Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Sacerdote, Cela, Obituario

Recordando a Jorge Cela (SJ)

Cura al fin, Cela hablaba del reino de Dios, pero invitaba a construirlo en la vida cotidiana, mediante luchas sociales que enfrentaban males terrenales que iba denunciando uno a uno

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Mi primera visita a República Dominicana, en marzo de 1983, tuvo un fuerte toque eclesiástico. Primero, entré el país en una época en que los cubanos tenían vedada la entrada, porque me confundieron con unos curas que iban a un congreso católico en Haití, y cuando los servicios de seguridad se percataron del error no tuvieron más opción que vigilarme día y noche con una misma pareja de policías de civil, con los que terminé conversando, tomando café y explicándoles mis periplos diarios para que no se perdieran.

Y luego, porque dos de mis encuentros memorables en aquella visita fue con dos curas jesuitas. Uno de ellos era el Padre José Luis Alemán, un hombre de la elite intelectual que era visto en Cuba como un demonio. Lo que encontré fue un tipo de un humor excelente, muy culto e ideológicamente un socialdemócrata keynesiano (era economista) cada vez más crítico frente a la deriva monetarista del gobierno dominicano. El padre Alemán, había nacido en México pero era cubano, solo que para él Cuba era un referente cultural lleno de interrogantes. Su mundo era dominicano. Murió en 2007, entre muchos y merecidos reconocimientos.

El segundo cura fue el Padre y sociólogo Jorge Cela. Tan simpático y culto como Alemán, Cela optó por convivir con los habitantes de Guachupita, uno de los barrios marginales que circundan el Río Ozama, donde plantó vivienda y parroquia. Si Alemán era profesor de la elitista Universidad Católica Madre y Maestra. Cela siempre merodeó las aulas de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, donde varias generaciones de estudiantes aún juran fue el mejor profesor que conocieron. También a diferencia de Alemán, Cela siempre mantuvo una parte de su ser en Cuba.

Cuando visité a Cela, en aquella primavera de 1983, se preparaba para una misa, a la que me invitó. Era en un lugar abierto, y no creo que hubiera menos de 200 asistentes, mucho más de lo que cualquier partido de izquierda podía reunir de una vez. Cura al fin, hablaba del reino de Dios, pero invitaba a construirlo en la vida cotidiana, mediante luchas sociales que enfrentaban males terrenales que iba denunciando uno a uno, como un comunero agitador. Obviamente, desde entonces nunca olvidé contactarlo en mis viajes a la media isla, ni leer sus enjundiosos artículos críticos en varias revistas locales e internacionales.

Desafortunadamente, cuando me radiqué en RD tuve menos oportunidades de compartir con él, debido a que ya había abandonado su trabajo parroquial y estaba asumiendo otras altas responsabilidades en la compañía. Creo que en 2010 salió de RD y se radicó en Cuba, todo lo cual le permitió una visión muy afinada de la realidad insular que tuvimos la oportunidad de compartir más de una vez en sus breves visitas a Santo Domingo. En 2014 me radiqué en Chile, y Jorge andaba de presidente de la conferencia de provinciales en Perú, por lo que tuvimos otra tanda de encuentros en Santiago, hasta que una tarde, tomándonos un café en la Plaza Ñuñoa, me comentó con gran entusiasmo que volvía a Cuba, a dirigir una red de centros Loyola.

Andaba eufórico. Recuerdo como reclamaba la idea del espacio público, pero no estatal, como la alternativa para una nación que perdía sus bríos en el estatismo y se cabeceaba tentada por el mercado. El mercado, me decía, no es el reino de la libertad pues devora la espiritualidad. Y se veía a sí mismo entregando todas sus fuerzas —que enunciaba como sus últimas fuerzas— a diferentes proyectos educativos desde la propia comunidad. Eran exactamente sus ultimas fuerzas. La salud fue empeorando, y en un mensaje de 2019 me decía que temía que no nos volveríamos a ver al menos que yo fuera a Cuba, pues la tirada a Chile ya era muy larga para él. Todavía a fines de ese año escribió un lindo mensaje colectivo a un puñado de amigos en que hablaba de sus itinerarios habaneros y de su trabajo con envejecientes y niños. Dirigía seis centros loyolas con unos 3.000 asistentes, pero su lugar predilecto era uno en el reparto California “…donde asisten cientos de niños y adultos a clases de artes, idiomas, computación y repaso escolar en dos sedes”.

“Todo esto —lo cito in extenso— es posible gracias a que cientos de personas colaboramos en este esfuerzo de aportar a construir la Cuba que soñamos. Y gracias a mucha gente que nos apoya para hacerlo posible. Es el milagro diario, como el del sol que sale puntualmente cada mañana, que por la costumbre ya no nos llama la atención, pero por el que cada día doy gracias a Dios por regalárnoslo. Pienso que es nuestra manera de hacer que cada día sea Navidad, porque cada día nace la esperanza que nos ilumina como una gran estrella y nos permite soñar el futuro. Y entonces me acuerdo de todos ustedes, que en distintos momentos y lugares iluminaron mi vida con su amistad y me confirmaron en la convicción que es posible un mundo mejor, y doy gracias por haberlos conocido, porque sean parte de mi historia y siento un deseo grande de desearles una FELIZ NAVIDAD Y UN 2020 EN QUE SUS SUEÑOS SE HAGAN REALIDAD”.

Hoy, al abrir internet, vi la noticia de su muerte. Lo recordaré siempre, como probablemente harán todos los que tuvimos el privilegio de conocerlo. Dicen, quienes encontraron su cuerpo, que estaba como dormido, junto a una mesa con libros abiertos y papeles a medio escribir. Estoy seguro que murió conspirando para construir el Reino de Dios, que siempre imaginó inspirado en el cielo, pero localizado acá, en la tierra. Como explicaba a los habitantes de Guachupita en aquella tarde de marzo de 1983 en que lo conocí.