduidad de notario los incidentes de nuestro retorno y, en particular, sus resonancias en mi hijo, y, ya en España, publiqué en mi blog Habaneceres un día del diario cada mañana. El libro se fraguó sin darme cuenta. Bastó añadir una serie de cuñas periodísticas y breves ensayos para situar al lector no cubano en un texto que, de otro modo, tomaría como un epílogo de lo real-maravilloso: lo real-desastroso. La primera consecuencia de ese retorno fue que mi hijo, quien nos hablaba hasta entonces de “vuestro país”, ahora se refiere a Cuba como “nuestro país”.

En lo personal, excepto la alegría de reencontrar a familiares y amigos, fue muy doloroso. Como visitar a una antigua novia y hallarla postrada y enferma. La ciudad que alguna vez hice mía solo persiste en la geografía de mi imaginación y en algunos islotes de amistad dispersos en un océano proceloso. Quienes en Cuba me tomaban por extranjero no andaban muy desencaminados. Sigo habitando La Habana, pero no esa.

¿Cuánto hay de ti en tus personajes y en tus obras? ¿Cuál de tus libros refleja más tu yo íntimo? ¿Eres más tú en la poesía, el ensayo, el cuento o la novela?

LMG: Decía Flaubert que “mediante un esfuerzo mental debemos ir hacia nuestros personajes, no obligarles a que ellos vengan a nosotros”, y así pudo afirmar que “Enma Bovary soy yo”, de modo que al describir el envenenamiento de su protagonista, tuvo “en la boca el sabor del arsénico con tanta intensidad” que sufrió dos indigestiones. Lo que quiero decir es que todos mis personajes participan de mí. Explícitamente, como el protagonista de Bitácora del silencio, la novela que acabo de concluir; el periodista migrañoso de Habanecer, o el geólogo de Test de Rorschach, mi último libro de cuentos. O implícitamente, no importa que se trate de un joven soldado que intenta suicidarse en Angola, un cura de Remedios en el siglo XVII o un verdugo inglés. Yo he sido todos ellos en el momento de escribirlos.

Decía André Gide que el verdadero novelista escucha a sus personajes y los vigila mientras actúan. Y Forster habla de la rebeldía de los personajes que, con frecuencia, reconfiguran a lo largo de la escritura su propio destino. Y advierte que “si se les concede una libertad completa, terminan por destrozar el libro a puntapiés y si se les conduce con demasiada severidad, se vengan muriéndose y destruyéndolo todo por descomposición interna”. De modo que, como decía Quiroga en el único punto de su decálogo que Cortázar consideraba perdurable, se trata de contar “como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno”. Ser tu personaje en el momento de la escritura y otorgarle la libertad que te otorgarías a ti mismo. No de otro modo se obtienen “personajes que se tienen por vivos, aunque nosotros sepamos que su vida es no vivir”, como diría Blanchot. Desde esa perspectiva, yo he sido todas mis Madames Bovary en cada momento. La medida en que sean estrictamente autobiográficos no tiene importancia. Lo único relevante es su autenticidad literaria. Y, al respecto, no hay distingos genéricos. Un exabrupto poético puede ser tan artificio literario (o disfrutar de “la verdad de las mentiras” a las que hacía referencia Vargas Llosa) como el Arrancacorazones de Boris Vian.

Como prosista y como poeta, trabajas el lenguaje y sabes aprovecharte creativamente de las transtextualidades, alegorías, tropología y lenguaje contemporáneo, especialmente de la norma lingüística cubana, del léxico popular. ¿Más allá de los temas y asuntos que abordas, te interesa hallar una voz narrativa o lírica que signe tu estilo?

LMG: Creo que a partir de El éxito del tigre mi voz narrativa se aleja de lo barroco e intenta un equilibrio entre la elegancia y la transparencia, aderezada con ironía y un humor socarrón, contenido (Cabrera Infante me enseñó que cuando la maestría se convierte en manía puede ser un desastre). Creo que me he movido de Carpentier hacia Borges. Hablo de intenciones, no de resultados. Que lo consiga o no es harina de otro costal. Pero esa es la voz del narrador cuando yo asumo ese papel, no la de mis personajes que son su voz, de modo que un niño que intenta explicar la catástrofe nuclear en Los Forasteros, un cura que se confiesa ante su Dios en El restaurador de almas, don Antolín del Corojo, un guajirito pinareño de quince años, o una divorciada con dos hijos en Habanecer están condenados a asumir su propia voz que no es la mía. O eso pretendo.

En el mundo materialista y utilitario donde el mercado manda, es difícil vivir de la literatura, sin embargo eres de los escasos escritores cubanos que en su exilio consiguen sobrevivir escribiendo, dictando conferencias, haciendo labor editorial. ¿Cómo logras compaginar estas labores y no caer en la literatura comercial?

LMG: En propiedad, nunca he vivido de mi literatura, sino de sus apéndices. La inmensa mayoría de los escritores estamos condenados a la apendicitis laboral: conferencias, periodismo, edición, docencia. O lo que aparezca. Durante los primeros años en España trabajé en un bar y en la campaña de la Agencia Tributaria, vendí seguros y pan, investigué para la Universidad de Jaén y di cursos de Narratología. Mis parroquianos del bar leían mi columna semanal en el Diario de Jaén. El exilio (emigración, éxodo, diáspora) es un duro oficio, como decía Nâzim Hikmet. Y para nosotros fue particularmente difícil llegar a un país ajeno, funámbulos sin red de seguridad, con dos maletas y un niño.

Los cubanos de mi generación aspirábamos a un empleo en consonancia con nuestra titulación y no todos soportan verse degradados a oficios de supervivencia durante los meses (años) que tardes en encontrar tu sitio, y sin la garantía de conseguirlo. En Cuba mi literatura obtuvo espacio editorial y reconocimiento. Y nunca fue censurada. No así mi periodismo. Después de publicar El Caso Sandra, me condenaron a escribir sobre historia antigua y planetas lejanos. Cualquier suceso posterior a la Revolución Francesa era de candente actualidad y debía abstenerme. Era un médico obligado a diagnosticar un resfriado y recetar aspirinas a la sociedad aquejada de cáncer terminal. Como bien sabe cualquier león de circo, la libertad tiene su precio. Y en el caso de los escritores exiliados no se limita a la falta de garantías o a la orfandad editorial. En el imaginario de la izquierda cultural europea, dejas de ser un genuino producto cultural de la Isla apto para ser exhibido en universidades y congresos. Si no abrazas con fervor los círculos de derechas, lo tienes más crudo. La izquierda biempensante se empecina en considerar de izquierdas al Gobierno de la Isla. De modo que un exiliado cubano socialdemócrata es una especie de Búfalo Bill disfrazado de Toro Sentado. Y quince años atrás eso era más drástico. Pero escribir no es una elección. Con mayor o menor intensidad, en dependencia del tiempo físico y del tiempo mental, he continuado escribiendo, de modo que a estas alturas la mitad de mis libros se han publicado en Cuba y la mitad, fuera de la Isla. Y consigo compaginarlo con los oficios alimenticios gracias a que el día tiene 24 horas y yo duermo seis.

Sobre lo que suele etiquetarse como literatura comercial no tengo prejuicios. Cien años de soledad es literatura comercial y buena literatura al mismo tiempo. Frederick Forsyth tiene cuentos espléndidos y novelas olvidables. Como Hemingway. Quizás no escriba una novela comercial porque no sé hacerlo. Si tuviera la garantía de que una novela va a recaudar cinco millones de euros y las habilidades para perpetrarla, posiblemente lo haría, para después dedicarme a escribir, única y exclusivamente, lo que me diera la gana.

¿Trabajar en la revista Encuentro te ha condicionado a la hora de escribir, ha influido en tus relaciones con otros intelectuales y con la política?

LMG: Como sabes, yo integré el primer consejo de redacción de Encuentro en 1996, trabajé como redactor online entre 2000 y 2002, y como jefe de redacción de la revista desde 2002 hasta su desaparición en 2009. No creo que ello cambiara mis relaciones con la política. Hoy firmaría de nuevo un artículo que publicó El País en 1994 o el que aparece en el primer número de Encuentro. Y mucho menos creo que ha condicionado mi forma de escribir, aunque, ciertamente, un editor tiene que desintoxicarse continuamente de palabras ajenas antes de sentarse a escribir su obra. Sí me permitió un conocimiento mucho más extenso, intenso y personal de la comunidad intelectual cubana, en especial la de la diáspora, completando mi cartografía de nuestra cultura, que no puede circunscribirse a una geografía o un ideario excluyentes. Me obligó a ponerme al corriente de vastas zonas que antes no había visitado y me otorgó el privilegio de editar muchos de los mejores textos que se han publicado en estos años. No siempre fue una tarea fácil, ni estoy satisfecho de todo lo que se publicó, pero sí con el 80 % (ya me gustaría estar satisfecho con el 80 % de mi propia obra). Y el resultado está a la vista: 54 números de una de las mejores publicaciones culturales cubanas, de los cuales 31 pasaron por mis manos palabra por palabra.

La mitad de tus libros los has escrito fuera de Cuba y hace dieciséis años te has asentado en España. ¿Te consideras parte de alguna generación literaria cubana o entiendes que dialogas al mismo tiempo con la literatura de la Isla y con el resto de la literatura de lengua española? En tu opinión, ¿hay diferencias de calidad o de actualidad entre los autores de dentro de Cuba y los de afuera? ¿Si alguna editorial de la Isla te propusiera sacar un libro tuyo el próximo año, darías tu beneplácito?

LMG: En 1981, Alex Fleites preparó una selección de cuentos, Hacer el amor, donde aparecían los (entonces) jóvenes narradores Francisco López Sacha, Arturo Arango, Reinaldo Montero, Leonardo Padura, Miguel Mejides, Luis Manuel García Méndez y Senel Paz. Acaba de aparecer, publicado por la Universidad Veracruzana, Deshacer el amor, del mismo compilador y con los mismos (ya no tan jóvenes, qué eufemismo) autores. Con todos mantengo cordiales relaciones y algunos me han premiado con su amistad desde la cercanía y desde la distancia. Si sumas a José Ramón Fajardo, Guillermo Vidal, Carlos Victoria, Abel Prieto, Mayra Montero, Rolando Sánchez Mejías y Abilio Estévez (que es, junto a Reinaldo Montero, uno de los escritores más admirables de ese grupo), tienes la foto de familia de la generación literaria a la cual pertenezco. Y no por razones cronológicas. Pienso que entre todos nosotros hay una comunidad de inquietudes y obsesiones que cada cual ha transcrito a su manera. Existen narradores españoles e iberoamericanos que me gustaría añadir a esa nómina, como Bernardo Atxaga, Antonio Muñoz Molina y Manuel Rivas, en España, o el chileno Roberto Bolaño, a los que leo con fruición, pero me temo que el peculiar universo de lo cubano donde nos formamos, cuya endogamia se ha ido disipando con el tiempo, los excluye de ciertas complicidades que entre nosotros no requieren notas al pie.

En cuanto a publicar en la Isla, no tengo ninguna objeción ni admitiría ninguna mutilación. Siempre he pensado que allí reside, al menos en teoría, la mayor parte de mis lectores potenciales. Pero en 2004 ni siquiera me permitieron presentar en la Isla El éxito del tigre. Claro que la evolución de las especies es ya un hecho científicamente comprobado.

Aunque tu narrativa expresa cubanía en el lenguaje y por muchos de los temas que abordas, está lejos de ser “costumbrista”. ¿Qué máximas tienes para escribir sobre Cuba y al mismo tiempo ganar universalidad con tu obra?

LMG: Ninguna. La universalidad, si la consigues, es lo más parecido a un milagro. Obtener un premio literario en el cual no has participado. Mi hijo se califica como europeo, ni siquiera como español. El patriotismo le parece la virtud de quienes no tienen otras. Su universalidad es un modo de vida. En un mundo globalizado, envidio su saludable espíritu apátrida. Pero yo nunca voy a dejar de respirar ni de hablar como cubano. No es una virtud ni un defecto. Es.

Sé que casi todos los pueblos tienen la sospecha de ser el pueblo elegido, y los cubanos no somos la excepción. Por eso cada vez me siento más lejos de esa cubanía exhibicionista, extrovertida, que apela a la demostración en lugar de recatarse en la emoción. Salvo que la oralidad cubana entre a saco en la historia por razones argumentales, aprecio en la literatura la cubanía (repito, ni virtud ni defecto) tangencial: un giro verbal, una palabra, el tono de determinadas frases, siempre que se ensamble cordialmente con el resto del discurso, o que sea simplemente ineludible. ¿Cómo se explica en el castellano de Valladolid que “el quimbombó que resbala es pa’ la yuca seca”?

Algunas de tus narraciones podrían ser catalogadas de “históricas”, “sociales”, “sociológicas”, “de tesis”. ¿Te sientes cómodo con una etiqueta en particular? ¿Te reconoces dentro de una tradición específica? ¿Qué piensas que puede hacer coherente una obra tan diversa y prolija como la tuya?

LMG: Como te dije con respecto a los géneros, las etiquetas me tienen sin cuidado. El Acuerdo de Schengen ha abolido en Europa las fronteras. La cultura comenzó antes: los romanos saquearon a los griegos; Shakespeare tomó argumentos griegos, daneses e italianos; Carpentier era más francés que La Marsellesa y hacía literatura latinoamericana; Bolaño pasea su 2666 por medio mundo. Obviamente, me inserto en la tradición literaria de nuestra lengua y en la literatura cubana (entendida como un espacio cultural que permitió a Lezama cifrar el epicentro de su mundo en el Paseo del Prado, y a Villaverde concluir en New York su Cecilia Valdés, no como un trozo de geografía), pero los americanos (de toda América), la sucursal más occidental de la cultura occidental, somos tributarios de una tradición que va de Homero a Junot Díaz. Una cultura omnívora que nos permite metabolizar el I Ching, a Kawabata o a Mishima.

Por otra parte, no tengo ni idea de qué puede hacer coherente mi obra, salvo el copyright y algunas obsesiones recurrentes.

Te propongo un juego que puede resultar interesante para ti y para tus lectores, al tiempo que ayudarnos a descubrir las “obsesiones recurrentes” en tu obra. Define con una frase o una metáfora, la esencia de tus libros:

- Sin perder la ternura (1987): el descubrimiento.
- Los amados de los dioses (1987): la angustia.
- Los forasteros (1988): la cartografía del tiempo y la distancia.
- Habanecer (1993, 2005): “Son los hombres los que hacen la ciudad y no sus murallas ni sus navíos”, decía Tucídides.
- El éxito deltigre (2003): las magias que fluyen bajo la apacible superficie de lo cotidiano.
- El señor de los naufragios (2011): los universos (im)probables.
- Un asombro pendiente (1994): testosterona envasada al vacío. Agítese antes de usarse.
- Utopiario (2003): el crepúsculo de los ídolos, diría Nietzsche.
- Aventuras eslavas de don Antolín del Corojo y Crónica del Nuevo Mundo según Iván el Terrible (1987): la mirada del otro.
- El restaurador de almas (2002): las víctimas indóciles de la Historia.
- Diario Delirio Habanero (2010): en busca del tiempo perdido (versión guaracha).

¿Cómo supones que será tu futuro? ¿Seguirás escribiendo, intentando vivir de y para la literatura?

LMG: De momento, hoy 10 de mayo se presenta en Cádiz El señor de los naufragios, publicado por Algaida. En esa mirada oblicua, cuentos que operan desde los pliegues de la realidad, los hombres pueden nacer con las palabras contadas; un náufrago puebla con la imaginación su isla desierta; los cofrades de todas las mitologías elevan su agradecimiento al hacedor supremo, y las calles, los edificios y los personajes se amotinan contra sus creadores. Cuando el clímax de dos amantes provoca el terremoto de Lisboa, los dioses peregrinan en busca de sus creyentes y son devueltos a sus cielos de origen, y cuando los hombres aprenden a transformar la realidad desde sus sueños, comprendemos que bajo la apacible superficie de lo cotidiano se mueven, inquietantes, otros mundos posibles o probables. Basta cazar las palabras que deambulan silvestres y pastorearlas con precaución hasta las páginas del libro.

He terminado una novela bastante larga, Bitácora del silencio, primera entrega de una tetralogía; una noveleta de cien páginas, Un día de octubre y sin ruido, y dos libros de cuentos: Jardines invisibles y Test de Rorschach. Tengo en el tintero (o en la memoria Ram) otro libro de cuentos, un par de novelas y el resto de la tetralogía. Así que hay trabajo para rato.

Lo otro que te puedo asegurar es que alguna vez (y espero que no sea demasiado pronto) abandonaré la literatura —y los frijoles negros y el brandy de Jerez y la respiración—, es decir, estiraré la pata, cantaré El Manisero y guardaré el carro. Y que si se cumplen mis deseos, mis cenizas abonarán una mata de mangos (la fruta que debió tentar a Adán y Eva, no una insípida manzana), de modo que alguna vez, bizcochuelo mediante, me infiltraré de contrabando en alguna muchacha desprevenida. Eso es lo más parecido a la inmortalidad.


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