Ni incertidumbre perpetua, ni esperanza idílica, ni apatía total
En diálogo con Alejandro Armengol
I
Alejandro Armengol acaba de publicar en su blog personal Cuaderno de Cuba un artículo titulado: Cuba, vida cotidiana y ajiaco ideológico. He decido replantear ciertos argumentos presentados por el articulista, no para negarle las razones que tenga, sino para mostrar una mirada diferente sobre los mismos. Diferente, no porque deje de estar en desacuerdo con algunas de esas realidades del país y no prefiera que se enrumben de otra manera; sino porque llego a percibir, en una multiplicidad de esos asuntos cuestionados, señales positivas y hasta posibilidades virtuosas. Por otro lado, lo hago, sobre todo, porque los criterios con los cuales dialogaré pertenecen al pensamiento y a la obra de un cubano que respeto.
II
El autor se muestra arto pesimista por la carencia de una gestión política capaz de sustentarse en una visión integral de Cuba y de proyectar una propuesta universal de país. Esto es cierto y realmente expresa una carencia, pero no sólo del gobierno, sino de toda la sociedad, de toda la nación. Lograr una imagen consensuada de país únicamente es posible y oportuno si resulta de la participación y de la deliberación general, y de la consecuente síntesis que todo ello sea capaz de generar. Del mismo modo, habría que interrogarse acerca de qué entendemos por lo que llamo “visión integral de Cuba y propuesta universal de país”.
Los cubanos, por lo general, al identificar una presunta imagen y proyección integral de país, lo hemos hecho sustentado en y en busca de algún tipo de nacionalismo o de ideología. Con esto no rechazo que visiones nacionalistas y/o ideológicas participen e influyan, en algunos casos de manera determinante, en la cosmovisión que cualquier país tenga de sí mismo. Todo lo contrario; conozco cuanto han aportado ambas, en muchas sociedades, y en diferentes etapas y circunstancias históricas, cuando han comprendido que resultan sólo un conjunto de elementos importantes y no el único cuerpo esencial y totalizador de la identidad social, de la identidad nacional, etcétera.
En tanto, cualquier imagen de Cuba que logremos será favorable si consigue una apreciación universal e integral, pero no totalizadora ni sesgada por el sobredimensionamiento de particularidades. Debe ser el resultado de una síntesis consensuada acerca de las aspiraciones compartidas, así como de los pilares e instrumentos imprescindibles para desarrollar dichos anhelos comunes y también los afanes grupales, sectoriales, particulares. Después, siempre podría y debería existir una heterogeneidad de propuestas encaminadas a realizar progresivamente tanto las aspiraciones compartidas como todo el universo dinámico de anhelos singulares. Por ende, las diversas políticas, en cada momento y lugar, y todas las propuestas de gobierno, deberían ser ubicadas dentro de este último desempeño, por amplio y legítimo que lleguen a ser. De lo contrario, podríamos confundir la parte con el todo, el acto justo con la justicia toda, y por ende excluir cosmovisiones positivas, potencialidades necesarias e intereses legítimos.
El actual momento histórico carece de estas posibilidades. Por ello, estamos obligados a transitar por esos senderos de “re-fundación”; por los cuales tal vez ya atravesamos, aunque quizás de una manera insospechada y por tanto incomprensible muchas veces. En tal sentido, podría resultar alentadora tanto la reducción de los fundamentos ideológicos y nacionalistas que cuestiona Armengol, como la convivencia de imágenes distintas, para él contrapuestas, como por ejemplo: Bolívar y Marx, nacionalismo posmarxista o católico y socialismo del siglo XXI. Ambas cuestiones criticadas por este destacado intelectual, lejos de representar un peligro, muestran una potencialidad del difícil momento presente. Nadie ha querido, podido o logrado “imponer” una visión de Cuba, un proyecto de país, y esto resulta positivo, pues ello no puede ser obra de facciones, de particulares. Por otro lado, brotan de las entrañas de la Isla las expresiones de todo un entramado vivo (marxista, posmarxista, católico, socialista, liberales, etc.) que debe aportar y armonizar todos y cada uno de los condimentos de nuestro ajiaco identitario, todas y cada una de las esencias de nuestra pluralidad social.
En tal sentido, resalto la virtud de Alejandro Armengol, muchas veces ensombrecida por tantos actores socio-políticos cubanos, cuando señala su respeto por los varios proyectos en la Isla y concede legitimidad a casi todos. Sin embargo, a diferencia del autor, me complace que ningún proyecto en particular, que ningún bloque de visiones, haya querido y/o conseguido, desde su singularidad, por abarcadora que pueda llegar a ser, “conquistar o usurpar” la hegemonía de una nueva visión integral de Cuba y de una nueva propuesta universal de país. Reitero que lo anterior únicamente será auténtico y beneficioso sólo si construye unos mínimos, aunque mínimos cardinales que atraviesen los anhelos históricos y presentes de la ya transnacional sociedad cubana, capaces de garantizar y fundamentar las dinámicas y los fines de toda la diversidad de cubanos.
No obstante, sí ratifico que toda esa heterogeneidad social tiene la responsabilidad de participar e influir en la prefiguración del presente y del futuro, y en la renovación de la propuesta de país. De lo contrario, cualquier propuesta, por redentora y amplia que resulte, podrá ser un ofrecimiento al país, pero no una promesa o un compromiso del país. Cuba ha de ser la posibilidad para el desarrollo de las circunstancias que nos integren a todos de manera equitativa y armónica. Como dijera José Martí, en un discurso pronunciado en Tampa, el 26 de noviembre de 1891: “O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos.”
III
Lo anterior demanda un ensanchamiento de las posibilidades para la participación ciudadana en todos los ámbitos y dimensiones de la sociedad. Casi todos los cubanos, aun la generalidad de las personas más comprometidas con la oficialidad, comprenden la necesidad de rediseñar el modelo social, en aras de conseguir un mayor empoderamiento de la ciudadanía y un entramado institucional que aumenté las potencialidades de la soberanía popular.
En tal sentido, existen numerosas maneras de concebir este desarrollo, la mayoría sustentada por disímiles conceptualizaciones afines a comprensiones ideológicas clásicas. En las actuales circunstancias, tal vez puedan tener ventajas aquellas formulaciones comprometidas con los paradigmas socialistas que gozan de preferencia por parte de las autoridades políticas, estatales y gubernativas. En todo caso, la legitimidad de las reformas del modelo, sería acrecentada en la medida en que los cambios aumenten las capacidades de participación, en un contexto económico y social que tiende a engrandecer ciertas desigualdades. En fin, el éxito estaría en la capacidad de asegurar mecanismos de participación en el diseño, aprobación, gestión y control de las políticas públicas; o sea, en la socialización creciente del poder político.
Este constituye uno de los desafíos sobre el cual Armengol no pronostica desarrollo. Para él, como para otros, el único propósito de la actual dirigencia cubana es conservar el poder, no soltar el control del país. Estos defienden su desconfianza a partir de la ya tradicional práctica de gobierno, que no solicita la iniciativa política, ni reconoce a otras entidades la posibilidad de definir opciones de política, ni siquiera como asesoría. No obstante, opino que dentro de esa dirigencia llamada histórica, y de sus herederos políticos, se amplía el consenso en cuanto a la necesidad de extender e intensificar las dinámicas de participación y sus garantías.
Recientemente el presidente Raúl Castro acaba de proponer la actualización y fortalecimiento del pacto social. Esto podría constituir un hecho de importancia para el progreso de la participación ciudadana diversa, plural. Para ello, el primer mandatario aspira a conceptualizar “qué socialismo queremos”. En tanto, como he señalado en otras ocasiones, un debate universal, flexible y pluriforme, podría cincelar una definición capaz de integrar dentro de una “aspiración socialista” toda un gama de anhelos diversos que pueden resultar legítimos si se sostienen en la buena voluntad y en el compromiso social, como por ejemplo: colectivistas, comunitaristas, socialistas de diferente tipo, republicanos de diversos matices y liberales sociales.
Esto sería viable si el proceso no se aleja, sino más bien se acerca o trasciende el compromiso con definiciones tales como la refrendada, en 1992, en el artículo primero de la Constitución de la República, que promete lo siguiente: “Cuba es un Estado Socialista de trabajadores, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana.” Sin embargo, reitero, falta por constatar si esta deliberación, llamada a incorporar diversos mecanismos y múltiples formas de participación directa, logra efectuarse a través de metodologías que aseguren su efectividad en el escaso tiempo disponible.
Por otro lado, resulta favorable que se intente sólo la conceptualización y no el rediseño de todo el modelo. Esto podría colocar el ensanchamiento de la participación ciudadana dentro de las coordenadas y las metas compartidas que deben resultar acordadas socialmente, lo cual debe aportar al proceso mayores cuotas de serenidad, estabilidad y legitimidad. En tal caso, el modelo se iría rediseñando progresivamente, en la medida en que la ciudadanía acreciente su empoderamiento y aumente sus capacidades de participación efectiva. De este modo, en cada momento el modelo social podría resultar mucho más consecuente con la(s) imagen(es) de país que emane(n) de la antropología y la sociología “nacional”.
IV
Ahora bien, todo esto resultaría posible y no sólo deseado, si todos los proyectos, incluso todos los imaginarios sobre Cuba, están dispuestos a compartir el país y a construirlo juntos. Además, se hace necesario que esto no sea asumido sólo como un valor conceptual y altruista, sino como una filosofía, como una dinámica, como una práctica, como una cultura. En tal caso, no podríamos concebir como antagónicos, sino como complementarios, por ejemplo: a Bolívar y a Marx, al nacionalismo posmarxista o católico y al socialismo del siglo XXI.
Esta lógica, esta realidad, aunque carezca de forma y de proyección pública nacional, se va imponiendo en la sociedad cubana. Por ello, la figura del “intelectual orgánico”, sobre todo en relación con el gobierno y el PCC, modestamente cede paso a un quehacer intelectual cada vez más autónomo. El autor del artículo hace referencia a esta cuestión, pero no alcanzo a comprender si lo considera positivo o negativo. Sostiene, con razón, que en este desempeño el intelectual va dejando de ser militante de una política activa, pero asegura también que resulta neutro, lo cual contradice al resaltar que desea mantenerse como fiel guardador de los “valores patrios”. Muchas veces la autonomía y la neutralidad no resultan un binomio. En tal sentido, la referencia de Alejandro Armengol al tema podría interpretarse como una re-creación del pensamiento más comprometido con la conciencia individual del intelectual, y por ello más auténtica, sin desdecir de su necesario compromiso con la historia, con la sociedad, con las circunstancias.
Esto constituye un salto cualitativo que debe trasladarse a la lógica de toda la participación ciudadana que hemos de promover, tanto social, como cultural, económica, política, jurídica… En esta materia, Armengol no espera un desarrollo inmediato y eficaz, y lo argumenta cuando asegura que tenemos “un precario entrenamiento para ejercer derechos civiles y políticos, o (que) en general (estamos) poco preparados para asumir riesgos a la hora de obtenerlos”.
Yo, en cambio, estoy seguro que los cubanos podrían sorprender a muchos. La cuestión no es de aptitudes, sino de actitudes que son facilitadas u obstaculizadas por determinadas circunstancias. En varias ocasiones he sostenido que revertir esta realidad constituye uno de nuestros grandes desafíos y que para hacerlo hace falta trabajar, al menos, en tres grandes direcciones. La primera, garantizar el desarrollo de un modelo económico y social que asegure el mayor bienestar posible de todos y facilite así la disponibilidad de los ciudadanos para servir a la comunidad. La segunda, promover un espacio mucho más universal y profundo para el desarrollo de la espiritualidad, la cultura y la educación de toda la sociedad, para garantizar que el compromiso social de la ciudadanía se enrumbe hacia la consecución de un pueblo que, cada vez más, ame la libertad responsable y se comprometa en la construcción de la justicia. La tercera, cincelar una estructura política –si se quiere socialista- que asegure a todos, y sobre todo a los más jóvenes, construir el país que desean.
V
Una ruta como la esbozada en estas páginas conduce al bienestar general sólo si cada cual ofrece su singularidad positiva, y las singularidades favorables que comparte con otros, para que integren el patrimonio colectivo. En tanto, cada cubano siempre deberá discernir su aporte a cada presente y al futuro todo. En este sentido, desde hace mucho tiempo algunos de nosotros, cristianos católicos, hemos procurado estudiar y trabajar uno de los temas tratados por el articulista: el “nacionalismo católico”, sin nada sustancial y creativo que ofrecer a Cuba en el siglo XXI –según el autor del trabajo referido.
Lo que pudiera considerarse como “nacionalismo católico” podría encontrar raíces en el quehacer del Colegio-Seminario de San Carlos y San Ambrosio, de La Habana, durante una etapa de la primera parte del siglo XIX cubano. Allí, bajo la protección del obispo Espada, los sacerdotes José Agustín Caballero y Félix Varela, y otros católicos seglares, como por ejemplo: José de la Luz y Caballero, José Antonio Saco y Tomás Romay, comenzaron el sueño de Cuba, en proporciones grandes, con ideas inteligentes y bienhechoras, con dinámicas creativas, y a partir de un compromiso real con la Isla y sus habitantes, entidad ya asumida por ellos desde entonces como “la patria”.
Allí comenzaron a establecerse los pilares que han acompañado la historia de la nación. Entre ellos se encuentran: la consolidación de la soberanía nacional, la promoción del ejercicio responsable de la libertad, el continuo crecimiento humano de cada cubano, el anhelo de ir construyendo una democracia cada vez más plena, la debida socialización de toda la riqueza económica que seamos capaces de alcanzar y el progreso de los desfavorecidos. Todo esto desembocó en una síntesis inconmensurable a través del pensamiento y la obra humanista de José Martí. Igualmente, dicha creación intelectual y práctica de la nación ha sido enriquecida posteriormente por el desempeño patriótico de sucesivas generaciones de cubanos.
Sin embargo, la evolución de tal comprensión de lo cubano continuó por otros senderos y con la influencia de otras cosmovisiones, que también aportaron mucho bien. Entre tanto, la metrópolis española se encargó de alejar a la Iglesia Católica de estos menesteres, y para ello utilizó el Patronato Regio. Con esta facultad sobre la institución, enrumbó su gestión hacia la “des-cubanización” del clero y hacia la identificación de la fe católica de los cubanos con la fidelidad a una Metrópoli nada compasiva. No obstante, aquella labor del Colegio-Seminario de San Carlos y San Ambrosio fue tan importante que no pudieron dejar de beber de sus fundamentos libertarios casi ninguno de los patricios que hicieron posible la nación y la independencia, por lejanos que estuvieran de la fe católica, y actualmente aún interpela, convoca y conmueve a muchos cubanos. Tal vez quienes mejor han expresado la presencia de este “espíritu” durante el siglo XX han sido Cintio Vitier y Fina García Marrúz.
La “des-cubanización” del clero y la identificación de la fe católica con la fidelidad a la Metrópoli durante el siglo XIX, hicieron que la Iglesia, una vez lograda la independencia de España, entrará en la República con desventaja y exigua influencia. Poco a poco se fue recuperando y logró, sobre todo por medio de los colegios católicos privados, un laicado pequeño, pero significativo y bien formado, con vocación para influir en la sociedad.
En tal empeño, dicho laicado no fue ajeno a los principios identitarios de lo cubano, ni a muchos intereses de otros sectores sociales, pero fundamentó su proyección social privilegiando las cosmovisiones y preferencias del grupo, que tendió demasiado al singularismo y a la homogeneidad en casi todos los sentidos. En su desarrollo fue logrando un humanismo de inspiración evangélica, con enfoques que pudiéramos considerar como socialcristianos y, sobre todo, democratacristianos.
Ello fue, es y continuará siendo legítimo. Sin embargo, esta cosmovisión sobre el seglar católico y el consecuente posicionamiento social, fue alejando al laicado de una posición católica generalizada que pretendiera una multiplicidad de presencias en todo el entramado nacional, a través de disímiles dinámicas, ya sean institucionales y/o personales de cada católico, propias de un cristianismo con vocación universal, capaz de ser fermento de las más diversas subjetividades, en cada ámbito y dimensión de la vida nacional. El cardenal Arteaga trabajó mucho para lograr una perspectiva así por parte del laicado, pero no lo consiguió de la manera debida, en el tiempo oportuno. Este proceso logró cierta participación católica en la sociedad cubana, pero debilitó la noción de la cuota católica en cada realidad de la nación. A esto se refieren algunos cuando mencionan al llamado “nacionalismo católico”, que mayoritariamente nunca ha pretendido la quimera de una sociedad generalmente uniforme y militante del catolicismo.
Después del triunfo del 1 de enero de 1959 la Iglesia fue quedando al margen de los quehaceres sociales, con escasísima influencia. Décadas más tarde logró articular un proceso interno, llamado Reflexión Eclesial Cubana, para definir y consensuar cómo trabajar con el propósito de comenzar a integrarse, con efectividad, en la dinámica social cubana de entonces. Este quehacer culminó en 1986, con gran evento denominado Encuentro Nacional Eclesial Cubano, donde la institución argumentó que deseaba trabajar en Cuba, a favor de todos los cubanos, por medio de la oración y la misión, y que para ello se encarnaría en toda la sociedad. Algunos consideraron que esto parecía significar un retorno a esa noción de lo católico en los fundamentos del desempeño nacional.
Convencidos de lo anterior –aunque tal vez en buena medida equivocados-, asumimos la dirección de la revista católica Espacio Laical. Lo hacíamos, además, en un momento de la historia en el cual para nosotros estaba clara la necesidad de resaltar y desarrollar “lo cubano”, como elemento nuclear de la deseada armonía en la diversidad, imprescindible para desatar debidamente las potencialidades de toda la nación, y salir así de la crisis que padecemos desde hace décadas. Por tanto, para aportar a todo esto, desde esa visión evangélica antes mencionada, dedicamos una década de nuestro trabajo en dicha publicación de la Iglesia.
Sin embargo, los afectos a favor de las cosmovisiones y preferencias acumuladas durante más de un siglo, y a favor de sus consecuentes singularismos y uniformidades, han sofocado en gran medida el razonamiento alcanzado en torno al significado real de trabajar en Cuba, a favor de todos los cubanos, por medio de la oración, la misión y la encarnación en toda la sociedad. Sectores importantes en la estructura eclesial, que son en definitiva quienes deciden el rumbo de la institución y hasta osan certificar qué es o no católico, comenzaron a percibir el desempeño de Espacio Laical como algo raro, contaminado y peligroso.
Desaprobaban, con bastante irritación, que participaran, en igualdad de condiciones, sin preponderancia de lo católico, marxistas, socialistas, anarquistas, liberales, etc. Del mismo modo, señalaban continuamente su disgusto porque también dábamos participación (real y efectiva) a personas cercanas a la oficialidad, y no sólo a ciudadanos autónomos o distantes del gobierno. Se exacerbaban, casi hasta la convulsión, cuando reclamábamos un quehacer político leal a la nación; y por ello pedíamos ser constructivos, y nunca dañar al pueblo al implementar políticas favorables al gobierno o en contra del mismo. Esto último intensificó el movimiento en contra de lo que hacíamos, tanto por parte de sectores que ocupan las estructuras eclesiales en la Isla, como por parte de católico cubanos radicados en Miami. Ambos círculos dejaron bien claro que habíamos llegado demasiado lejos, porque solicitar comedida en la “lucha política” constituye una debilidad o una traición, aunque esto sea en nombre de los que sufren. Por todo esto, y por las consecuencias que trajo para nuestras personas y nuestras familias, renunciamos a la dirección de la revista y a todo lo que hacíamos en la institución. Esto, sin considerarnos paladines de ese llamado “nacionalismo católico”, puede ser un signo del ostracismo que padece esta opción.
No obstante, seguiremos intentando mostrar esa manera posible de integrar “lo católico y lo cubano”, tan bien esbozada por el padre Félix Varela desde el siglo XIX y por monseñor Carlos Manuel de Céspedes, durante la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, en ocasiones también me descubro pensando que tal vez en el futuro próximo muchas posturas continúen siendo según su manera tradicional, pero otras tantas serán capaces de incluir ideas y modalidades nuevas, e incluso podrían lograr síntesis con consideraciones que ahora pueden estimar ajenas. En tanto, quizás estemos ante un nuevo comienzo, en el cual sin dejar de ser quienes hemos sido históricamente, logremos un salto cualitativo que nos haga realmente dignos herederos de esa historia.
VI
Es posible encontrar en todas nuestras carencias actuales y en todo aquello que no ocurre según los modos que consideramos pertinentes, una oportunidad de intentar y conseguir algo nuevo, distinto, mejor. Los vacíos y las descomposturas de hoy no tienen por qué ser una derrota, sino más bien un reto que nos reclama entusiasmo, compromiso y creatividad. Por ello, invito a Alejandro Armengol a seguir, como tantos otros, promoviendo el trabajo de todos para cerrarle cada vez más el paso a esa triada que le disgusta y preocupa: la incertidumbre perpetua, la esperanza idílica y la apatía total.
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