Cuando faltan argumentos…
Analizar el independentismo martiano como uno de los orígenes del castrismo no es seguir la lección escolar, sino reabrir un debate cerrado por Castro hace 40 años.
Sí, Jorge Camacho tendría que escribir muchas páginas para convencerme de que Martí no invierte el discurso civilizador de Sarmiento: en Nuestra América es demasiado clara la antinomia: si el uno reivindica la autoctonía contra los que llama "letrados de librería", y dice que "no hay batalla entre la civilización y la barbarie", el otro —¡vaya casualidad!— fue el que acuñó la famosa dicotomía.
Camacho podrá decir, como ha hecho a propósito de "Mi raza", que Nuestra América se escribió en el contexto de la preparación de la guerra, y conociendo como conoce al dedillo el corpus martiano, acaso encuentre algún apunte donde Martí esboce una idea diferente; nada de ello desmiente el hecho de que lo que caracteriza el discurso martiano —ese discurso que tomó forma en la polémica con los autonomistas y en la propaganda de la guerra— es la idea de que "cubano es más que negro, más que mulato, más que blanco" y la reivindicación de la autoctonía de América Latina.
Reconocer esto no significa, desde luego, "defender" a Martí de los desmitificadores como Camacho; claro que la retórica martiana de la fraternidad racial alimentó el "mito de democracia racial" —para decirlo como Aline Helg— que legitimó la ilegalización de los Independientes de Color y, a la postre, la masacre de 1912.
Camacho se busca un blanco de paja cuando afirma que al colocar a Martí en las antípodas de Sarmiento reproduzco la visión de Retamar, según la cual "Martí es el bueno, Sarmiento es el malo". Justamente, esta polémica comenzó con un artículo donde yo señalaba, a propósito de Cuba y su evolución colonial, la paradoja de que hayan sido los letrados positivistas tan criticados por Martí quienes entregaron esos estudios sobre los "factores del país" que en Nuestra América aquel pedía.
Publicado el 20 de mayo, ese artículo breve resultaba, desde luego, insuficiente para la conmemoración, y por ello escribí otro sobre la vigencia de aquel debate entre independentismo y autonomismo, a más de un siglo del fin de la Guerra del 95. Fue entonces cuando apareció Camacho diciendo que insistir en ese contraste era "ingenuo y simplista", pues todos —tanto Martí como los positivistas— eran parte del liberalismo decimonónico analizado por Foucault.
Que ahora me atribuya una apología tercermundista de Martí —que cualquier lector puede comprobar que no hice—, acaso evidencia que el erudito Camacho se ha quedado falto de argumentos; no veo en su último artículo una réplica convincente para mi insistencia en que volver sobre la contradicción del independentismo y el autonomismo no es tan simplista ni tan ingenuo.
Al parecer, Camacho se sacó a Foucault de debajo de la manga como quien saca un as de triunfo, pensando que traía "la última", y ante mi señalamiento de la dificultad de plantear a partir de ahí el caso cubano, sin perder de vista la diferencia entre democracia y totalitarismo —aparente o accesoria desde la perspectiva radical de Foucault y otros pensadores contemporáneos, como Agamben y Zizek—, no ha podido sino adoptar una ridícula pose de superioridad intelectual.
En el colmo del paternalismo, Camacho se muestra dispuesto a explicarnos matices, recomienda otros escritos suyos, y llega a afirmar que no discrepa con nosotros, sino con esos autores que no hacemos sino reproducir acríticamente: Retamar, Ortiz, Marinello y Julio Ramos.
Somos ventrílocuos de aquellos, y es él, Jorge Camacho, quien vendría a liberarnos de semejante dictadura. Pero para eso —dice— tenemos que dejar de repetir "la lección de la escuelita". Resulta, sin embargo, que lo que me enseñaron en la escuela era que los autonomistas —reformistas de fin de siglo XIX— eran anticubanos; eso dicen, de una forma u otra, los ideólogos del castrismo, como Retamar y Vitier.
Reivindicar la tradición autonomista, pensar de qué manera el discurso independentista martiano es uno de los orígenes del castrismo, no es, entonces, seguir la lección escolar, sino más bien lo contrario: reabrir un debate que fue cerrado hace cuarenta años, en el discurso de Castro el 10 de octubre de 1968. Quizás sea, eso sí, un camino trillado, pues por él han andado Montaner, Sorel, Rojas; pero en todo caso resulta imprescindible, en mi opinión, para articular una oposición intelectual al castrismo.
Camacho no ha tenido la elegancia de ahorrarse el diagnóstico: mi acercamiento, simplista y reproductor, es típicamente estudiantil. Pues bien, le devuelvo la crítica: de estudiante es esa intoxicación teórica de la que ha hecho gala en sus artículos. De estudiante —el mejor de la clase, ciertamente, siempre deseoso de asumir la posición del maestro—, esa pretenciosa disposición a explicarnos en próximas entregas las fuentes de Martí. De estudiante —que es como decir, de profesor—, esa impaciencia por exhibir a las nuevas autoridades, pensando ingenuamente que se está de vuelta cuando no se ha comprendido bien.
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