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Actualizado: 17/05/2024 12:58

Cine

La película del exilio

'The Lost City': Una visión adulterada de los años que antecedieron y continuaron el triunfo de Fidel Castro.

The Lost City es la película del exilio cubano. Dirigida por el actor cubanoamericano Andy García y con guión de Guillermo Cabrera Infante, la cinta acumula clichés, estereotipos y tergiversaciones a un ritmo mayor que los veinticuatro fotogramas por minuto. Pero esto carece de importancia. Tampoco importa la débil trama, la pobreza dramática y un reparto de actuaciones inadecuadas, del que sólo se salva Dustin Hoffman.

Avanza por un mundo perdido quien intente comparar el filme con cualquier realidad vivida o con un pasado más o menos lejano. Carece de significado contemplar las imágenes y descubrir aquí y allá referencias a The Godfather y escenas más cercanas a las representaciones de hogares de inmigrantes —principalmente italianos— propias del cine norteamericano. No vale la pena detenerse en la realidad histórica, cuando lo único real que tenemos ante la pantalla no se ve sino se oye y es la música cubana.

¿Acaso hay que decir que la gran ausente en todo momento es la ciudad, que supuestamente da origen al título? Ni siquiera estamos ante una metáfora. Lo que vemos durante casi dos horas y media es la visión de un exilio —específicamente del llamado "exilio histórico"— de un mundo que nunca existió, pero que vive ahora en la mente de muchos residentes de Miami y otras partes del mundo. Ese es el mérito de The Lost City, lo que la convierte en un producto singular dentro de cualquier cinematografía que en algún sentido esté asociada con Cuba. Por eso vale la pena verla. Esa es la razón principal para verla en un futuro.

Hay que destacar que The Lost City es una película de amor. No precisamente sobre el amor de los protagonistas —uno de sus aspectos más endebles—, más bien sobre el trabajo de amor perseguido por su director para hacerla realidad, luchando contra toda clase de impedimentos y la limitación principal de no poderla filmar en la Isla.

Un empeño así desafía el cinismo inherente a cualquier crítica de cine. No salva, sin embargo, el producto final. Ninguna obra de arte se convierte en un logro artístico a partir de las buenas intenciones. Pero esta tenacidad para expresar una realidad imaginada —y esa capacidad de reunir todos los arquetipos visuales con los que se identifica una población que por demasiados años ha vivido alejada de la patria— convierte a la cinta en una referencia necesaria.

Cuando mañana algunos estudiosos traten de comprender lo que significó ser un exiliado en Miami, tendrán que ver The Lost City. No porque esta ciudad aparezca en la pantalla —ni siquiera se menciona y el protagonista parte hacia Nueva York en busca de nuevas rumbas y no hacia un destino más tropical y cercano—, sino porque resulta imposible encontrar un mejor ejemplo de una visión adulterada de los años que antecedieron y continuaron el triunfo de Fidel Castro el primero de enero de 1959.

La verdadera protagonista

Hablar de adulteración y tergiversación no implica necesariamente —al menos no en este caso— un juicio de valor. La película no es un documental y no pretende reflejar los hechos "tal y como ocurrieron". Lo que quiero destacar es que se presenta una visión de lo ocurrido bajo la óptica de los que se fueron. No es la única aproximación posible a los hechos, tampoco es la más válida. Pero nada de esto le resta razón de existir.

Este punto de vista —la familia patriarcal cubana, la división entre hermanos producto de los acontecimientos políticos, el desencanto y la frustración, el inmigrante que trabaja duro en labores humildes para forjarse su futuro, la salvación por la cultura— tiene igual derecho a ser mostrado que un enfoque épico de los acontecimientos.

The Lost City es nuestro anti Chapayev, tan válida y tan llena de imperfecciones como la cinta soviética. Vale la pena pagar la entrada para ver esa representación de un Che Guevara asesino y cínico, como contrapartida a tanto guerrillero démodé que todavía el cine —y especialmente el cine norteamericano—nos intenta embuchar cada día.

Reconozco que aludir al valor de la cinta específicamente para un exilio determinado es dar un rodeo al análisis cinematográfico esencial que deja mal parada a The Lost City. Este ejercicio ya lo han hecho los críticos cinematográficos, en diarios como The New York Times. Pero también es cierto que pasar por alto los significados de la cinta para un público limitado —pero al que está dirigida como su espectador natural— la reduce a competir dentro de una cinematografía en la cual pierde un objetivo sino primordial al menos recurrente: la nostalgia, evidente desde el título.

¿Qué salva a The Lost City para un espectador al que el pasado, el futuro y la posible grandeza o pequeñez de Cuba carece de importancia? Poco de lo que ve. Ni siquiera la belleza serena de Inés Sastre, limitada a unos diálogos escuetos por su pobre dominio del inglés. Mucho o más bien todo lo que oye —si opta por no perder ni un minuto en esos parlamentos sosos que no llegan a la parodia que quizá intentaron y desprovistos de gracia por una solemnidad falsa que el realizador ha tratado de impregnar a todo momento— y es que la música cubana es la verdadera protagonista, por elección del guionista y director y a contrapelo de tanta imagen hueca: triunfadora absoluta por encima de esa historia severa y siempre triste y siempre sangrienta que es el destino de esa isla condenada a la tragedia, desde el primer habitante y el primer conquistador y el último patriota empecinado en traer un cambio que siempre termina en una nefasta repetición.

Un último reproche, y es que The Lost City es demasiado solemne, hasta cuando trata de ser alegre. Hasta en los detalles más íntimos y que debieran ser los más cercanos al espíritu de Cabrera Infante y del cual sus libros son la muestra más evidente y duradera: ausencia total de gracia e ironía. Nada más patético en esta película patética por defecto que el personaje incongruente interpretado por Bill Murray.

Andy García, que ya en el exilio contempla la imagen de la mujer perdida y no sabe hacer nada mejor que recitar los Versos Sencillos de José Martí con voz lacrimosa, y así termina por provocar el espanto en el espectador agobiado para la burla, ya con ganas de levantarse y dejar solo al protagonista, abandonar esa sombra que se esfuma en un guaguancó torpe mientras lucha por recrear un pasado desaparecido.

Un exilio no es una patria ni un mundo ni una esperanza. Apenas el acto de sobrevivir, donde el recuerdo no salva a nadie. Lo mejor entonces es retirarse en silencio, porque —como descubrieron en su momento los viajeros del Titanic— ninguna música puede impedir un naufragio.

© cubaencuentro

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