Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Obama, diagnosis de una pasión

¿Qué atributos justifican la popularidad del candidato, teniendo en cuenta que es un novato en el Senado y su hoja de servicios es inexistente?

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Conforme a esta opinión, que presumo abunda entre los electores de clase media blancos (el factor racial es un ingrediente nada despreciable entre los afroamericanos), el apoyo a Obama es el producto más bien de una reacción. No son tanto los méritos del candidato cuanto los deméritos del gobierno actual los que mueven a respaldarlo y, en particular —y aquí sí hay un factor ideológico de mayor peso—, el rechazo a la agresiva política de Estados Unidos en la escena internacional, que mi amigo considera un subproducto del trotskismo por vía genética.

El candidato más idóneo…

Si escarbamos un poco más en este rechazo, y yo lo he hecho antes en otros artículos de opinión, tocamos un nervio sensible del pensamiento que en Estados Unidos se llama impropiamente "liberal", un comodín que le sirve de sombrilla a una vasta gama de inconformes (que en determinado momento y circunstancias podría llamarse "izquierda") frente a los estamentos de poder responsables de formular y aplicar la política —y particularmente la política exterior— norteamericana.

Para estos "liberales" nada parece más atroz ni más abominable que el papel imperial de Estados Unidos en el mundo. Negados a aceptar una actuación que tildan de "inmoral", "rapaz", "prepotente", "abusiva" y otra cuerda de adjetivos semejantes, estos individuos, que suelen cultivarse en las primeras universidades del país y que proceden, en muchos casos, del seno mismo del establishment que detestan, aspiran a reducir el águila calva a una paloma doméstica y a que Estados Unidos se convierta en una suerte de Suecia o Canadá, con escasa o nula intervención militar fuera de sus fronteras que, por otra parte, no les importaría mantener abiertas a la inmigración hasta que el país se convirtiera en el patio de todos.

Dados sus antecedentes, trayectoria y discurso, el senador Obama es el candidato más idóneo para realizar el sueño de contraer, si no anular, la hegemonía estadounidense a escala planetaria.

Pese a la aparente circunspección de Obama —que lo lleva a distanciarse públicamente del hombre que ha sido su pastor y guía espiritual durante 20 años—, los que propugnan y trabajan por desmontar el aparato imperial de Estados Unidos (que trasciende con mucho al particular gobierno de George W. Bush) olfatean en el senador por Illinois un cofrade de su extremismo y apuestan por su triunfo con toda la emoción que siempre suscitan las pasiones fundamentales.

Aquí reiteraré un punto de vista que sostengo desde hace tiempo: en política como en religión, el ingrediente puramente emotivo es básico y raigal y ha de ser el móvil —manifiesto u oculto— de cualquier militancia, aunque ésta se revista, como suele hacerlo, de argumentos racionales y moderados.

Partiendo de este punto de vista, el carácter revolucionario de Obama —que exuda radicalismo tercermundista y cosmovisión marginal a pesar de su adquirida contención— es percibido por los que le son ideológicamente afines, al tiempo que se revela en el aspecto más obvio y, paradójicamente, más borroso de su campaña: la palabra change.

Obamismo

La pasión revolucionaria de un importante segmento de la ciudadanía apuesta por la sacudida que ha de producir ese cambio sin saber a derechas (nunca mejor dicho) lo que significa. Las cualidades personales del candidato, que mencionábamos al principio, elocuencia, atractivo, etcétera, que alguien podría englobar en el término "carisma", sirven como meros potenciadores de un movimiento (sísmico) radical. El obamismo se comporta como una sacudida política que, por su propia dinámica, tiende a obnubilar el juicio de los partidarios y a resaltar "razones" artificiales para justificar su causa.

Este movimiento es, por consiguiente, una potenciación, en el terreno político, del cadencioso balanceo de esa iglesia marginal, portavoz de la teología de la liberación negra, de la que Barack Obama ha sido miembro fiel a lo largo de los últimos 20 años. Por mucho que quiera distanciarse ahora de los énfasis más estridentes de su pastor, el reverendo Jeremiah Wright, Obama se ha visto expuesto a esas ideas —las más groseramente antinorteamericanas que sostenga religión alguna en Estados Unidos, con la posible salvedad de La Nación del Islam que preside Louis Farrakhan— durante un período sumamente importante de su vida.

Sostener que no comulga con las ideas que le ha oído predicar a su pastor y consejero espiritual durante 20 años, en el templo donde, según sus palabras, ha acudido fielmente a adorar cada domingo, es una afirmación inadmisible. Nadie puede haber participado activamente de este culto sectario durante tanto tiempo sin identificarse plenamente con él y sin profesar, no importa con cuanta discreción, los absurdos principios que propaga.

Particulares emociones

Finalmente, en lo que como cubanos nos concierne, el fenómeno de Obama —tanto en cuanto pueda repercutir en la situación de nuestro país— ha provocado divisiones entre los nuestros, específicamente entre los que abogamos por el mantenimiento del statu quo en la política norteamericana hacia La Habana y los que, por distintos motivos y con diversos grados de entusiasmo, abogan por un cambio de parte de Washington que, según esa opinión, produciría una apertura que acelere la "transición".

Sin entrar en los pormenores de un tema cuya discusión exigiría, de suyo, un espacio mucho más amplio, aquí también el obamismo incide activamente en nuestras particulares emociones. Todas las pasiones que provoca la situación de Cuba, sobre todo entre los cubanos exiliados, se ven acrecidas por las reacciones a una plataforma política que anuncia un cambio de actitud de parte de Estados Unidos hacia nuestro país; cambio que podría conllevar, en la práctica, el reconocimiento de un régimen que, para muchos exiliados, pervive como una anomalía ilegal.

De esta suerte, las elecciones de Estados Unidos en noviembre (si descartamos la posible y cada vez más remota nominación de Hillary Clinton) será también una consulta sobre la política norteamericana hacia Cuba que enfrentará, inevitablemente, a exiliados que favorecen un entendimiento con la tiranía y a los que, al apostar por cambios más drásticos, preferimos que el Tío Sam siga afirmando la ilegitimidad del castrismo. Espero que, llegado el momento, la moderación se imponga, y el electorado instale en la Casa Blanca al gris y poco carismático John McCain.


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