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A debate

Civilización y barbarie

¿Con todos y para el bien de todos? 'Nuestra América' u otra vuelta de tuerca.

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Desafortunadamente, el debate a que dio origen el artículo de Jorge Camacho, Vigilar, temer y reformar , sobre José Martí y la raza negra, dio lugar a una discusión con Duanel Díaz —aunque no se me escapa que ha habido otras importantes intervenciones y hasta respuestas en forma de comentarios— que ha derivado en los ataques personales. No es mi intención aludir aquí a quién inició los mismos, ni, por tanto, echar más leña al fuego.

Creo que es posible —dada su importancia— mantener abierto el debate sin necesidad de recurrir a nada que no sean los textos martianos mismos, y es esto lo que quisiera hacer aquí. Lo que quiero hacer, entonces, es intentar demostrar al menos, que, contrario a lo que piensa Díaz, sobran los argumentos que demuestran que Martí no se desmarcó de la tesis sarmientana de civilización vs. barbarie. Y esto es algo que no debe ni asombrarnos ni causar estupor.

Más a menudo que no, en el centro mismo de los discursos emancipadores —en cualquiera de ellos y dondequiera que se producen—, no resulta difícil encontrar en su interior aquello a lo que con más firmeza se oponen. Hacer una crítica de la mirada colonizadora es, sin dudas, más fácil que mirar hacia adentro y reconocer en lo más profundo de nuestro fervor antidictatorial a ese "dictadorcillo" que, en un comentario, menciona Iván de la Nuez.

No puede ser casual que en no pocos de los textos fundacionales del discurso latinoamericanista nos salga al paso, continuamente, el gesto que excluye al otro si no se integra al grupo, a las filas de la causa. En la famosa Carta de Jamaica, Bolívar —en la que, como se sabe, aunque sólo de manera tentativa, imagina lo que podría ser el futuro de América—, luego de sugerir que la Nueva Granada podría unirse a Venezuela y formar una república cuya capital, Maracaibo, estaría en "el soberbio puerto de Bahía-honda", dadas sus formidables riquezas naturales, que, por cierto, no olvida detallar, expresa: "Los salvajes que la habitan serían civilizados y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Goagira. Esta nación se llamaría Colombia, como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio".

Aprendida la lección colonial, El Libertador no vacila en proyectarla a la América futura. Ese "nuestras posesiones" recuerda demasiado, además, el lenguaje de los mismos colonizadores que él quería expulsar de América, para que echarlo fácilmente a un lado. Eso, para no hablar de la paradoja del impulso emancipador que busca sus orígenes en el origen mismo del dominio colonial.

Por esto, me parece decepcionante la manera tajante con que Duanel Díaz quiere, al parecer, clausurar la discusión: "nada […] desmiente el hecho de que lo que caracteriza el discurso martiano —ese discurso que tomó forma en la polémica con los autonomistas y en la propaganda de la guerra— es la idea de que 'cubano es más que negro, más que mulato, más que blanco' y la reivindicación de la autoctonía de América Latina".

Aunque no le parezca a él así, esta manera de plantear la discusión, tanto como su insistencia en que Martí se distancia realmente de Sarmiento en la oposición ya mencionada, lo acercan, en efecto —si es que no lo repite—, a lo dicho ya por Roberto Fernández Retamar.

Lo cierto es que, no obstante el distanciamiento de Sarmiento que el mismo Martí traza en Nuestra América, se desmorona en sus propias palabras (me refiero, claro, a las de Martí). No se trata de que el binarismo civilización-barbarie desaparezca en Martí, sino que sufre otros desplazamientos. Ahora los bárbaros son "los sietemesinos" o —utilizando una metáfora más eugenésica— los "insectos" que, dice, "le roen el hueso a la patria que los nutre", y a los que, sin ningún miramiento, pide "cargar en los barcos".

Sietemesinos, insectos, traidores, marcan a otro condenado a la exclusión, exclusión que está en la base misma de la formación de la identidad fuerte: Nuestra América.

Curiosamente, y por la proverbial ambigüedad del discurso martiano, ese otro —ese nuevo bárbaro— se mueve entre las figuras del desertor (el traidor político) y la del sujeto erótico, deseante y maricón —se sugiere—: "No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol".

Si para Sarmiento, el hombre civilizado era el hombre de la ciudad, para Martí, éste es ahora el bárbaro (en realidad, el monstruo, que es la nueva figura), mientras que el indio, el negro y el campesino (que para Sarmiento representaban la barbarie) pasan a ser ahora, no el hombre civilizado, sino el hombre natural. Estamos ante una reorganización de la oposición, pero no ante su clausura.

Si se quiere ver mejor lo que quiero decir, sigamos con Nuestra América. Una pregunta inevitable es la de a quién o a quiénes interpela el ensayo y con qué propósito. ¿Se dirige al indio "mudo", al negro "oteado", al campesino "creador"? No, se dirige a las élites americanas gobernantes y por gobernar. En realidad, Nuestra América podría leerse como un tratado de buen gobierno. Y el mensaje para esas élites es claro: o gobiernan bien —que para Martí significa con conocimiento de las realidades de sus países respectivos— o no podrán evitar los peligros que acechan.

En lo exterior, las ambiciones del naciente imperialismo norteamericano (en lo que sin dudas acertó), y en lo interior, perderán el gobierno a manos de la masa inculta: "En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella".

El discurso de Martí refleja su ya consabida ambivalencia hacia la modernidad. La preocupación —en lo interno— cae sobre los "elementos incultos" (¿bárbaros?) que quedan recluidos en una palabra tan amorfa como eso que nombra: la masa. Obsérvese que esa masa inculta tiene —oh, coincidencia— los mismos atributos que les eran conferidos a los "bárbaros", según se tratara de los negros, los chinos o los indios: perezosa, tímida.

Este miedo a la multitud, a la masa inculta, está asociado en el discurso martiano al desate de las fuerzas instintivas: "El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro".

En el centro mismo de Nuestra América hay una paradoja en la que se traban las nobles intenciones de Martí. Ese «hombre natural» que, afirma, ha vencido —y debe vencer— a los que llama «letrados artificiales», ¿son acaso el campesino, el negro y el indio? ¿No es esto, acaso, lo que cabría esperar? Pero, desde luego, ¿no son también ellos —sobre todo el negro y el indio— esos que componen la «masa inculta»?

Martí mismo se encarga de aclarar esto cuando expresa: "El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras esta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés".

El comentario, leído con el mayor cuidado, es, sin dudas, inquietante. Ese «hombre natural» que, supuestamente, ha vencido, no es otro que la «masa inculta» que no solamente no ha vencido, sino que no debe vencer (es decir, hacerse del poder). El arte de gobernar bien consiste en no dañar al «hombre natural» y en no valerse de su sumisión —lo que es todavía más insidioso en un discurso que pretende marcar la distancia respecto a Sarmiento—.

Otra vez, Martí invoca el peligro que ello conllevaría: la violencia, la pérdida del orden. Más aún; no queda claro si esa sumisión es consustancial al «hombre natural» y de lo que se trata es de no forzarla más allá de lo necesario. Sobre todo porque aquí el «hombre natural» está presentado en términos de acatamiento a una "inteligencia superior".

¿Quién dice que Foucault no nos puede ser útil para leer a Martí? Precisamente, lo que estamos viendo en Martí es eso mismo que ya había señalado Foucault al referirse al tipo de intelectual que "decía la verdad a quienes aún no la veían, y en nombre de aquéllos que no podían decirla", uno que "encarnaba a la vez la conciencia y la elocuencia".

Según Foucault, aunque las masas "no tienen necesidad" de estos intelectuales "para saber", puesto que "saben claramente, perfectamente, lo saben mucho mejor que ellos", "existe un sistema de poder, que prohíbe, que invalida [el] discurso y [el] saber" de las masas. Y agrega: "Los propios intelectuales forman parte de ese sistema de poder, la idea de que son los agentes de la «conciencia» y del discurso pertenece a ese sistema" ("Los intelectuales y el poder", en Estrategias de poder. Barcelona: Paidós, 1999, p. 107).

La noción de una «masa inculta» que debe acatar los dictados de una «inteligencia superior» recircula, reactualiza la función civilizadora de las élites ilustradas, desde y a las que habla Nuestra América. Por esto, considero imprescindible insistir en eso que, de alguna manera, he sugerido al abordar Nuestra América. Al postular la necesidad de una "inteligencia superior", entrenada en el conocimiento de lo autóctono, del «hombre natural» como condición sine qua non para que esa misma inteligencia mantenga el poder, Martí nos fuerza a confrontar eso que está en el centro de las reflexiones de Foucault: la relación conocimiento-poder.

Hay un indudable —y bien importante— discurso emancipador en el ensayo martiano que comentamos, que no puede ser ni obviado ni negado. Pero ese discurso se refiere específicamente a las relaciones de América Latina con lo que, sin dudas, ya representaba una amenaza mayor: los deseos expansionistas de Estados Unidos. Es cierto que hay una mirada solidaria hacia el indio, el negro, el campesino, justamente aquellas figuras que Sarmiento había despreciado. Pero no debe olvidarse que indio, negro y campesino son objetos y no sujetos en este discurso. Después de todo, hay que ver cómo aparecen indio, negro y campesino en Nuestra América.

Significativamente, como ya vimos, el indio aparece "mudo" y el negro "oteado", a diferencia del campesino, que es a quien se llama "el creador". Con todo el avance que, respecto a Sarmiento, se observa en Martí, todavía su discurso se resiente de paternalismo. Nuestra América es un ejemplo de cómo el discurso de la liberación y anticolonialista no es, por lo general, consciente de sus propias contradicciones, de que lo que busca negar o exorcizar ya lo habita de algún modo.

Encontrar, traer a la luz —enfatizar incluso— esas contradicciones no significa o implica descalificar como un todo esa mirada, sino estar vigilantes para —hasta donde esto sea humanamente posible— sorprender a tiempo en nosotros, y salirle al paso, nuestro propio autoritarismo.

En un poema titulado "Paráfrasis sencilla", que precisamente parafrasea unos bien conocidos Versos Sencillos, de Martí, Ángel Escobar escribió: "Yo pienso, cuando me aterro, / como un Escobar sencillo, / en aquel blanco cuchillo / que me matará: soy negro. / Rojo, como en el desierto, / salió el sol al horizonte: / y alumbró a Escobar, ya muerto, / colgado, ausencia del monte. / Un niño me vio: tembló / de pasión por los que gimen: / y, ante mi muerte, juró / lavar con su vida el crimen".

El poema da cuenta, no sólo de la solidaridad, sino también del compromiso que el niño Martí contrajo con el negro ahorcado. Pero Escobar ve su cuerpo negro ninguneado —colgado, ausencia del monte— aun después que se cierra la escritura martiana y ocurre la inmolación en Dos Ríos. Nos habla desde la certeza de que nada puede salvar su carne negra del cuchillo blanco.

Ni Martí, ni la revolución cubana, ni la Cuba del día o de la semana siguiente, convencen al poeta de que "cubano es más que negro, más que mulato, más que blanco". Quizá porque estaba imbuido de esa sospecha radical con que, pienso, debemos escuchar o leer a los Mesías.


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