Las revodestrucciones
Todas las revoluciones se mantienen por el populismo y el terror, y el terror trae la doble moral
Los grandes cambios en la humanidad no se han producido a través de revoluciones. Jesús que, para cristianos o no, cambió para siempre el mundo, no fue un revolucionario; como no lo fue Gandhi ni Martin Luther King. Tampoco lo fue Martin Luther. La llamada Revolución industrial fue una revolución técnica como la que estamos presenciando en nuestros días.
Los revolucionarios llevan en sí el germen de la destrucción; no subvierten un statu quo para producir un orden de cosas mejor sino que su alternativa es la destrucción, el caos y el terror.
Quizás la más conocida revolución sea la Revolución Francesa. Cuando leía una biografía de Josefina Bonaparte me llamó la atención la similitud del jacobinismo con las revoluciones comunistas de nuestros tiempos y la Revolución Mexicana.
Todas las revoluciones se mantienen por el populismo y el terror, y el terror trae la doble moral. El aristócrata francés se convierte en un citoyen para salvar, quizás, la cabeza. En el caso que más conozco muchas personas que hablaban de “El Comandante” con veneración hoy están en Miami. Con esto no me refiero a aquellos que honestamente descubrieron que el comunismo era una ideología errada, sino a los a todas luces oportunistas. Una de las personas más rojas del Comité de la vecindad en que vivía es hoy, en Miami, más anticomunista que McCarthy. Los infelices coreanos tuvieron que llorar y rasgarse las ropa a la muerte de su “líder” so pena de desaparecer sin rastro.
Los Comités de Defensa ya habían existido antes en Francia, solo que allí se llamaban Oficinas de Patriotismo a donde los ciudadanos revolucionarios iban a firmar un afidávit de “buen patriota” que les permitía sobrevivir en una sociedad dominada por el terror.
Este terror es seguido por la destrucción de todo lo positivo sin que se le reemplace por una realidad mejor. Cuando Pancho Villa destruía las haciendas de los ricos, estaba destruyendo también la agricultura de México. La hambruna azotó a París cuando la Revolución francesa. Cuando Mao abolió los culíes por ser esta profesión lesiva a la dignidad humana no supo organizar un país superpoblado y China también sufrió el hambre. No es mi intención citar cifras exactas que comparen lo producido por Cuba antes de Castro y lo que se produce hoy, basten los fracasos azucareros, en un mundo en que la caña azúcar ha adquirido un valor importante en el mercado internacional; baste la libreta de racionamiento que lleva más de medio siglo de existencia y que no ha resuelto las necesidades alimenticias de la población de Cuba. La masa ganadera es otro ejemplo trágico. A tal punto ha sido desaparecida que en Cuba vender carne de res es un delito mayor que robar.
Las revoluciones, al querer destruir un pasado imperfecto, se llevan consigo lo bueno de aquel pasado, y nos encontramos milenarias estatuas chinas en el fondo del mar que fueron derribadas y tiradas al mar en un esfuerzo de hacer criaderos de peces ante el azote del hambre. Las campesinas traídas a La Habana con el loable propósito de calificarlas destruyeron el Hotel Nacional y el Hotel Hilton. Muchas arrancaban los inodoros y los vendían.
Este desorden social ataca también las costumbres y las familias. Véase nada más el alto número de divorcios en Cuba y los escasos matrimonios. Los infelices que esperaban la guillotina en las mazmorras francesas no tenían nada ya que perder y se entregaban a una macabra orgía predecesora de la muerte.
El culto a la personalidad en las revoluciones desvirtúa todo de cuanto bueno pudiera hacer ese movimiento social. Era yo una niña de 10 años que tuve la dicha de que mis padres me permitieran alfabetizar en el campo. Cada vez que iba caminando por entre guayabos y caña al bohío donde vivían la madre y la hija que yo alfabetizaba, me sentía orgullosa y alegre… tan alegre como mis educandas, madre e hija que ¡estaban aprendiendo a leer y escribir! Un día, en medio de una de nuestras amenas lecciones, llega “el coordinador” y me llama a un lado. El Comandante había dicho que la campaña de alfabetización se había terminado y los alumnos tenían que escribirle la famosa carta que demostraba sus recién adquiridas habilidades. La espuria misiva no iba dirigida al pueblo de Cuba, no iba dirigida a los jóvenes educadores; era ad majorem Dei gloriam.
— ¡Pero si aún no la pueden escribir!
— ¡Tú las ayudas!
Fue la primera decepción tremenda de mi vida. No solo me estaban pidiendo que cometiera un embuste sino que dejara atrás a esas dos mujeres que ya se sentían con la seguridad de que iban a escribir y a leer. No les pedí que escribieran la carta, ya era bastante dejarlas abandonadas en un proceso que quizás no finalizarían; tuvo que ser el coordinador quien las “ayudara”. Cuando mis padres fueron a buscarme no me alejé de aquel lugar (Municipio de Carlos Rojas, Matanzas) con la satisfacción del triunfo honesto sino desvirgada en mi integridad moral.
Las mentiras se esconden con palabras grandes como El Gran Timonel; hay una de Castro cuya surrealidad ha hecho que no la olvide, “La voluntad hidráulica”. Ya no me acuerdo, por largo, el título que ostentaba Kim Il Sung pero sé que era más largo que el nombre de cualquier dinastía.
Las revoluciones pronto se convierten en tiranías y para lograr aprisionar al presente borran, o cambian el pasado. No solo Cuba tiene hoy una cantidad de provincias que nunca he logrado memorizar; peor es el caso de los franceses que tuvieron que interiorizar “vendémiarire” y “brumaire”, los nuevos nombres de los meses.
Lo único bueno que hemos heredado de las revoluciones es el sistema métrico decimal.
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