Actualizado: 15/04/2024 23:17
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La izquierda recalcitrante en La Habana

El desastre moral y material de Cuba es el monumento a la tozudez de Castro, que los revolucionarios profesionales celebran junto a su lecho de muerte.

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Un truco o una ingenuidad publicitaria

El otro móvil que mueve a los concurrentes, de manera especial a los que proceden de Estados Unidos, de sus círculos docentes, literarios y artísticos, se deriva de una ingenuidad o de un truco publicitario, que no excluye los sentimientos de muchos que, sin ser latinoamericanos o árabes —que es casi lo mismo—, podrían adoptar ese torpe sistema de pensamiento.

Como tantas cosas de ese extraordinario y calamitoso siglo XX, Fidel Castro es un producto norteamericano, el Calibán que la sociedad norteamericana estaba esperando como contrafigura en los albores de la década del sesenta, y que, para castigo de la autocomplacencia que trae consigo la abundancia y el sentido de culpa inculcado por el puritanismo calvinista, responde, como invento, a una suerte de masoquismo político y social.

Castro es, pues, el más antinorteamericano de los líderes políticos contemporáneos y, al mismo tiempo, el más genuinamente gringo de todos ellos, tanto como puede serlo una caricatura. Tan yanqui como el Llanero Solitario y el ratón Mickey. Cuando desembarca en la Sierra Maestra hace medio siglo, lo hace con el verde oliva de campaña que siempre han usado los soldados de este país, y su discurso apela al lenguaje coloquial y las reiteraciones que lo emparentan con los enfáticos evangelistas del Norte.

Aparecido casi al mismo tiempo que el rock and roll y que la generación que se identificó con Rebelde sin causa, es un equivalente de Elvys Presley y James Dean en la arena política. Frente al pulcro y circunspecto hombre de traje gris que ha sido la representación más universal del político hasta el día de hoy, Castro propone el político desaliñado y sin afeitar en traje de campaña. Su imagen, difundida por la gran prensa, en los primeros meses de 1957, lo convierte en el modelo que seguirá la juventud del mundo, a imitación de este país, unos años después: él es el protohippie, desafiador de las estrictas convenciones de la vida civilizada.

La generación de los llamado Baby Boomers, que saldrá a cuestionar y a remover las convenciones de sus padres, encuentra en Castro un símbolo y un paradigma. El hombre a quien echan de un hotel neoyorquino por cocinar en las habitaciones y se refugia en el gueto negro de Harlem, es un profeta de los sacudimientos que se avecinan. Los rebeldes de los sesenta, envejecidos hoy y derrotados por las implacables leyes del mercado, convertidos en mansos y artríticos profesores y autores, miran a Castro con la misma nostalgia con que contemplan su revoltosa adolescencia.

Tras bambalinas y escuchando el aplauso

Por ese camino, Castro entró en el folclore de este país, en el pabellón de la fama del pop art, y en ese nicho está hace medio siglo. Es un dictador consagrado por el imaginario del país que más detesta y cuyo discurso, caricaturesco y paródico de sí mismo, podría representarse de manera permanente en Broadway, tomado muy en serio y, paradójicamente, sin un ápice de seriedad, con la misma simpatía que despiertan en muchos los personajes de Disney.

Sabido es que detenta el poder absoluto desde hace casi 48 años y que preside una isla donde casi nada funciona; pero eso, en el imaginario norteamericano, está matizado por una bruma cinematográfica o de dibujos animados. Es uno de los malos, desde luego, pero no enteramente de verdad (casi como estuvo a punto de que pasara con Hitler gracias a Charles Chaplin), como los "chicos malos" que siempre quieren secuestrar al tío Rico MacPato y a sus sobrinos o, aún más propiamente, como el Capitán Garfio de las aventuras de Peter Pan. Sólo visto así, con la condescendencia que merece un histrión, o un carácter ficticio, se explica su supervivencia.

Por otra parte, Cuba es un gigantesco theme park, con autos de los años cincuenta y casas que parecen que acaban de sufrir un bombardeo y nativos bonitos y complacientes. Fidel Castro es de una divertida terquedad y a quien el norteamericano común ve como una desfasada caricatura, y hasta con pena; y los de izquierda, con admiración y con nostalgia.

Éstos últimos, y los de otras partes acuden a La Habana a este gigantesco acto de pleitesía hacia el hombre más funesto y calamitoso en la historia de nuestro país, en quien celebran la voluntad de haber sido fiel a su propia imagen y consecuente con su mito. Aunque Castro no salga a escena en el teatro Karl Marx la noche en que sus fans de medio mundo irán a homenajearlo, allí estará tras bambalinas, escuchando el aplauso con que premian una de las más largas actuaciones de la historia y lo que sin duda será una emotiva despedida, en que la izquierda crédula e irredenta le dirá adiós a una de sus encarnaciones más grotescas.


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