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EEUU, Kennedy, Oswald

Las conexiones castristas del magnicida de Dallas (IV)

Con Castro, a la hora del crimen. Final de la serie

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El artículo de Jean Daniel, que figuraba en anexo de los interrogatorios efectuados en 1978 por la Comisión de investigación sobre asesinatos políticos de la Cámara de Representantes, se titula «Avec Castro, à l’heure du crime» («Con Castro, a la hora del crimen»). Fue publicado en una versión en inglés en la revista The New Republic y en francés en el semanario L’Express del 28 de noviembre de 1963. Fue retomado por cerca de veinte publicaciones, en varios idiomas. Era un scoop mundial. ¿O una coartada, un alibi?

Jean Daniel murió en febrero de 2020, a la venerable edad de 99 años, en medio de la pandemia de coronavirus. Seguía siendo director del semanario L’Obs, anteriormente Le Nouvel Observateur y, antes aún, France Observateur. Hasta sus últimos meses de vida, como se puede constatar en una entrevista concedida a la publicación pomposamente titulada La revue pour l’intelligence du monde, dirigida por su amigo Béchir Ben Yahmed, en su número de octubre-noviembre de 2019, y en un documental difundido a inicios de febrero de 2020 por la cadena France 5, titulado igual que su artículo publicado casi seis décadas antes, seguía hablando con orgullo de aquella casualidad que lo había hecho presenciar la reacción de Fidel Castro en el momento mismo en que le anunciaban por teléfono la noticia del asesinato de John F. Kennedy. En ningún momento llegó a plantearse que era demasiada suerte. ¿Y si no era sino una puesta en escena?

Ese detalle, la entrevista programada alrededor de un suculento almuerzo con Fidel Castro, un animal nocturno en sus encuentros con personalidades extranjeras, ya fueran políticos o periodistas, tenía que haber llamado la atención de los analistas del tema. ¿De qué privilegio podía gozar el reportero?

Durante toda su vida, Jean Daniel quiso ser un emisario de paz en distintos lugares del mundo, sobre todo entre Israel y los territorios palestinos. En aquella ocasión, después de un encuentro con Ernesto Che Guevara en Argelia, la tierra donde había nacido antes de la independencia, que él apoyó, pretendió ser el hombre que iba a reducir las tensiones entre Estados Unidos y Cuba. Para ello se reunió varias veces con Fidel Castro, después de haberse entrevistado unas semanas antes, el 24 de octubre, con John F. Kennedy en el despacho oval de la la Casa Blanca, en Wahington, D.C., durante unos 25 minutos. El mensaje que Kennedy le transmitía era, en su opinión, de suma importancia y quería llevarle de vuelta a Washington una respuesta alentadora de Castro para mantener contactos secretos, después de la máxima tensión creada por la «crisis de los misiles» el año anterior, en octubre-noviembre de 1962. La primera reunión con el periodista francés se produjo, sorprendentemente, ya que no se esperaba para nada el anuncio de la llegada de Castro, en el hotel Riviera, situado frente al Malecón de La Habana, durante la noche del 19 al 20 de noviembre, entre las 10 p.m. y las 8 a.m. del día siguiente. En ese encuentro, en el cuarto del hotel, con el Comandante en jefe, vestido con su sempiterno uniforme y con una boina negra, estaban presentes Jean Daniel y su futura esposa, Michèle, tirada boca abajo en una cama, con sus zapatos al lado del lecho —todo eso hacía pensar más en un viaje de vacaciones en la Isla que en una misión de emisario diplomático—, su médico personal y hombre de confianza hasta su fallecimiento en 1969, el comandante René Vallejo, vestido de guerrillero, completamente dormido, algo prefectamente comprensible dada la hora tardía, y el intérprete Juan Arcocha.

Nada extraño en ello: Castro solía conversar con sus innumerables interlocutores a esas horas tardías, anunciándose pocos minutos antes, por «razones de seguridad». Unas instantáneas, tomadas por el fotógrafo Marc Riboud, publicadas en The New Republic, revista en la que colaboraba Jean Daniel, y en L’Express, inmortalizaron la reunión, bastante informal, del hotel Riviera.

Castro invitó a Jean Daniel a que lo acompañara a la estación balnearia de Varadero, a unos 130 kilómetros al este de la capital, el viernes 22 de noviembre, donde iba a visitar supuestamente unas casas nuevas. Alrededor de la 1 y media de la tarde, hora de Cuba (en Dallas, eran las 12 y media), momento que se volvería «histórico», se produjo el anuncio del atentado contra Kennedy. No hubo esta vez ninguna foto, conocida, por lo menos.

Y ¿por qué en Varadero? Jean Daniel especifica que se trata de «su casa» en la playa. Sin embargo, oficialmente, Castro no poseía ninguna casa allí, aunque podía disponer a su antojo, como en toda la isla, de innumerables «casas de protocolo». Varadero tenía tal vez la ventaja de encontrarse lejos de La Habana y, por lo tanto, de otras fuentes de información que pudieran contradecir la que él le brindaría al reportero.

Jean Daniel y Michèle, otra vez en presencia del intérprete Juan Arcocha[1], estaban conversando amigablemente con Castro cuando, de repente, sonó el teléfono. El comandante René Vallejo, quien se encontraba al lado, junto con un guardia de seguridad, fue a responder.

Enseguida le dijo a Fidel Castro que el presidente de la república, Osvaldo Dorticós, quería hablar con él. Aparentemente se trataba de algo grave. Si no, era inconcebible que se le interrumpiera. La exclamación de Castro fue de asombro: «¿Cómo? ¿Un atentado?» Escuchó lo que le decía el presidente, y en tres ocasiones, repitió, en voz alta, para que sus invitados lo oyeran y lo entendieran, aunque su comprensión del español fuera elemental: «Es una mala noticia. Es una mala noticia. Es una mala noticia». Efectivamente, Jean Daniel transcribió esa reacción insistente en su artículo.

Sin embargo, esa llamada telefónica resulta extraña. El presidente Dorticós, en efecto, solo ocupaba un cargo honorífico, el verdadero poder en la Isla lo detentaba Fidel Castro, quien detentaba entonces el puesto de primer ministro. Es inconcebible que se enterara por un personaje subalterno y no por sus servicios de seguridad, o por su hermano Raúl Castro en persona, ministro de Defensa. Dorticós, después de haber caído en desgracia, aunque siguiera ocupando un cargo ministerial, el de Justicia, después de que Fidel asumiera oficialmente, en 1976, el título de Presidente del Consejo de Estado y del Consejo de ministros, Raúl siendo vicepresidente, acabó por suicidarse en 1983. Los suicidios de dirigentes políticos, militares o policiales cubanos son algo común, sobre todo cuando detienen secretos inconfesables[2].

Entre la 1 y media y las 2 de la tarde, hora cubana, los presentes en la casa de Varadero sintonizaron una radio que emitía en inglés desde Miami —el comandante Vallejo iba traduciendo a grandes rasgos— hasta enterarse del fallecimiento de Kennedy en el Parkland Hospital de Dallas. Castro le agregó a Jean Daniel que pensaba que le iban a echar la culpa de lo ocurrido, aunque aun no se hubiera enterado de que el presunto asesino, que todavía se encontraba en libertad antes de disparar contra el policía J. D. Tippit, se llamaba Lee Harvey Oswald y que había solicitado pocas semanas antes una visa en el consulado de Cuba en México.

Jean Daniel se dio cuenta ahí mismo de que su misión como intermediario entre Castro y Kennedy, a quien tenía planeado volver a ver cuando regresara a la capital americana, se había acabado y que, con el vicepresidente Lyndon B. Johnson, automáticamente ascendido al cargo supremo, nada iba a ser igual. Le quedaba el instinto de reportero: contar las circunstancias en que Fidel Castro se enteró, junto con él, del magnicidio de Dallas, con ese extraño título (suyo o de la redacción de L’Express), «Avec Castro, à l’heure du crime», sin precisar de qué crimen se trataba. La formulación, ambigua, no deja de instilar la duda de que el responsable del crimen podía ser el mismo Castro.

Así saltaba Jean Daniel a la fama universal, pero, sobre todo, su escrito se volvía la reacción casi oficial, avalada por él, de Fidel Castro, más aún que sus dos discursos del 23 y del 27 de noviembre.

Jean Daniel fungía pues como el emisario de Fidel Castro solo. Nunca se le pasó por la mente que podía haber sido manipulado para ser el único testigo presencial de la reacción de Fidel Castro. No hubiera sido el primero, sin embargo. Herbert L. Matthews, el reportero del New York Times que se encontraba de vacaciones con su esposa en Cuba a principios de 1957, contaba complacientemente cómo se había dejado engañar por el antiguo guerrillero en las montañas de la Sierra Maestra, quien logró hacerle creer que estaba al frente de un verdadero Ejército Rebelde cuando en realidad solamente contaba con un grupo de una veintena de hombres. Matthews, desde entonces, se volvió amigo personal de Castro y el mejor propagandista de su política en Estados Unidos. Jean Daniel no debía conocer la historia de Matthews o no le importaba demasiado. Creía o quería ser el primero.

Por cierto ¿cuál era el contenido del mensaje que John F. Kennedy le quería hacer pasar por su intermedio al primer ministro cubano? En uno de sus artículos, Jean Daniel relata el contenido de su conversación con Kennedy. Este le dijo sustancialmente que, junto con su hermano Robert, entonces Attorney General, ministro de Justicia, asesinado él también en 1968, por un palestino, Sirhan Sirhan, desconfiaba profundamente de la «locura» y del «comunismo» de Castro, después de los episodios de Bahía de Cochinos y de la «crisis de los misiles», durante la cual, en carta a Nikita Kruschov, le pidió, sin éxito por suerte, un ataque nuclear preventivo contra alguna gran ciudad de Estados Unidos[3]. Kennedy sabía que Castro era capaz de todo. Precisaba sin embargo que la lucha guerrillera contra el gobierno de Fulgencio Batista, antes de su toma del poder en 1959, había despertado cierta simpatía en Estados Unidos y daba a entender que también en él, pero que su desliz hacia la Unión Soviética le había hecho abandonar cualquier tipo de indulgencia. Lo mostró con sus ataques durísimos durante su campaña electoral victoriosa en 1960, que llegó a concretizar con la operación fallida de Bahía de Cochinos, aunque ésta hubiera sido preparada por la administración republicana anterior, la de Eisenhower-Nixon. Si solamente Castro pudiera volver a sus planteamientos iniciales…[4]

Aunque las relaciones entre Cuba y la Unión Soviética no estuvieran en su punto más álgido en noviembre de 1963 y la enemistad entre Fidel Castro y Nikita Kruschov no fueran de las mejores, ningún dirigente americano podía pensar que podían llegar a un punto de ruptura. Pocos meses después, en abril de 1964, Fidel Castro emprendió un viaje a la URSS que duró 38 días, durante el cual fue recibido con todos los honores por la plana mayor del Partido comunista. Las rencillas con el gran «país hermano» se acabaron o fueron silenciadas durante décadas.

La importancia del mensaje de Kennedy, o la interpretación del mismo, a Castro debe pues ser relativizada, así como la del mensajero. Pero, ingenuamente o por vanidad al haber conseguido su scoop mundial, Jean Daniel libró a la opinión pública su convicción: Fidel Castro no podía haber estado al corriente de un posible intento de asesinato de John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963, a las 12 y media, hora de Dallas, ya que se encontraba con él en Varadero. Y el mundo entero se lo creyó.

El secreto sin revelar de Jack Ruby y la proliferación de hipótesis

Jack Ruby, nacido Jacob Rubenstein, hijo de emigrantes judíos de Europa central, fue condenado a muerte en marzo de 1964 por haber asesinado a Lee Harvey Oswald de un disparo el 24 de noviembre de 1963. Su condena fue anulada luego, por un vicio de forma, y un nuevo juicio tenía que celebrarse en otra jurisdicción que la de Dallas, pero murió de cáncer en prisión, el 9 de diciembre de 1967. Ruby no era sino un pequeño mafioso, propietario de dos cabarets, el Carrousel y el Vegas, en Dallas. Sin embargo, sus relaciones con la policía local fueron las que le permitieron introducirse en sus dependencias y cometer su crimen en el momento en que Oswald era trasladado hacia la cárcel.

Sus relaciones con Cuba pertenecían al pasado, no a los meses inmediatamente anteriores al asesinato del presidente Kennedy. Había estado allí en distintas ocasiones, la última de ellas en 1959, acudiendo al cabaret Tropicana o intentando venderles a los revolucionarios cubanos en el poder un cargamento de jeeps, transacción que no llegó a realizarse. Ruby se prestó a la prueba del detector de mentiras a petición suya el 16 de julio de 1964, después de haber comparecido ante la Warren Commission. A la pregunta «¿Realizó usted negocios con la Cuba de Castro?», contestó simplemente «No», mientras que a la pregunta siguiente «¿Su estancia en Cuba fue solamente un viaje de placer?», contestó «Yes».

Jack Ruby se llevó sus secretos a la tumba antes de haber sido nuevamente juzgado. Sin embargo, fue principalmente su acto el que dio lugar a todas las teorías posibles e imaginables, conspiracionistas o no, desde su participación directa en el asesinato de Kennedy incluyendo su presencia en el grassy knoll, el montículo de hierba de Dealey Plaza, hasta su pertenencia a la mafia o a la CIA y, también, a las organizaciones del exilio cubano anticastrista. Algunas de las formulaciones de la Warren Commission de 1964 inducían a la confusión, como aquellas que se preguntaban si Oswald y después Ruby habían pertenecido a alguna organización «pro or anti Castro», como si ambas posiciones fueran, a fin de cuentas, relacionadas. Las preguntas dirigidas a los funcionarios del consulado cubano en México por los miembros de la Comisión de la Cámara de Representantes sobre asesinatos, la HSCA, eran mucho más precisas, evitando cualquier tipo de amalgama.

De la confusión de los primeros investigadores y de la imprecisión de sus conclusiones provienen fundamentalmente las hipótesis más improbables, que dieron lugar a algunas de las más leídas novelas policíacas, como las de James Ellroy, o de las películas de ficción, tales las de Oliver Stone, quien fue un gran amigo de Fidel Castro, o de Martin Scorsese. Las conclusiones sobre las ramificaciones entre unas y otras organizaciones, incluyendo las sospechas hacia el vicepresidente Lyndon B. Johnson, así como las deducciones sobre los intereses, petroleros sobre todo, ocultos tras el crimen de Dallas, han sido legión.

Me temo que muchas de esas teorías ficticias, sobre todo las que tienden a atribuirles el asesinato a los exiliados cubanos a raíz de la «traición» de Kennedy respecto a los combatientes contrarrevolucionarios de Bahía de Cochinos en 1961, más de dos años después del crimen de Dallas, hayan sido alentadas por una voluntad de ocultar los hechos que, a fin de cuentas, pueden resultar más sencillos de lo que cabe imaginar.

Esta breve investigación surgió a raíz de la extrañeza que siempre me produjo el relato de Jean Daniel sobre su encuentro con Fidel Castro y de las entrevistas concedidas por él poco tiempo antes de su muerte. Los que conocen desde dentro las interioridades del poder castrista podrían albergar sospechas legítimas.

Queda por preguntarse cuál pudo ser el motivo de la implicación de Fidel Castro o, por lo menos, su conocimiento del magnicidio en preparación en Dallas: el odio, un odio mortal, entre esos dos hombres, John F. Kennedy quien, sin duda alguna, quiso atentar contra el hombre que habría provocado un ataque nuclear contra Estados Unidos si la Unión Soviética le hubiera dado esa posibilidad, y Fidel Castro quien amenazaba sin cesar, incluso físicamente, al que había llevado a cabo la «invasión» de Bahía de Cochinos y lo había humillado durante la «crisis de los misiles», el representante más alto del «imperialismo americano».


[1] El escritor Juan Arcocha, fallecido en París en 2010, conocía bien a Fidel Castro: había sido su condiscípulo en la facultad de Derecho en La Habana a finales de los años 40 y principios de los 50. Fue luego uno de sus intérpretes en idioma francés, sobre todo durante el viaje de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir a Cuba en marzo-abril de 1960 (véase su artículo «El viaje de Sartre», en La Habana 1952-1961. El final de un mundo, el principio de una ilusión, obra colectiva dirigida por el autor de estas líneas, Madrid, Alianza Editorial, 1995) y, desde luego, durante el de Jean Daniel en noviembre de 1963. Más tarde, fue corresponsal en Moscú del diario Revolución, dirigido por Carlos Franqui, en el que escribía también Guillermo Cabrera Infante, ambos futuros exiliados. Luego ejerció de diplomático en París. Al romper con el régimen castrista, escribió varias novelas y ensayos, entre ellos Fidel Castro en rompecabezas, Madrid, Ediciones R, 1963. En sus conversaciones con el escritor cubano Armando Valdés-Zamora, exiliado desde 1994 en París, Juan Arcocha volvía una y otra vez sobre aquel 22 de noviembre de 1963 en Varadero. Fue en ese momento en que constató la duplicidad de Fidel Castro, al oírlo pronunciar elogios sobre Kennedy después de su asesinato cuando, pocos días antes, soltaba los peores insultos sobre él. Aludiendo tal vez a lo que pudo considerar a posteriori como una puesta en escena destinada a engañar a Jean Daniel, concluía Juan Arcocha: «Ese hombre es un monstruo».

[2] No solamente los castristas, por cierto: el expresidente Carlos Prío Socarrás, derrumbado por el golpe de Estado de Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952, también se suicidó en 1977, durante su exilio en Estados Unidos, después de haber anunciado que tenía varias informaciones sobre el asesinato de Kennedy.

[3] La correspondencia entre Fidel Castro y Nikita Kruschov durante la «crisis de los misiles» de octubre-noviembre de 1962 fue dada a conocer el 24 de noviembre de 1990 y publicada simultáneamente en Granma, órgano oficial del Partido comunista de Cuba, y en el diario Le Monde. Castro le había entregado copia de esas cartas a un escritor francés, Jean-Edern Hallier, como prueba de confianza y de consideración. Durante años, Jean-Edern se volvió un propagandista personal suyo, escribiendo un libro poéticamente titulado Conversation au clair de lune (París, Messidor, 1990), en el que relataba su encuentro con Fidel, como era su costumbre, en altas horas de la madrugada, y participando más tarde en un documental a su gloria.

[4] Jacqueline Kennedy negó posteriormente, en sus conversaciones con el historiador Arthur M. Schlesinger, que esos términos pudieran haber sido utilizados por «Jack», como ella llamaba a su esposo, ya que ese lenguaje no le parecía ser el suyo, poniendo incluso en duda el nivel de inglés de Jean Daniel.