Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Nacionalismos

El nacionalismo renqueante

Ya pasó el tiempo en que los dirigentes cubanos, con Fidel Castro a la cabeza, enarbolaban un nacionalismo de pasarelas

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La actual élite política cubana —esa mezcla imperfecta de militares, tecnócratas y burócratas rentistas— está echando mano a cuanto recurso ideológico o emotivo le pase cerca para legitimar su propia estancia en el poder. Pero realmente no hay muchos recursos disponibles.

Ya casi nadie habla en Cuba de socialismo, de un mundo superior o de las leyes de la historia soplando por la popa, argumentos medulares en aquella época en que había más banderas soviéticas en la bahía de la Habana que en la Plaza Roja. Y aunque los tecnócratas tratan de presentar sus argumentos eficientistas sobre perdedores y ganadores —música celestial para las agencias internacionales y los corrillos universitarios liberales— son muy poco creíbles en contextos de estancamiento económico y pobreza generalizada. Contextos en que los perdedores son demasiados y los ganadores un puñadito de origen muy dudoso.

En consecuencia, a los partisanos del General/Presidente solo les queda un argumento: el nacionalismo. Pero un nacionalismo que se mueve con muchas dificultades, como renqueando.

Ya pasó el tiempo en que los dirigentes cubanos, con Fidel Castro a la cabeza, enarbolaban un nacionalismo de pasarelas, en que la supuesta lucha por la soberanía era dibujada como parte de la conquista de un mundo superior. Era un nacionalismo holocáustico, belicoso y militarista, que no pedía a un líder que sugiriera, sino a un comandante que ordenara. No cultivaba la patria para la vida, sino que la cambiaba por la muerte. En nombre del antiplattismo, no escatimaba maniobras antinacionales. Pero era un nacionalismo que se veía a sí mismo conquistando el futuro. Un nacionalismo efervescente que cautivaba la imaginación de muchas personas de todas las generaciones. Era, en última instancia, un nacionalismo apoyado en una alianza con una superpotencia y que apelaba y concitaba el apoyo de una parte muy alta de la población.

El nacionalismo de los últimos tiempos, en cambio, es terriblemente opaco y poco elegante, como la claque octogenaria que controla los resortes del poder. Es un fetiche descolorido, un espantajo de últimas trincheras. Es un recurso desesperado para seguir cubriendo con un manto seudo-patriótico los ríspidos problemas reales de la nación cubana. No ofrece nada superior. Es la expresión política de un proyecto muy imperfecto de país que se quiere ventilar mediante la alianza del sector tecnocrático/militar hegemónico con actores advenedizos tales como la jerarquía católica, la estrecha franja de “ganadores” del ajuste, los intelectuales subsidiarios y los sectores emigrados proclives a un entendimiento casi sin condiciones con el Gobierno cubano.

Nunca, como ahora, el nacionalismo postrevolucionario ha sido una invitación al autismo, entre otras razones porque opera sobre un concepto viejo de nación que se difumina. Pues la nación a que alude el nacionalismo oficialista cubano es el de la nación única e indivisible, insular e insularista, centralizada, con un apéndice externo emigrado que sirve para enviar remesas, pagar servicios y al que se puede manipular políticamente. Y esa nación ya está desapareciendo.

En primer lugar porque el signo de los tiempos es transnacionalista. Pensar la sociedad cubana desde el insularismo es tan ineficiente como creer que todos los problemas que nos atañen pueden resolverse con nuestras claves. La sociedad cubana hoy es una sociedad transnacional. Cerca de un 20 % de su población —una proporción aún mayor de sus jóvenes y de sus profesionales— viven en otros países, mayoritariamente en dos exmetrópolis: España y Estados Unidos. De estas personas depende el sostenimiento de millones de familias en Cuba, y una parte muy importante de los ingresos fiscales que el Gobierno percibe a través de la práctica parasitaria de hacerles pagar a precio de oro cada contacto que tienen con la Isla.

Querer administrar esta diversidad con mezquinas reuniones del Gobierno con sectores adeptos de la emigración, y llamarle a eso la nación y la emigración, es antinacional y tremendamente inmoral. Pretender montar una tramoya nacionalista sin tener en cuenta toda la riqueza de oportunidades que guarda la comunidad emigrada es simplemente una torpeza. Una más entre las tantas a que nos tiene acostumbrado la clase política cubana.

El segundo problema que carcome las bases del adefesio nacionalista es que está ocurriendo una fragmentación del espacio nacional al calor de las diferentes intensidades de exposición de los espacios regionales a la economía global. La idea de Cuba se mueve, errática, entre la costa norte Habana/Matanzas mirando al sur de la Florida —con sus remesas, campos de golf, marinas e inversiones brasileñas— y la costa sur de Oriente en proceso de haitianización. Ambas partes son Cuba y la habitan cubanos, pero evidentemente de diferentes maneras, todo lo cual nos obliga a pensar que la consigna sobre el orgullo de “ser cubanos” tiene lecturas muy diversas según el lugar donde la gente nace.

No hay signos positivos que indiquen una voluntad para afrontar la inequidad territorial con políticas descentralizadoras y de asignaciones. Al contrario, la clase política cubana persiste en limitar legalmente la movilidad horizontal y en hundir a los contingentes de migrantes internos en situaciones de ilegalidad y subciudadanía en su misma nación. Es un abuso antinacional que solo es posible en un país donde no existe opinión ni debates públicos.

El nuevo nacionalismo no solo es autoritario, sino también conservador. No hay en él nada de innovación aunque se levante sobre las cenizas dispersas de una revolución que murió hace mucho tiempo. Y su sello conservador se acentuará en la misma medida en que avance el pacto político con la cúpula de la única otra institución centralizada (y ciertamente nacionalista a su manera) que existe en la Isla: la Iglesia católica.

Y de la convergencia de jerarcas militares y eclesiásticos emerge la imagen intensamente revalidada de la Virgen Mambisa, bajo cuya “dulce mirada” dejó Benedicto la solución de los problemas nacionales. Una revalidación tan intensa que ha logrado conmover las fibras místicas más profundas de toda la prensa nacional, incluyendo al infecundo periódico Granma.

En resumen, la sociedad cubana está expuesta a un nacionalismo autoritario y conservador en función de la reproducción del poder de los militares, los tecnócratas y del Clan Castro. Un nacionalismo que coloca a toda la sociedad al servicio de la restauración capitalista en beneficio de la élite tecnocrática/militar. Un inmenso peligro que conspira contra nuestras aspiraciones democráticas y contra nuestra historia de laicidad. Un obstáculo más que habrá que vencer para avanzar hacia una nueva propuesta de nación —democrática, justa y laica— que nos pertenece a todos y todas. Insulares y emigrados.


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