Actualizado: 18/04/2024 23:36
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En clave cifrada (II)

A la larga, la ganancia será neta para Günter Grass y su obra, si logra vencer su incapacidad para separar vocación política y quehacer literario.

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Lo otro, la cara fea del nacionalsocialismo —que aquella esplendidez era sólo para arios y estaba en función de la guerra; el culto a la muerte, el Holocausto judío y gitano, el exterminio de los anormales y los disidentes, los planes de esclavizar a los eslavos, la inferiorización de la mujer y la homofobia—, o no la vio o no la quiso ver, como siempre ha admitido. Y de poco sirve traer aquí a colación, en su contra, el caso excepcional de la adolescente Sophie Scholl y sus compañeros de la Rosa Blanca, cuya protesta pacífica en Munich les costó la vida. No eran más que eso, la excepción que confirma la regla.

En Pelando la cebolla, Grass pinta sus condiciones de vida en Gdansk con una mezcla de ternura y despecho, explicando su desespero por ingresar en las tropas élites del régimen como una manera de escapar a las estrecheces de la vida cotidiana en el seno de una familia de tenderos de ultramarinos. Su padre y su madre eran leales al Führer hasta el punto de cerrarle la puerta sin piedad a la tía cachuba (etnia polaca oriunda de Gdansk), tras el fusilamiento de su marido.

A los 15 años, Grass se presentó voluntariamente para servir en la flota submarina del Tercer Reich. (Lo hizo por las mismas razones que mueven a tantos jóvenes cubanos a ingresar en las Avispas Negras, los Boinas Rojas, las Tropas Especiales, la Brigada Especial o la Seguridad del Estado). Lo rechazaron por no haber cumplido aún la edad requerida. Enseguida fue llamado a pasar un test de aptitud para el mando en las oficinas de reclutamiento de las SS-Waffen, con idéntico resultado, a pesar de su entusiasmo.

Militó en la Juventud Hitleriana y era lo bastante fanático como para estar dispuesto a inmolarse por el Führer, aun después de escuchar el apocalíptico discurso de Goebbels sobre la "guerra total". Y a punto estuvo de lograrlo cuando las esquirlas de un obús ruso se le encajaron en una pierna.

Luego viene la descripción de la escena en que, tras la capitulación oficial de Alemania, se despoja de las insignias de las SS a instancias de un camarada. Cuesta creerle cuando asegura que durante toda esa fase de hecatombe final apenas escuchó voces críticas y que, siendo artillero de una de las divisiones motomecanizadas más poderosas de las SS-Waffen entre septiembre de 1944 y mayo de 1945, no disparó un solo tiro.

Grass mintió al contar, años después, que conoció por primera vez la discriminación racial al oír a los militares blancos del campo de prisioneros de guerra norteamericano llamar nigger (niche) a sus colegas negros. Es difícil creer que no haya leído Mein Kampf (Mi lucha), de Hitler, ni oído hablar de un campo de concentración situado a sólo dos aldeas del Conradinum, su instituto de bachillerato.

No miente, en cambio, cuando asegura que en calidad de prisoner of war (POW) fue llevado a Dachau y salió de allí creyendo todavía que aquellos montones de cadáveres eran propaganda enemiga.

Tras la guerra

En total, pasó sólo 134 días en cautiverio. Sus captores, a cuya indulgencia debe la supervivencia (los soldados rusos lo hubieran ultimado sin ceremonias al verle las dos runas o, con suerte, enviado a la Siberia hasta que lo rescatara Adenauer a mediados de la década siguiente), no sólo lo pusieron en libertad con 107 dólares (unos 3.000 euros de hoy) en el bolsillo para comenzar una nueva vida, sino que luego ni siquiera se tomaron el trabajo de poner fuera de juego al molesto escritor alemán, mediante simple recurso de dar a conocer el acta de liberación en su poder, donde consta que Grass fue miembro de las SS-Waffen.

Después de la guerra, Grass fue por breve tiempo peón agrícola y minero, hasta que en 1947 inicia en Düsseldorf un aprendizaje como marmolista y poco después matricula en la Academia de Arte de la ciudad. En 1955 debuta con un tercer premio en un concurso de poesía convocado por la Radio Sur de Alemania. Hasta entonces no se había vuelto a interesar por la política. Su personal ajuste de cuentas con el nacionalsocialismo habría de ser lento y penoso. Según él, concluye a mediados de los años cincuenta, o sea, de seis a diez años después de la guerra. Fue, por tanto, un joven reacio a la campaña de desnazificación.


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