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Actualizado: 12/06/2024 15:05

In Memoriam

Del conocimiento por misteriosa vía

El siguiente texto fue la última colaboración de Mario Parajón para la revista 'Encuentro', en el número dedicado al poeta Manuel Díaz Martínez.

No me pasará por la mente la idea de ofender al lector contándole la historia de la Sociedad Económica de Amigos del País. Institución dieciochesca, ilustrada como la que "limpia, fija y da esplendor", preocupada por el progreso económico, enamorada de los múltiples caminos que su presupuesto le permitía abrir, su preocupación fundamental era "educar al soberano". Una vez todos pasados por las aulas, todos seríamos felices. Un poco ingenua la expectativa, pero al ingenuo pertenecen las colchas del Edén.

Aquí fue a parar don Manuel Díaz Martínez, joven inteligente y bondadoso, divertido a sus horas y furioso a la manera de Orlando cuando le sonaban esa campanada; si bien lo suyo en el campanario era la presencia de la cigüeña reposada exhibiendo señorío.

Don Manuel Díaz Martínez, poeta, hijo de obrero luchador contento de ser longevo, algo mujeriego y tertuliano ingenioso, a más de buen compañero, fue enviado a la Sociedad Económica a realizar trabajos de investigación literaria. Don Manuel se presentó en Carlos III entre Soledad y Castillejo y así dio principio este bello capítulo de su vida. Él prefiere que a la hora de contarlo se hable un poco de él y quizás un mucho del ambiente y las andanzas de la vida intelectual cubana.

Añado ahora para los que gustan de estas precisiones que la Económica tenía por entonces dos entradas: una trasera y otra —solemne y de columnas— en la parte delantera. Entrando por la primera, había un par de aposentos, un par de aulas destinadas a la enseñanza, donde trabajaban una muchacha muy bajita y una señora antes empleada de un comercio popular habanero. La primera murió de parto poco tiempo después y la segunda falleció de una enfermedad nerviosa más o menos por las mismas fechas.

Por ese tiempo, eran amigas íntimas y la mayor parte de la empleomanía de la Económica temía que el apasionamiento cívico de la rubia empleada y los furores de la pequeñita trastornaran el ritmo tranquilo de la "existencia café con leche" de aquella inofensiva burocracia.

El maestro Lezama ocupaba su trono en el aula contigua. Eran los días en que Lezama empezaba a ser Lezama. Se presentaba en la Económica a eso de las diez y media de la mañana, lo cual todo el mundo, menos un español exiliado, veía con aprobación. El tal español era Francisco Motta, casado con Rafaela Chacón. Motta fungía también como investigador literario; había sido preso político en la España de la Guerra y se quejaba de que sus compañeros ni siquiera lo saludaban. Me imagino su soledad y su tristeza. En una reunión hizo uso de la palabra y señaló la impuntualidad de Lezama. Todos le fuimos encima por haber tocado al sacratísimo ídolo y éste se adelantó en el asiento lanzando una exclamación que ni Júpiter le hacía competencia:

–¡Usted me falta el respeto!

Unos minutos después se levantaba la sesión y yo encontraba a Lezama en el patio:

–Gracias, gracias —me dijo—. Esto es un aviso para que me apresure y acabe mi obra.

Volviendo a la puerta trasera del edificio y a las aulas con sus inquilinos, se distinguía en una de ellas la figura de don Celestino, empleado de la Económica de toda la vida. Su hermana, doña María, trabajaba en la biblioteca de la institución y tenía fama de poetisa y de mujer de subida calidad espiritual. Y la fama era merecida. Doña María era la gran consejera de sus hermanas y hermanos; me cuentan que habitaba con ellos y ellas en un vetusto y noble caserón de La Víbora. Tenía un novio de su misma edad, caballero de visita diaria a la mansión.

A doña María la querían todos sus compañeros de trabajo, además de sus familiares. Se daba a respetar por su sola presencia y sonrisa. Fue de comentario admirado para ella su manera valiente de asistir a la pérdida de algunos de sus hermanos, entre ellos del más joven, al que ella había criado luego de la desaparición de los padres.

Por el departamento del español rechazado se movía también Roberto Branly, a quien todos le decían Roberto Juan, uno de esos poetas al que tal vez alguien descubra en el futuro. Como persona, Branly, de natural muy afable, enamorado al estilo adolescente de una encantadora muchacha llamada Migdalia, se ponía radiante a la vez que exclamaba: ¡y pensar que me ha tocado casarme con un pollito!, mientras escribía versos y más versos, destacándose entre ellos los dedicados a Navarro Luna.

Armando Álvarez Bravo iba y venía por aquellos recintos. Se escapaba de ellos dándose prisa para llevar los originales a la imprenta. Era vecino de El Vedado, alegre y de mucha iniciativa, también poeta del azor y báculo afectuoso de Lezama. Por allá cerca trabajaba Marina Bardanca, rubia, espigada, muy humana y sentimental, entusiasta de la música romántica y del auténtico claro de luna.

Había más empleados y empleadas. Todos diferentes, ninguno malo, cada uno con su defectillo y quién sabe si todos unidos por las letras de un cartel imaginario donde don Pedro Calderón pudo haber escrito: "ya que la vida es sueño / y los sueños, sueños son".

¿Se dio cuenta Palomar alguna vez de esta verdad que no se sabe si catalogar entre las melodramáticas y dulces o entre las tristes y algo amargas? Palomar atendía la entrega de libros en el mostrador de la Económica y, de vez en cuando, se enfurecía, durándole el furor poco tiempo. Domínguez subía y bajaba con los tomazos bien cargados, jovial, persona decente hasta la calificación más alta y sabio como antes nunca un cubano lo fue. Yo lo habría casado con Guillermina Castillo, cuyo elogio no hago para no insistir en la semblanza. Renuncio también a escribir sobre los directores y sobre otros cuyo turno les llegará a su hora.

La vida y la obra de Díaz Martínez pasa por lo que estos personajes proyectan; conociéndolos, se conoce mejor al poeta.

* Revista Encuentro de la Cultura Cubana, número 40, 2006

© cubaencuentro

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