Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Valdés, Historia, Sociología

Los «peros» de Juan Valdés Paz

Juan nunca bajó la cabeza y nunca hizo concesiones, aunque lo pagara con el silencio

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Hoy la vida tocó a mi puerta con otra cuota de desolación: murió Juan Valdés Paz. Hubiera querido escribir que era un hombre del que es difícil hablar mal, pero no es cierto. Siempre existía una razón para fustigarlo: era intrusivo, hablaba alto, discutía sin compasión, robaba libros, entre otros hábitos intratables. Pero, aún cuando nos cargara lo suficiente para abominar de él, siempre que había que terminar con un “pero”. Y el “pero” era lo más importante, porque tras él se parapetaba un hombre íntegro, solidario, erudito y de un humor ingenioso y sarcástico que incendiaba todas las reuniones en que figuraba.

Tuve la oportunidad especial de compartir profesionalmente con Juan en el Centro de Estudios Sobre América, donde Juan era, sin lugar a dudas, el referente teórico más importante. Poseedor de una biblioteca impresionante que no dudaba en derramar sobre sus colegas —prestando libros o pontificando con sabiduría y gracejo peculiar— siempre tenía tiempo para leer lo que los más jóvenes escribíamos, y hacernos entender errores, déficits y redundancias. Aunque tenía una formación marxista, su sabiduría siempre lo empujaba a un eclecticismo fructífero cuyo punto innegociable era una inclinación por los enfoques sistémicos donde anidaban Weber, Durkheim, Parsons, Walzer y una gama amplia de autores neomarxistas españoles e italianos que nos proveía un amigo entrañable de aquellos tiempos: Manuel Moreno.

Personalmente aprendí de él una ética profesional diría que ruda, el valor de la crítica y el debate en la construcción del conocimiento y, lo que no es menos importante, la separación de dos tipos de verdades: la política y la teórica. Juan lo hizo, y por ello acompañó su obra teórica —escrita o simplemente hablada, pues Juan siempre fue más juglar que escritor— de una lealtad a lo que él denominaba el “proyecto revolucionario”. El término no era inocente. Creo que nadie en el CEA fue capaz de desarrollar una crítica holística al sistema-realmente-existente que se amparaba tras el epíteto de socialismo, como lo hizo Juan antes de que el Período Especial mostrara sus terribles fisuras. Fue un mérito de su talento. Pero siempre creyó que “el proyecto” —que remitía vagamente a justicia social, democracia, desarrollo e independencia nacional— era rescatable y que nada justificaba un retorno a un pasado que él conoció desde sus muy modestos orígenes.

Podemos discutir sus puntos de vista, y de hecho fue lo que hicimos la última vez que nos vimos, almorzando en un restaurante dominicano en 2006. Justo cuando entendí que nuestras posiciones se bifurcaban para siempre, aun cuando ambos creyéramos en una alternativa socialista. Juan defendió un imaginario que derivaba de una realidad que se tornaba más deplorable según desaparecían sus soportes artificiales, pero que en última instancia era también su experiencia vivida. Era su propia vida.

Se puede argumentar que ese fue el drama de toda una generación de intelectuales. Y es cierto, pero con una diferencia que vale resaltar: Juan nunca bajó la cabeza y nunca hizo concesiones, aunque lo pagara con el silencio. Durante el affaire CEA buscamos la manera de incluirlo en el consejo de dirección que debió afrontar la discusión con la burocracia partidista, pues para entonces —1996— ya él había dejado todas sus funciones de dirección en la institución. Aceptó el reto y garantizo que fue de los que nunca titubeó en que no había marcha atrás, ni espacios para componendas. Terminado este proceso fuimos dislocados en diferentes organismos, y a Juan le tocó una trinchera de la peor ortodoxia denominado Instituto de Historia, donde los enanos morales a cargo le hicieron la vida muy difícil hasta obtener su retiro. Nunca lo vi hacer guiños para arriba, ni conceder un tantico. Y así fue siempre: convencido de su historia, pero celoso de su integridad. Y, recalco, esa es la diferencia de Juan Valdés Paz, a favor de su grandeza.

Si la sociedad cubana hubiera sido más abierta y democrática, Juan hubiera terminado sus días en una cátedra muy bien pagada de la Universidad de la Habana, solo investigando e impartiendo postgrados. Pero Cuba perdió esa oportunidad. Y el régimen lo prefirió relegado a su modesta casa en Pogolotti, aprovechando las franquicias de la UNEAC y con un premio de consuelo.

En este día pensaré en Juan, como lo hacía desde hace mucho tiempo, en que nuestras posiciones políticas hicieron una diferencia que nunca mellaron mi cariño y admiración hacia él, y supongo que tampoco de él su afecto hacia mí. Con alguna frecuencia intercambiábamos comentarios por email, en los que siempre me llamaba —nunca supe la razón— “ostrogodo”. Fue particularmente atento con mi familia, que también lo recuerda. Y a su tribu —Deisy, Karen, Elena y Alejandro— va nuestro pésame y al mismo tiempo nuestra felicitación por haber conseguido compartir sus vidas con un ser tan lleno de “peros”.