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Literatura, Literatura cubana, Periodismo

¿Un ejemplo de audacia loca? La historia tras «El caso Sandra»

Entrevista a Luis Manuel García Méndez

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Luis Manuel García Méndez es uno de los más importantes narradores y periodistas cubanos. Con una obra que incluye numerosos premios y publicaciones y de la que podría hablarse inextenso, Luis Manuel marcó un antes y un después en el periodismo de la Isla cuando en 1987, desde las páginas de la revista Somos Jóvenes, publicó El caso Sandra, primer acercamiento en nuestra prensa al fenómeno de la prostitución en la Cuba postrevolucionaria. Radicado desde hace años en España, Luis Manuel nos cuenta al respecto.

¿Cómo llega a la vida de Luis Manuel el periodismo? ¿Tenías algún referente, algún modelo de periodista y/o periodismo?

Por pura casualidad.

En 1977, recién graduado de ingeniero geólogo, mi primer empleo fue como profesor en la Facultad de Tecnología del Centro Universitario de Pinar del Río, en Minas de Matahambre. Allí impartí ocho asignaturas, entre otras, Geología Histórica, Geología General, Paleontología y Estratigrafía, para la que escribí mi primer libro, Introducción a la Estratigrafía, el manual de la asignatura. Seguía escribiendo poesía, pero estaba centrado en mi profesión. En 1980, el decano y el partido de mi facultad propusieron al rector mi expulsión invocando el Decreto Ley nº 34, sobre “Conductas incompatibles con la función docente”, acusado (qué originales) de “problemas ideológicos”. En caso de hacerse efectiva, no sólo me expulsarían de la universidad, sino de mi vida profesional en un país donde existía por entonces un único empleador, y derogarían todos mis años de estudios. Con suerte, mi único empleo futuro relacionado con el subsuelo sería el de sepulturero. Tras un largo proceso, durante el cual apelé a todas las instancias posibles con una persistencia de náufrago, el rector no aprobó la expulsión con la condición de que “voluntariamente” solicitara mi traslado. Entre 1980 y 1984 trabajé en el Centro de Investigaciones Geológicas, de La Habana. Como estratígrafo, integré el equipo que realizaba por entonces el Mapa Geológico de Cuba a escala 1:500.000, lo cual me permitió conocer el resto de la Isla, y trazar mi propio mapa humano del país.

Pero algo había cambiado. Aunque había escrito y desechado mucha poesía, fue en 1981 cuando concluí mi primer libro de cuentos, Sin perder la ternura. Se lo di a leer a un escritor que ya había ascendido al estatus de édito, miembro de la que sería, para abreviar, mi propia generación literaria. Días más tarde, éste dictaminó, con una franqueza que lo honra, que lo mejor para mí sería no abandonar la Geología. Cuarenta años y veinte libros más tarde, continúo desoyendo el consejo. El libro obtuvo una mención en el concurso Luis Felipe Rodríguez de la Unión de Escritores en 1983, aunque no será publicado por la editorial Letras Cubanas hasta 1987.

Trabajaba como geólogo de 8 a 5 y escribía, con la dedicación proletaria que exige la narrativa, hasta las dos o las tres de la madrugada. Ante la perspectiva de morirme de sueño, cambié radicalmente de profesión y en 1984 me convertí en periodista de la revista Somos Jóvenes, a instancias de su director, Guillermo Cabrera. Dispondría de horario abierto y confiaba, no sin razón, en los vasos comunicantes entre periodismo y literatura, una transfusión de realidad.

Había leído, sobre todo, a los clásicos del periodismo literario, a los escritores convertidos en periodistas por casualidad o por vocación. Y me interesaba el periodismo que iba más allá de la noticia para adentrarse en la naturaleza humana y en la esencia de los conflictos que a veces escapan a la mirada inmediata del reportero. Y la revista, con su ritmo mensual, me permitía dedicar más tiempo a un reportaje o un artículo de lo que hubiera podido emplear en un periódico diario. Por otra parte, dado que no se trataba de una publicación cultural, sino de una revista de carácter general, podría tocar temas que me interesaran, fueran o no de naturaleza cultural, temas que terminarían alimentando mi propia literatura, como se ve en Habanecer.

En los años ochenta la revista Somos Jóvenes era una de las publicaciones más populares en Cuba por sus contenidos y atractivo diseño. ¿Podrías dar más detalles de cómo llegas allí? ¿Cómo se distribuía el trabajo entre los redactores de la publicación?

Guillermo Cabrera, el director de Somos Jóvenes, solía organizar una excursión anual con amigos y colaboradores de la revista. En 1981 o 1982, si mal no recuerdo, se acercó al instituto donde yo trabajaba buscando a alguien que le trazara la ruta del río Toa desde el nacimiento hasta la desembocadura. Busqué los mapas y le hice el trayecto, y entonces él me invitó a que los acompañara. A partir de entonces establecimos una relación de colaboración y amistad, y anualmente me enrolaba en la excursión de la revista. En 1984 ya me era imposible la coexistencia entre la geología y la literatura y estuve a punto de irme como corrector de pruebas y editor a una editorial científico técnica, algo que me permitiría trabajar en casa. Cuando se lo comenté, Guillermo me propuso irme de periodista a la revista, con la excusa de que escribiría allí sobre temas científicos y técnicos. En general, terminé escribiendo sobre cualquier cosa.

En la revista éramos un pequeño grupo de redactores comandados por Froilán Escobar que era el jefe de redacción, y mi amigo desde entonces. Con nosotros estuvo un tiempo H Zumbado, pero durante mis años allí (1984-1994) los redactores fijos éramos Mayra Beatriz, Caridad Carrobello y yo, con Wildy y Argel como fotógrafos. Solíamos reunirnos semanalmente para debatir sobre el próximo número, fijar la fecha de cierre y repartirnos los trabajos que solían depender, en gran medida, de la iniciativa de los redactores, aunque también se nos encomendaban trabajos a propuesta de Froilán o de Guillermo Cabrera. Por lo demás, trabajamos con mucha independencia.

Mientras la Unión Soviética, bajo la égida de Mijaíl Sergueievich Gorbachov, inicia la Perestroika y comienza la Glásnot o Política de Transparencia Informativa, Cuba se enfrenta a una tímida Rectificación de Errores y Tendencias Negativas. ¿Cuánto tuvo que ver esta situación con el hecho de que en Somos Jóvenes aparecieran algunos trabajos que denunciaban problemas sociales?

Había tenido lugar entre 1986 y 1987 una ofensiva “crítica” a las deformaciones entronizadas durante tres lustros o poco menos, período durante el cual nada de ello fue observado, o al menos denunciado, por la prensa. Para nuestro asombro, FC en persona nos comunicaba desde la tele, con la furia de Ulises a su regreso a Itaca después de largo viaje, que todo lo hecho en los últimos 15 años era un desastre, y que “ahora sí íbamos a construir el socialismo”. Mi padre jamás se recuperó de aquella noticia. Empezó a hablarse por entonces de una “nueva política informativa”, de un “periodismo de opinión”, del “ejercicio del criterio”, pero lo cierto es que hasta fines de 1987 —y en mi opinión hasta hoy—, el discurso periodístico no había (ha) superado (ni siquiera igualado) en profundidad crítica, nivel de análisis y novedad informativa, al discurso político. Y eso es mucho decir. Una especie de culminación fue el V congreso de la UJC, donde las críticas de los jóvenes subieron de tono y rastrearon sectores de la realidad hasta entonces intocados.

En el IV Congreso de la UJC, muchos jóvenes hablaron sin eufemismos de cuanto les preocupaba. Me consta que se trató de una explosión provocada con mando a distancia. Antes del congreso, Roberto Robaina, por entonces Secretario General de la UJC, recorrió la Isla de punta a punta, expresando atrevidos planteamientos ante los jóvenes. Alentados, y con toda la imprudencia de sus años mozos, ellos lo soltaron más tarde en el Congreso, ante las mismísimas barbas del vecino, y alguna otra cosilla más que tenían atragantada. Roberto Robaina cedió complaciente la palabra y, por respeto a sus mayores, durante todo el congreso no dijo ni pío, a pesar de lo cual pasó al imaginario público como el héroe de la película.

Se hablaba por entonces de la nueva política informativa, partiendo de una frase de Fidel Castro en el contexto del llamado “proceso de rectificación”:

“Estoy convencido de que no nos debilita el que lavemos los trapos al aire libre (…) estoy convencido que lo que nos asfixia, nos infecta, nos ahoga, es no lavar nunca trapos sucios por temor de que el enemigo se entere allá en Miami, o allá, los imperialistas, y utilicen esto para atacarnos (…) Ningún enemigo nos va a criticar mejor que lo que nos criticamos nosotros. Porque nosotros sabemos mejor que nuestros enemigos dónde están nuestros problemas (…) Incluso al enemigo le quitamos las armas, lo dejamos sin armas.

“(…) antes que la suciedad nos sepulte, es mucho mejor lavar los trapos al aire libre, (…) qué fuerza nos da, qué moral, qué autoridad!”. (Discurso en el II Pleno del CC del PCC. Cuba Socialista, La Habana. Septiembre‑Octubre, 1986).

Frases que no pretendían ser otra cosa que eso: una serie de palabras unidas por las leyes de la sintaxis. Y que algunos periodistas nos tomamos por entonces en serio, para nuestra desgracia. Aunque en serio en serio sólo las han puesto en práctica, mucho después, los valientes periodistas alternativos satanizados por el gobierno cubano. Con su amnesia característica, él olvidó rápidamente sus propias palabras una vez obtenidos los resultados que esperaba. Aunque eso lo supimos más tarde.

Vamos a la génesis de El caso Sandra. ¿Cómo surge la idea de investigar sobre la prostitución en Cuba en momentos en los que se negaba desde la oficialidad la dimensión de este fenómeno?

Dotados de la herramienta teórica suministrada por el propio FC y en medio del espíritu que impregnó el congreso de la UJC, la revista Somos Jóvenes se propuso jugar el papel de eco y continuador de ese congreso. Nueva política editorial que tuvo su inicio en una entrevista de todo el colectivo a Roberto Robaina, publicada en marzo de 1987 bajo la firma de Mayra Beatriz, donde se dilucidaban algunos temas espinosos que ya habíamos sondeado entre la juventud.

Al decir que la revista pretendió hacerse eco y continuadora del congreso no hablo en términos literales. No nos correspondía dar noticia del cumplimiento de los acuerdos o indagar, exclusivamente, no excluyentemente, sólo los temas abordados en el evento, sino muchos otros que incidieran en la vida de los jóvenes y en el devenir de toda la sociedad.

Esta estrategia fue discutida con la dirección de la UJC, incluso a nivel de detalle, dándoles participación en nuestras reuniones de redacción, donde se trazó la política editorial y donde la propuesta de los trabajos centrales era discutida en colectivo y analizada minuciosamente antes de ser llevada a la práctica. Del mismo modo que se leían y eran sometidos al debate colectivo los trabajos ya terminados (incluso El caso Sandra o un trabajo sobre el fraude académico, aparecido en el mismo número, y que ejercía a mi juicio una cirugía mucho mayor de la sociedad). Un ambiente de participación y compromiso total con lo que hacíamos reinó durante aquellos meses. Creíamos en la necesidad de nuestro trabajo, en la función social que estábamos cumpliendo, y eso nos hacía más felices que cualquier reconocimiento. Transitamos en unos pocos meses la distancia que va desde un periodismo ligero, sonriente, algo farandulero y por momentos infantiloide, hasta un intenso compromiso con la realidad, que nos compulsaba a crecernos como profesionales, dado que el tratamiento de temas nuevos y escabrosos en condiciones de libertad vigilada, para decirlo rápido y mal, nos obligaba a una precisión de lenguaje y construcción digna de funambulistas sin red de seguridad; a un rigor en la búsqueda de información y la selección de las fuentes, sin precedentes (al menos para mí). Conocíamos los riesgos que nos esperaban mar adentro, pero éramos felices al alejarnos de las playas donde un periodismo facilongo y cómodo iba quedando atrás.

Eran tiempos de glasnost y perestroika en la metrópoli del comunismo, algo que en el demos de la isla despertó esperanzas de regeneración cívica hacia un socialismo participativo, transparente, democrático y eficiente. Al movimiento contestatario de los artistas plásticos, la iniciativa Paideia y un debate ideológico en sintonía con la renovación soviética, se sumó tímidamente la prensa, habituada a su tradicional obediencia.

Varios trabajos concebidos dentro de esta política habían sido publicados ya y decenas estaban en curso cuando apareció, en el número doble de septiembre de 1987, El Caso Sandra.

Como periodista de una revista juvenil me aproximaba con frecuencia a las inquietudes y preocupaciones de los jóvenes, los ambientes en que se movían, La Habana nocturna y los conflictos con que se enfrentaban día a día para superar circunstancias que en los últimos 60 años nunca han sido fáciles. En ese contexto, fui testigo del crecimiento de la prostitución alrededor de los hoteles de lujo asociada a un lento pero imparable crecimiento del turismo que hacía posible a aquellas precursoras un ecosistema favorable. Como explico en el reportaje, la técnica era siempre elusiva y mucho más sofisticada que la prostitución tradicional de tarifa fija. Tenía el encanto añadido, para el turista crédulo, del amor como ficción instantánea.

Conocido el fenómeno, aunque no masivo por entonces sí visible, bastó que lo propusiera a la redacción de la revista para que me dieran luz verde. Guillermo Cabrera, nuestro director, no sólo era un hombre de la nomenklatura, sino también un excelente periodista con visión de lo que podía enganchar a los lectores. Y también, dentro de eso, de lo que se podía hacer. Aparte de ser un buen profesional era también un devoto creyente y su Dios era, dos en uno, Jehová y el Mesías, Fidel Castro. De modo que en la puerta de la redacción habrían podido inscribir en letras de mármol la máxima: “Permitido jugar con la cadena, pero jamás con el mono”. Dado el ambiente de la época y la propia exhortación del líder supremo y el hecho de que la prostitución podría atribuirse a uno de esos males colaterales que él invitaba a combatir, Guillermo Cabrera dio el visto bueno con el apoyo de la máxima dirección de la UJC, que prometió apoyarnos en caso de que tuviéramos algún problema.

¿Se concretaron esas promesas de apoyos a tu investigación? ¿Cuánto tiempo te tomó?

Todo el apoyo de la redacción y de la dirección de la revista, tanto de Froilán Escobar, el jefe de redacción, como de Guillermo Cabrera, nuestro director. Durante los tres meses que estuve investigando para escribir El Caso Sandra, prácticamente pude trabajar a tiempo completo, documentarme, entrevistar a numerosas personas, no sólo a prostitutas, entre las cuales encontré familiares, carpeteros de hoteles, policías, turistas consumidores del producto, taxistas, cantineros, etcétera.

La redacción final me tomó una semana, una vez reunidos todos los materiales

Tu trabajo periodístico supuestamente sigue el accionar de una muchacha, pero aclaras que Sandra no es necesariamente una sola persona, sino que puede ser la conjunción, la mezcla de los avatares de varias jóvenes, e incluso refieres la anécdota de chicas cubanas que en aquel momento ejercían en prostíbulos de otros países. ¿Cuántas mujeres entrevistaste para con sus historias de vida conformar el personaje de Sandra? ¿En qué lugares se desarrolló tu investigación? ¿Tuviste colaboradores?

Antes de publicar el texto lo compartí con Sandra, que no se llama Sandra, desde luego, le expliqué algunas anécdotas añadidas que no le pertenecían y que había extraído de otros testimoniantes, y estuvo de acuerdo en publicarlo con esas pequeñas variaciones que, entre otras cosas, le permitían ocultar su identidad, algo crucial en aquel momento donde la tenencia de dólares o la prostitución podrían acarrearle hasta siete años de prisión. Y también de cara a personas de su familia que preferían no conocer las interioridades de su oficio. Pero, en lo esencial, el personaje central es absolutamente testimonial. Incluso en las circunstancias añadidas no hay ficción: responden a otros testimonios. La referencia a prostitutas cubanas en otros ámbitos geográficos me vino directamente de las testimoniantes, quienes me narraron los casos de antiguas colegas que, tras haber conseguido su fasten, es decir, su vuelo, habían terminado ejerciendo en remotas geografías. Dada la fuente de la información, nunca tendremos la absoluta certeza de su verosimilitud, pero a la luz de las informaciones que he obtenido fuera de Cuba, posiblemente la realidad supere al texto. No puedo decirte en este momento con exactitud la cantidad de chica que entrevisté, pero rondan las 15, y los lugares fueron, principalmente, La Habana, y en segundo lugar Varadero. El hotel Habana Libre fue una fuente insustituible, la Tasca (en aquella época la llamaban la Putasca) de la Marina Hemingway, La Maison, etc.

Durante las primeras incursiones al Habana Libre me acompañó Wildy, el fotógrafo de la revista, pero rápidamente me percaté de que las fotos, lejos de documentar, espantaban a las testimoniantes, de modo que a partir de ahí trabajé solo.

Tu prostituta atraviesa por distintas etapas y modus operandis y junto a ella aparecen el personaje del chulo o proxeneta, la violencia que suele rodear este oficio y la presencia de extranjeros entre los “clientes” de Sandra. ¿Qué dimensiones reales tenían en ese momento estos fenómenos en un país que aún no abría sus puertas al turismo internacional y con una reducida planta hotelera?

Aunque la planta hotelera se haya multiplicado desde entonces, ya en aquella época existía un turismo muy visible. Si bien la jinetera no era por entonces el personaje del folclor nacional que ha terminado siendo, también era, al menos en La Habana, una presencia visible para quien quisiera verla. Y siempre que aparece la demanda aparece la oferta, rodeada por los elementos que favorecen su feliz floración: carpeteros, taxistas, policías indulgentes. Recuerda que desde finales de los años 70, diez años atrás, se habían permitido las visitas de la “comunidad cubana en el exterior”, que apareció cargada de maletas, despertando en los nativos unas apetencias de consumo que la inmensa mayoría no podía sufragar con su salario. De modo que las tiendas en dólares se convirtieron en una “ventana abierta al mundo” que sólo podían abrir los portadores de billetes enemigos. Era un mercado atractivo al que los cubanos sólo podían acceder mediante el único capital que le había dejado la flamante “dictadura del proletariado”: su propio cuerpo. Y en Cuba, para nuestra suerte, los cuerpos gloriosos nunca han escaseado.

En cuanto a la magnitud del fenómeno, si hoy no existen estadísticas fiables, en aquel momento muchísimo menos. Sólo supimos, años más tarde, por boca de Fidel Castro, que nuestras putas eran las más cultas del mundo. Y saludables.

PosData

Aunque no me lo has preguntado, te añado un par de cosas.

La repercusión de El caso Sandra no se hizo esperar. La prensa hizo silencio al respecto (salvo un artículo pequeño donde se anunciaba el número unos días antes de que saliera a la venta), pero los 250.000 ejemplares de la revista se agotaron en horas. Mientras para algunos aquello era un acto aplaudible de audacia loca, para otros era un artículo contrarrevolucionario que sacaba a relucir, con alevosía y ensañamiento, los trapos sucios, ofreciendo de ese modo armas al enemigo para atacarnos. Ni unos ni otros tenían razón. La segunda opinión ya ha sido refutada antes por el propio FC en la frase citada. La primera, por toda la explicación anterior donde se constata que el artículo fue parte de una política editorial, no un acto insensato y temerario.

En el mismo número aparecía otro artículo, “Fraude ¿académico?”, sobre el fraude escolar promovido desde las más altas instituciones educativas con intenciones estadísticas. Pero el artículo iba más allá: demostraba que no se circunscribía a lo académico. Era un reflejo del fraude mayor, el divorcio entre discurso y realidad, un perfecto sistema pedagógico para educar a las nuevas generaciones en la simulación y el oportunismo. A pesar de que éste era un problema medular y de mayor calado en la vida nacional, el que despertó más interés en los lectores (y más alarma en el poder) fue “El caso Sandra”, al ser el primer testimonio periodístico de un fenómeno que es ya parte del folklore nacional.

Puedo aclarar que ni yo fui encarcelado, ni el director fue removido (ya por entonces había sido promovido a subdirector del periódico Granma). Pero sí hubo consecuencias: la primera fue una reunión, a la que fuimos convocados todos una noche de noviembre, creo recordar que bastante fría.

Por orden del Altísimo, toda la redacción fue citada al Comité Central del Partido Comunista con Roberto Robaina y Carlos Aldana, capo di tutti capi de la prensa cubana. El propósito era separar las papas podridas de las arrepentidas y “desinfectar” aquella redacción pendenciera. Lo que ellos no esperaban era que la redacción casi en pleno (15 de 17) manifestara su corresponsabilidad. Más allá de la autoría material, todos se declararon orgullosamente culpables de aquel desafuero. De verse nuevamente en condiciones de decidir, harían lo mismo. (¿Quién mató al Comendador? Fuenteovejuna, señor). Roberto Robaina, que conocía de antemano los textos y prometió defendernos en caso de conflicto, tenía tanto miedo aquella noche que daba lástima, y se declaró inocente de todos los cargos. Aldana y Robaina ingresarían años más tarde en la necrópolis de los cadáveres políticos, pero por entonces eran poderosos, en orden alfabético. El verdadero presidente de la reunión, cuyo espíritu vagaba entre nosotros, se fue desmaterializando lentamente hasta desaparecer.

No sé si, al cabo de 33 años, la última edad de Cristo, por cierto, alguno se haya arrepentido. Yo confieso que ni antes ni después he sentido como aquel día el privilegio de pertenecer a un equipo. Y que a pesar de lo manoseada, la palabra “compañeros” podía mostrar su auténtico significado.

Roberto Robaina, quien conocía el artículo desde su fase larval de manuscrito, acordó con el director de Somos Jóvenes un pacto de caballeros: “oficialmente” desconocía el texto, pero una vez publicado, nos apoyaría, con todo el peso de la UJC, frente a cualquier represalia. Aquella noche ante Carlos Aldana sentí un justo orgullo por mis compañeros, equiparable en intensidad a la lástima que me inspiró un Roberto Robaina tembloroso, que con un hilo de voz se sumó a las acusaciones del Sumo Pontífice de la información cubana. Todos sabíamos que él había leído el artículo mucho antes, sabíamos de su pacto. Pero ni así nos rebajamos a denunciarlo, de lo que aún me alegro.

Mientras se preparaba el siguiente número, donde aparecería un largo reportaje, “Perseguirlo y aniquilarlo”, sobre los privilegios de la nomenklatura, así como sendos textos sobre el SIDA, un secreto de Estado por entonces, y la homosexualidad en Cuba. Pero, como bien decía la guaracha de Carlos Puebla, “llegó el Comandante y mandó a parar”. La tirada íntegra del número 95, ya impreso, fue convertida en pulpa. Armaron a la carrera un sucedáneo con textos inocuos, rescatados de la papelera y del archivo.

Ante la imposibilidad de despedir a una redacción en pleno sin provocar demasiado escándalo, nombraron directora a una de las dos personas que votaron en contra, y desde ese momento fui condenado a escribir sobre planetas distantes e historia antigua. Todo suceso posterior a la Revolución Francesa era de candente actualidad y quedaría vetado para mí durante los próximos años.

Las exhortaciones a un periodismo crítico se apagaron, y comprendí que no nos llamaban a colaborar con la renovación moral de la sociedad o su mejoramiento, sino como instrumentos para un ajuste de cuentas cuyo origen se remontaba a 1970, cuando la Zafra de los Diez Millones concluyó la sistemática ruina de la economía cubana iniciada en 1959. Para continuar subvencionando el país, los soviéticos pusieron como condición que la economía fuese dirigida y planificada por especialistas; no sujeta a las estrafalarias iluminaciones del líder. A regañadientes, éste se recluyó en la geopolítica mundial, guerras africanas y cumbres internacionales. Pero nunca olvidó. Quince años más tarde, con el desmerengamiento de la URSS en el horizonte, llegó el momento de ajustar las cuentas a aquellos tecnócratas que intentaron sovietizar el Caribe. A la prensa se le encomendó ventilar sus desaciertos. Una vez concluida la demolición, el líder recuperó el ameno voluntarismo de los inolvidables años 60, y su estilo de dirección, tan imprevisible como una jam session. La prensa podía dedicarse de nuevo a sus tradicionales labores de agitación y propaganda.

Desde ese momento toda una línea editorial planteada, decenas de trabajos en curso (tanto los que se estaban elaborando como aquellos que ya habían pasado por distintas fases poligráficas) fueron postergados, reanalizados o simplemente confiados a la gaveta hasta nuevo aviso. Se estimó que “ese no era el periodismo que el momento histórico demandaba”. Y ya se sabe que el momentómetro es un instrumento muy delicado.

Tres años después, el nuevo secretario de la UJC, diría de uno de aquellos artículos proscritos:

—Qué falta nos hubiera hecho este trabajo en su momento.

Yo me limité a mandarlo al carajo con mis mejores modales.

Otro de los míos, sobre la homosexualidad en Cuba, salió en las propias páginas de la revista siete años más tarde, en 1994, cuando ya nos habíamos enterado por Fresa y Chocolate que existían homosexuales criollos, y cuando los que entrevisté debían estar en fase de prejubilación.

Algunos se han publicado en fechas recientes, aún cuando emanara de ellos cierto tufillo a hemeroteca abandonada. Otros, casi todos de Mayra Beatriz, fueron rehechos y actualizados, constituyendo lo más digno de lectura en la Somos Jóvenes de los 90. Los menos afortunados permanecerán en sus gavetas per secula seculorum.

Ser confinado a las misceláneas abolió mi interés por el periodismo (cubano), pero me concedió mucho tiempo libre, de modo que pude dedicar dos años casi íntegros a escribir Habanecer, la cuentinovela que obtendría en 1990 el Premio Casa de las Américas de cuento y, tras su publicación, el Premio Nacional de la Crítica.

En 26 años fuera de Cuba, he conversado con muchos que en su día creyeron en la posibilidad de un mundo más justo a nuestro alcance, en la pureza de los fines a pesar de la precariedad de los medios. Hasta que comprendieron y se desencantaron. Precoz o tardíamente, no importa. Algunos consideran su credulidad un error. Yo insisto en lo contrario. El día que triunfó la Revolución yo cumplí cinco años. El día que salí de Cuba había cumplido 40. Desde que me quité la pañoleta de pionero, dejé de creer en los Tres Reyes Magos, la cigüeña obstetra y la infalibilidad de los hombres. Pero insistí en la idea de que bastaría una dosis colectiva de cerebro, corazón y cojones, para evitar que unos pocos vampirizaran el sueño de muchos. Sobreestimé la anatomía. Tuve que presenciar lobotomías, sacrificios aztecas y compatriotas capados a mandarria. No obstante, sigo sin arrepentirme de haber soñado, sobre todo porque jamás impuse a nadie mi sueño a punta de pistola ideológica. Creo que más vale haberse caído de la mata que nunca haber trepado. Y, de hecho, no me caí de golpe. Me varearon a desilusiones, hasta que me sentí un comemierda ornamental entre las ramas; mientras, recostados al tronco, ellos se comían, uno por uno, todos los mangos maduros. La historia de este artículo es en parte la historia de ese descenso.

La vida tiene sus ironías, y El caso Sandra fue superado con creces. Quienes se asombraron alguna vez ante las aventuras de una prostituta, vieron después prostituirse a generales y altos oficiales que traficaban cocaína; dieron consejos náuticos a quienes convirtieron el malecón en astillero espontáneo, antes de echarse a la mar sobre cuatro tablas y una esperanza. Y lo más patético: se vio a José Martí agachando la mirada abochornado en los billetes de a peso, ante la socarrona sonrisa de George Washington.

Del barullo original (casi digo el pecado original) sólo queda una rara persistencia en la memoria de la gente, que sigue preguntando por el final de aquella historia. El tiempo ha ido apagando las discusiones, suavizándolas gracias a ese ingrediente sutil que es el olvido. Yo sólo recuerdo con nitidez el rostro de aquella muchacha, sus manos improvisando un baile convulso en los brazos del butacón y su voz, tan vieja y cansada como supongo que sea la voz de la noche.

Luis Manuel García Méndez.


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