Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Apariencia de cambio y 'Carril Dos'

El debate ideológico está a punto de tocar a las puertas de la Plaza de la Revolución ante la expectativa de un nuevo gobierno en Washington.

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Por momentos da la impresión que la Isla alberga dos naciones distintas. Durante unos dos años hemos asistido al desarrollo de una política exterior exitosa por parte de La Habana. Hemos visto multiplicarse los acuerdos, diversificarse las fuentes de ingresos y consolidarse un importante número de inversiones.

Desde algunos meses antes de lo que fue primero traspaso temporal del poder de Fidel Castro, y luego abandono casi definitivo, Cuba ha sido capaz de superar o de comenzar a superar algunos de sus problemas tradicionales —desde la falta de fluido eléctrico hasta la carencia de un sistema ferroviario adecuado y una escasez crónica de ómnibus urbanos— y de reconocer de forma oficial y pública la crisis que enfrenta en sectores claves como la edificación de viviendas y el sistema educativo.

De una forma, que ya va dando la impresión de algo cotidiano, se ha permitido la expresión de opiniones diversas —bien es cierto que en limitados asuntos— y el crecimiento de la aceptación de formas alternativas de conducta, más allá del patrón oficial, en aspectos que van de las preferencias sexuales al modo de ganar dinero por medios lícitos.

La única novedad

Con una consistencia absoluta, que desafía los pronósticos, hemos asistido a un traspaso de poder —por momentos de alcance limitado, otras veces más amplio de lo esperado— que ha podido prescindir por completo de la interferencia de Washington, que ha sabido poner coto a cualquier influencia desde Miami y que, por último, se da el lujo de despreciar cualquier intento de acercamiento, hasta tanto no se defina en noviembre el resultado electoral. Un resultado que a noventa millas de la Plaza de la Revolución podría cambiar o no —siempre sin grandes sorpresas y sin giros espectaculares— los intercambios o la falta de éstos entre dos países que por casi medio siglo han sido enemigos declarados, ajenos y cercanos al mismo tiempo en intereses y proyecciones.

Y de pronto, lo único novedoso en varios días, es el surgimiento de una tienda que vende escobas y recogedores, entre artículos de ferretería diversos, al estilo de cualquier otra de Miami.

Asombra la distancia entre todo ese aparato efectivo de control nacional, que ha logrado mantenerse sin variaciones, ese esfuerzo que avanza —y que ya comienza a rendir frutos— de desarrollar nuevos sectores productivos y de ampliar los servicios de cara al turismo internacional, y esos resultados tan pobres, en lo que tiene que ver con la satisfacción de las necesidades de la población, que de pronto convierten en noticias el surgimiento de un puesto de fritas o la reapertura de una tienda de tarecos con precios exagerados. Como si fuera necesaria la actuación de un Estado poderoso para poner a la venta candados y tuberías. Ridículo que un aparato tan completo y complejo, a la hora de actuar con éxito en la esfera internacional, sea tan torpe y limitado cuando se trata de ofrecer unos cuantos artículos.

Porque del ensanchamiento o la disminución de la brecha entre la Cuba del ciudadano de a pie y la Cuba que a los ojos del mundo intenta ofrecer una visión de permanencia, estabilidad y desarrollo, depende el fracaso o el triunfo del gobierno de Raúl Castro.

Hasta ahora imposible de superar la etapa en que el líder supremo determinaba tanto la participación en un conflicto bélico, a miles de millas de distancia, como un nuevo sabor de helado, el país se arrastra entre la necesidad de que se multipliquen los supermercados, las viviendas, los establecimientos comerciales y las fuentes de empleos y el miedo a que todo esto sea imposible de lograr sin una sacudida que ponga en peligro o disminuya notablemente el alcance de los centros de poder tradicionales. Y por encima de esta indecisión entre la permanencia y el cambio, el peligro del caos.

Disyuntiva y camino paralelo

Las apariencias de estabilidad, sin embargo, no deben hacer olvidar que lo que hasta ahora ha resultado determinante —en casi todas las naciones que han enfrentado una situación similar— a la hora de definir el destino de un modelo socialista, es la capacidad para lograr que se multipliquen no mil escuelas de pensamiento sino centenares de supermercados y tiendas.

El mantenimiento de un poder férreo y obsoleto, que sobrevive por la capacidad de maniobrar frente a las coyunturas internacionales y que se sustenta fundamentalmente en la represión y el aniquilamiento de la voluntad individual, o el desarrollo de una sociedad que avanza en lo económico y en la satisfacción de las necesidades materiales de la población, sobre una base de una discriminación económica y social creciente —fiel reflejo de la existente en las democracias occidentales— y conserva a la vez el monopolio político clásico del sistema totalitario.

Esta disyuntiva, que abre un camino paralelo a las esperanzas de adopción de cualquiera de las alternativas democráticas existentes en Occidente, no es ajena a la realidad cubana. Poco a poco ha surgido en Cuba —frente a una impotencia occidental que de forma hipócrita mira sin querer ver y un temor nacional que no se atreve a declararlo— la necesidad de decidir un camino entre la China de hoy, de cara al futuro, y la Corea del Norte aferrada al ayer.

Por supuesto que ambas vías arrojan por la borda cualquier ilusión democrática, pero no por ello son cada vez más reales ante la aceptación —con disimulado júbilo o a regañadientes— de que la transformación política en la Isla es a largo plazo. Y sin embargo, se mantiene la presión económica que obliga a reconocer que el proyecto nacional de un país pequeño y tan interdependiente del espejismo de una imaginaria ciudad-Estado, que simboliza Miami, puede definirse sólo de forma frágil sobre el concepto de excepcionalidad.

¿Cómo conformarse con una nueva tienda cada tres o seis meses, si en esta ciudad, donde viven tantos cubanos, surgen decenas cada semana?


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