Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Migración, Exilio, Éxodo

Adiós temeridad

No es la única historia y desgraciadamente no será la última, de cubanos que en su afán de llegar a la “otra orilla” son, literalmente, tragados por las aguas

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El valor es hijo de la prudencia,
no de la temeridad.
Pedro Calderón de la Barca

La abuela cubana Eneida Milián, de 81 años, se acostó dentro de la casa de campaña junto a su nieto Rodney, como era costumbre. La familia toda —hija, nietos, bisnietos, nueras y yerno—, en camino a la frontera con Costa Rica, había sido advertida de internarse en la selva del Darién antes de comenzar la época de lluvias y la crecida de los ríos. Eneida, días antes y de manera premonitoria, había dicho que nada fácil le esperaba, enferma, ante la incógnita del tránsito a través del también llamado tapón del Darién.

Según los familiares, en la subida a la Loma de la Muerte comenzaron las lluvias. Unos guías, muy conocedores del lugar, los abandonaron en la cima de la montaña, inequívoca señal de lo que les esperaba en el descenso. Una vez en el llano, durante días caminaron buscando la Casa del Abuelo, que no encontrarían nunca. Y tal vez porque desconocían el peligro que encierran verdaderas junglas y afluentes caudalosos, acampaban a la orilla, allí donde podían asearse y preparar los alimentos.

Bárbara, la hija de Eneida, cuenta con memoria gráfica como fueron sorprendidos por la crecida del río, y a duras penas pudieron salvarse todos, menos la abuelita. Supone que la anciana, quien como todos los de su edad, tenía el sueño ligero y breve, salió de la casa de campaña al oír el ruido del río embravecido y fue arrastrada por la corriente. La hija es muy descriptiva sobre la desaparición de su madre: “el río se la tragó”.

No es la única historia y desgraciadamente no será la última, de cubanos que en su afán de llegar a la “otra orilla” son, literalmente, tragados por las aguas. Llevamos sesenta años de fugas, porque es eso y no otra cosa, a través del aire, la tierra y el mar. Espectaculares huidas, no siempre exitosas, en el tren de aterrizaje de los aviones, embalados como paquetes, en la bodega o la sentina de un barco mercante, haciendo surf sobre una tabla, en una balsa de neumáticos y poli-espuma, caminando a través de selvas, ríos y montañas, como es frecuente ahora, y que viene a ser como un “Camino de Santiago” apócrifo en busca de la libertad. Pero incluso los más afortunados, “balseros aéreos”, quienes se han quedado en una escala técnica antes de llegar a la Isla, han sentido el rigor del desamparo: sin familia, con nieve y sin papeles, el latido de la incertidumbre en sus primeras horas de prófugos.

Un comentarista anónimo de estas páginas —suelen ser los mejores complementos e inspiraciones a los artículos—, se cuestionaba por qué había valor en los cubanos para hacer esas travesías tan peligrosas, y no para para lanzarse a las calles y reclamar los derechos. No se explica cómo había nacido el mito de la valentía del soldado cubano, mientras el pueblo contemplaba muchas veces, de manera cómplice —y otras como delatores— a la policía golpeando a las Damas de Blanco. Ese contraste entre valor para callarse y aguantar, y valor para desafiar una muerte segura en una ruta suicida.

Para su tranquilidad, a muchos tampoco. Hay una zona de oscuridad, indescifrable, cuando se analiza que quienes arriesgan su vida a través de la Corriente del Golfo o la Selva del Darién fueron los mismos que desfilaron hace unos días en el Primero de Mayo o votaron, entusiastas, por la constitución inconstitucional. Podrá argumentarse que hay mucho de doblez, de inmoralidad en esa conducta; un aprendizaje necesario si se quiere sobrevivir dentro de un régimen totalitario –no olvidemos que quienes conducían, y recogían amablemente las pertenecías de los judíos antes de pasar a las cámaras de gas eran también judíos. La llamada doble moral, cuya mejor definición es inmoral, suele ser un recurso deleznable pero útil en situaciones límite.

Quizás sea preferible discernir entre valentía y temeridad. Tener valor es siempre tener una posibilidad, una oportunidad, un momento de reflexión y discernimiento. La valentía no está reñida con la prudencia, y más bien se complementan. El valiente no carece de miedo, pero puede adminístralo, estar en control. En cambio, la temeridad se asocia a lo imprudente, al miedo que, paradójicamente, lanza al ser humano a lo desconocido. La temeridad, vista como ligereza, es una precipitación del juicio y de sus consecuencias, y solo puede explicarse cuando el individuo ha perdido toda esperanza de alcanzar la meta por vías de la razón y la oportunidad.

Podríamos especular que una buena parte de sociedad cubana ha sido educada para la temeridad y no para la valentía. El Difunto Líder quien, desgraciadamente, moldeó con sus discursos y sus acciones casi seis décadas de vida republicana y a más del 70 % de la población viva, inculcó en nuestros compatriotas el culto a ‘todo es posible”, el irreflexivo poder del voluntarismo.

Sería imposible resumir aquí las megalomanías, temeridades por naturaleza, que parten de un sentido de inferioridad y hacen que constantemente la Isla se compare “con el imperialismo”. Cualquier cosa que se construya o se piense en Cuba tiene que ser más grande y mejor que la de los “americanos”. De esa “temeridad económica y social” sufrimos el Cordón de la Habana, el Médico de Familia, la Zafra de los Diez millones, y un largo etcétera.

¿Narcicismo Social o Temeridad Aprendida? Pueden ser términos intercambiables. Parece que desde nuestro nacimiento como nación, veníamos padeciendo de cierta temeridad, ausencia de tercera dimensión, de profundidad, como escribió Jorge Mañach en famoso ensayo Indagación del Choteo.

Los cubanos sabemos “hacer de todo” cuando llegamos a estas tierras. Prescindimos de un plano para armar el mueble y al final, sobran dos tornillos y una tuerca; colgamos un cartel en Hialeah que advierte: aquí se habla inglés. Temeridad para el delito, además: desafiar y desfalcar a los seguros como si fuera normal, porque matar una vaca en Cuba era peor y aquí, al parecer, nadie vigila; porque en Cuba robarle al “estado” no es solo una venganza, sino también un acto de suprema valentía. Temeridad para reclamarle al gobierno norteamericano, y en mala forma —al país más poderoso de la Tierra!— sellos de comida y vivienda gratuita.

Quizás será tarea futura para las nuevas generaciones de cubanos ir dando pasos hacia la verdadera valentía, que es prudente, misericordiosa, reflexiva, y dejar detrás esa temeridad que nos acompaña, a veces disfrazada de valor, de ‘si se puede”, y bajo la cual se han cometido, y pretenden seguir cometiéndose errores y crímenes que no tienen perdón humano. Con temeridad el régimen sigue defendiendo lo que ya a esta altura es indefendible. Poco importa que arrastren al abismo, o la profundidad de las aguas, todo un pueblo al cual no se le ha consultado, valientemente, su verdadero parecer.

Ese es el dilema que enfrenta el régimen cubano actual: más temeridad que coraje. Poco valor para cambiar “lo que tiene que ser cambiado”, y asumir las responsabilidades. Deberían leer a quien combatía frente a la tropa, y sus victorias terminaron cuando la temeridad desafió el invierno ruso. Así escribió Napoleón I: “El coraje no se puede simular, es una virtud que escapa a la hipocresía”.


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