Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Madre, Testimonio, Hijo

Gelatina de fresa

Ves mamá, al cabo del tiempo, en tierra ajena, donde tengo más derechos que en tierra propia, termino echándote las culpas de mi calvario por amor a esa libertad que inculcaste en mí

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Han pasado muchos años antes de volver a probar al menos una cucharada de gelatina de fresa, y si lo he vuelto a hacer, ha sido con desgano, como quien agradece el ofrecimiento, pero no siente el deseo. Aquel rosado fuerte, delicioso, suave, hizo mi duelo, que perdura hasta hoy, hecho ella.

Ella es Zilia Aguado Marcelo; la otra imagen material, triste y aterradora, es una fotografía que los humanos agradecemos a Marie Curie, la mujer escapada de sí misma que ofreció su cuerpo a cambio de revelarnos con su amor por la ciencia, ciertos secretos de nuestra humana interioridad.

Gelatina de fresa y una placa de rayos X aparecieron juntos aquella tarde antes de la madrugada fatal. ¿Por qué Dios prefiere esa hora para ejecutarnos? ¿Misericordia divina?

Si bien no puedo olvidar la plácida sonrisa de mi madre con la pequeña cucharita, recostada en su cama de hospital, menos aún olvido aquella placa de verdosa transparencia, iluminada desde la pared, donde tantos punticos negros resaltaban, crueles, sobre el gris claro de unos huesos desvanecidos por el terrible capricho de las células.

Treinta años nos separaban entonces, escasos treinta años entre mamá y nené, que no quisieron despedirse nunca, cumpliendo fieles su promesa hasta el día de hoy.

Yo era, hasta cierto punto un privilegiado con aquella grabadora Sony de alta tecnología, portátil, peso aceptable si consideramos la integración de tantas funciones profesionales, más la condescendencia de tenerla allí conmigo, como si fuera propia, en un hospital, mientras velaba el sueño o la sonrisa orgullosa de la mujer que me hizo ser.

Odié siempre, mis odios son conceptuales, aquella frase al fin abandonada en este exilio que nunca he deseado y mi madre jamás hubiera concebido: como si fuera mía, como si fuera tuya, como si fuera…

Es que en mi hogar las cosas eran, no parecían serlo. Los libros, miles, eran míos, jamás me preguntaron con tono inquisitivo: A ver, ¿qué lees? Nunca supe de una recriminación por decir, escribir, debatir, mis ideas, aun cuando fueran una auténtica locura contra toda naturaleza.

Hacía pedazos mis juguetes, buscando el por qué se movía aquel trencito que tanto hubo de costarle a mis padres cuando todavía los reyes magos nos hacían portarnos bien, al menos un día al año. Jamás hice caso a las imágenes sugerentes que acompañaban las fichas de construcción, porque había leído a Inhotep y ¡claro!, quería ser como él.

Ahora puedo entender el origen de mi rabia cuando sabía que nunca aquella grabadora sería propia, al menos en el mundo donde crecía, no donde había nacido, porque mi madre, de saberlo, habría pospuesto el darme a la luz cuando la oscuridad se venía encima de nuestra patria.

Zilia, la pobre, no podía entender aquello.

A veces llegué a pensar, trágico absurdo, que ella no me quería porque Aldonsa, la dulcera maravillosa, venía a buscarme con su marido alemán, llevándome a su bongalow americano junto al río Cristal, donde los relojes Cuco sonaban diez veces en una hora bajo el impulso de mis dedos atroces, y podía escaparme, eso creía yo, hasta la poceta junto a la ruidosa cascada en las madrugadas de lecturas veladas al común de la gente.

En fin, tuve casas maravillosas, viajaba en una camioneta Ford del último modelo posible en Cuba, de vez en cuando, esperando jaleas de frutas, me asediaban pilas de revistas de muñequitos americanos escapados de la censura vigente. Una soledad de almohadones acompañaba aquellos insomnios, bendecidos por las hojas de plátano meciéndose tras el lujo inconcebible de un enorme cristal hecho pared.

Era inevitable el asalto de la filosofía cuando volvía a la vida real de un país diariamente venido a menos. Tener es una interpretación especial si de Cuba se trata. Disfruté muchas cosas con la brevedad espiritual de saber que en cualquier momento podía perderlas, y de hecho siempre terminó siendo eso, la inobjetable pérdida de aquello que nunca te perteneció.

Así me ha sucedido siempre, sobre todo cuando mis ojos se extendieron por toda la largura del archipiélago cubano. Viajé como pocos, diría que Núñez Jiménez, el capitán barbudo de la ciencia, con quien anduve varias veces, por supuesto que me ganó ampliamente en kilómetros. Sin mediar la diferencia, sumé miles de millas-se me ha pegado el idioma de este exilio-; cayos, cuevas, playas, arrecifes, montañas, ríos, y de contra, las urbanidades posibles de mi ecléctico y abigarrado paisaje nacional.

Lo malo es que siempre me acompañaba esa sensación de andar prestado, de tener que pedir permiso o saberme colado en donde podían sacarme, y en algunos casos sucedió el desagrado de vivirlo, como aquella mañana junto a tres noruegos en el muelle de la marina Hotel Colony de la Isla de Pinos, la misma decretada por Fidel Castro Isla de la Juventud.

Los turistas habían pagado por cuatro plazas, bien caro, por cierto, para pescar en unas aguas, junto a los farallones de Puerto Francés, el cuarto presunto pescador era yo el cubano, y me comunicaron, con la amabilidad forzada del caso, la prohibición terminante de abordar. Ahí sobrevino el odio otra vez, recordando mis descubrimientos de dibujos indios en las solapas rocosas de aquel bellísimo destino, antes mío de ocasión, siempre bajo permiso y supervisión.

Ves mamá, al cabo del tiempo, en tierra ajena, donde tengo más derechos que en tierra propia, termino echándote las culpas de mi calvario por amor a esa libertad que inculcaste en mí, junto a las biblias que de niño ojeaba igual que ojear Ponolani de Dora Alonso, mi matancera-pinareña favorita, a quien grabé con aquella Sony del hospital, cargada de Beatles, protegido por el anonimato de los audífonos, evitando mirarte la carita triste, porque no querías dejarme solo en mi creciente rebeldía, sabiendo que era culpa tuya.

Sabes, mami, esta noche seguramente vamos a conversar, te adelanto que hablaremos de mi felicidad, de saber que muchísimo te agradezco la niñez feliz a pesar de cuanto vino después, incluyendo la universidad marxista leninista con notas sobresalientes, hasta el día aciago, en que sabiéndote morir, me pediste en la placidez de tu última sonrisa, una gelatina de fresa.


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