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Actualizado: 23/04/2024 20:43

Crónica

Alberto Guigou y la novela de su vida

¿Mano derecha de Chibás, sombra de Castro? La historia de uno de los personajes cubanos más polémicos y desconocidos de los últimos cincuenta años.

A los 89 años murió Alberto Guigou en Nueva York el pasado 1 de febrero. Salvo por dos o tres piadosas columnas de opinión de algunos de sus amigos, el fallecimiento de este escritor cubano no tuvo ningún eco, ni siquiera en la prensa periódica en español que registra minuciosamente la peripecia y el tránsito de nuestros exiliados. Para alguien que había hecho durante muchos años profesión de nihilista, que decía no creer en ninguna trascendencia o inmortalidad, esta "desaparición" era tal vez la manera más adecuada de abandonar el escenario; si bien, por falta de un testamento legal, su última voluntad no pudo ser ejecutada: aspiraba a que sus cenizas las echaran al retrete y fueran a perderse en el inmenso albañal de la ciudad.

Conocí a Guigou en 1981, a poco de haber llegado yo a Nueva York y por el mismo tiempo en que apareció su novela Días ácratas, que él publicaba a los 21 años de su exilio. Aunque su narrativa era un tanto plana y teatral, es decir, con predominio del diálogo, sin las omisiones típicas de la novela contemporánea y, afortunadamente, sin los meandros barrocos de muchos de nuestros escritores, lograba asomar al lector a un ámbito muy peculiar: las pasiones en que convergían la violencia revolucionaria y el homoerotismo.

Era el esfuerzo consciente de sustraer la experiencia homosexual a los estereotipos tradicionales perpetuados en la estampa del "marica", con todos sus ridículos tipicismos, para situarla como un suceder que se daba, no exento de prejuicios, en la experiencia de hombres muy viriles que, además, eran el brazo armado de una revolución. El título de la novela, sin embargo, no parecía justificarse en esa trama, salvo desde la mirada distante de alguien que hace mucho ha perdido la fe en los cambios políticos, porque esos jóvenes revolucionarios no eran ácratas, sino comunistas.

Guigou había encontrado en la militancia del Partido Comunista un cauce a sus primeros entusiasmos políticos. Nunca le pregunté cómo se inició en esa "fe", pero, en medio de la agitación que vivió el mundo entre las dos guerras mundiales, un adolescente con sensibilidad, anhelos de justicia social y resentimiento frente al desdén de una burguesía filistea podía ver en el bolchevismo algo parecido a la realización de un sueño. El ingrediente de un hogar roto —en que la ausencia del padre impuso drásticas y desacostumbradas restricciones económicas— también debió haber contribuido.

El radicalismo no le vino a Guigou por su casa. El padre era un hombre más bien conservador que trabajó para el servicio exterior de Cuba en las primeras décadas de la república. Los Guigou eran provenzales pasados por Canarias. (Conocí a otras personas de apellidos franceses, descendientes de familias que se habían asentado en España por una o dos generaciones, cuyos padres también fueron cónsules de Cuba en esos años. Uno es el caso de Pablo Le Riverend, que nació en Montevideo cuando su padre era el representante de Cuba en esa ciudad; otro, el de Mario Abelend, que pasó parte de su infancia en Lisboa por la misma época en que su padre era el cónsul cubano). El padre de Guigou fue cónsul en Tenerife y, si recuerdo bien, en Barcelona y en Génova, en cortas estadas que le hicieron mudarse, con su familia, de un sitio a otro, sin contar frecuentes viajes de placer por distintas ciudades europeas.

Eso sucede en el tiempo que sigue inmediatamente a la primera guerra mundial, cuando Guigou, que ha nacido en 1913, es un niño de cinco o seis años. Casi al final de Días ácratas, Kin, el protagonista, perseguido y menesteroso, a punto de irse a vivir a un burdel de hombres, recuerda una mañana en Venecia en que, vestido de marinero, anda de paseo con sus padres. El apunte, como algunos otros de la novela, es estrictamente autobiográfico.

A principio de los veinte, cuando gobierna en Cuba Alfredo Zayas, Guigou está de regreso en La Habana, donde termina su niñez y comienza su adolescencia; de esa época es su primer encuentro "personal" con la literatura. El escritor colombiano José María Vargas Vila ha venido a someterse a una cura de descanso por la tisis que padece, y el congresista José Manuel Cortina lo instala en su finca La Luisa, donde también se ha ido a vivir la joven Mercedes Guigou, hermana de Alberto y amante de Cortina.

Este es el inicio de una amistad entre el niño y el novelista que habría de durar hasta la muerte de éste, y también de una vocación, aplazada y torpedeada muchas veces, que se iba a concretar en una obra escrita más de medio siglo después: la acción política se interpondría en el camino del quehacer literario. Cuando comienza la lucha contra el régimen de Gerardo Machado, ya Guigou es un joven cuadro del Partido Comunista que se ha leído con pasión los textos del canon marxista y que cree que la revolución del proletariado ha de inaugurar un nuevo orden mundial.

Al acentuar el gobierno de Machado sus rasgos dictatoriales, que recrudecen las acciones de la oposición y éstas, a su vez, la sangrienta represión oficial, Guigou encuentra prudente ausentarse del país y se marcha a Barcelona, donde reside ahora Vargas Vila y donde está por instaurarse la segunda república. El popular novelista ya empieza a extinguirse y AG se muda con él y le sirve como una especie de secretario y de factótum. Vargas Vila que, de alguna manera, se convirtió para él en una figura paterna, era "de la raza" —la manera que tenía Guigou de identificar a los homosexuales— y compartía con el muchacho sus saberes, mundanos y librescos, en medio de la vasta biblioteca donde se iba terminando su vida.

Nunca medió entre ellos otra cosa que una buena amistad, pero el cubano le debía el gusto por varios escritores —Mann, Hesse, Rolland, Proust, que abordaban un erotismo ambiguo— y, tal vez, el bacilo de la tuberculosis que le diagnosticarían poco tiempo después. A ese muchacho inquieto Vargas Vila le apodaría "potrillo", como para subrayar una rebeldía y una vehemencia que no había encontrado aún su camino y se complacía en lanzar coces. Él recordaba siempre esos años con regocijo y gratitud, pero también como una etapa de turbación y búsqueda. En Barcelona enseñaría de noche economía política (marxista, por supuesto) a obreros y estudiantes, y allí también se casaría por primera vez para enviudar casi enseguida. Su mujer, una chica de casa rica con ideas liberales, que además iba a tener un hijo suyo, se mató en un accidente mientras conducía un auto a exceso de velocidad.

Poco antes de la caída de Machado, Guigou regresa a Cuba, donde cree que su militancia revolucionaria será más útil. Sin embargo, su entusiasmo se ve contrariado por las directrices de su propio partido. Unos días antes del derrocamiento del régimen, los comunistas deciden pactar con él y movilizan a sus cuadros para abortar la huelga general convocada por todas las fuerzas de la oposición. Machado les ha ofrecido a los rojos el control del movimiento obrero, y libertad de prensa y de reunión. Rubén Martínez Villena, el mismo que ha llamado a Machado "asno con garras", aprueba el pacto desde su cama de moribundo.

La movida está respaldada por una impecable lógica estalinista: el Partido cree que Machado le ofrece lo que la derecha mañana en el poder [entiéndase el ABC, organización revolucionaria de filiación conservadora que encabezó la revolución contra el régimen de Gerardo Machado. Estaba constituída por células secretas que seguían, jerárquicamente, el orden alfabético] nunca le va a conceder. Los comunistas hacen un esfuerzo sincero por liquidar la huelga, pero fracasan: el gobierno se derrumba estrepitosamente el 12 de agosto de 1933, y con él se afecta bastante el prestigio de los comunistas. Muchos militantes abandonan las filas del Partido en los próximos meses, Alberto Guigou es uno de ellos.

A los 20 años, el joven Guigou es ya un desencantado, un fugitivo de la esperanza, que se repone, lentamente, de la tuberculosis pulmonar. Esa es la época en que lee por primera vez a Schopenhauer y a Nietzsche, lecturas que vienen a robustecer su escepticismo o su nihilismo. (Mucho tiempo después, en la dedicatoria que me escribe en un ejemplar de Días ácratas, dice que ha vuelto a la lectura de Schopenhauer y cita lo que bien podría haber sido su divisa o la de los protagonistas de su novela: "En todo el curso de nuestra vida no poseemos más que el presente y nada fuera de él").

Es también la época en que lee a Spengler, a Ortega, a Santayana, y en que sigue leyendo, o releyendo, a Hesse, Mann y Proust. Otra lectura de este tiempo que, contrariamente, le sirve para sustentar su incredulidad, es La imitación de Cristo de Thomas de Kempis, un libro que le acompañará hasta el final y que no dudo en afirmar que ayudó a perfilar la sencillez, en algunos aspectos casi ascética, de sus hábitos.

En la Cuba de mediados de los años treinta, Guigou estrena su desencanto político al tiempo que empieza a extender los horizontes de su vida erótica. Juzgándose retrospectivamente, él creía que su atracción hacia individuos de su mismo sexo debió haberlo acompañado siempre y se atrevía a reconocer algunos índices de esta tendencia hasta en la propia infancia; pero lo cierto es que desconoció esa experiencia hasta pasados los veinte años, cuando se convirtió en lo que él mismo definiría como un "ambisexual", término que, hasta donde sé, él acuñó y que me parece más exacto que "bisexual", que sugiere más bien un caso de hermafroditismo.

El estreno de esa ambisexualidad tiene por escenario la casa de cita que Roberto —o Roberta— "la fea" administra en un sórdido entresuelo de un edificio de la Habana Vieja que Guigou intentó reproducir en su novela inédita Burdeles. El personaje de "la fea", que nos lo ha presentado al final de Días ácratas como "la rara", ya ha sido objeto de algunos cotilleos literarios y paraliterarios, porque ese cuarto, dividido por una cortina, detrás de la cual se practicaban los ritos catamitas, era frecuentado por varios próceres de la literatura cubana: Emilio Ballagas, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, entre otros.

Guigou contaba que Ballagas lo cortejaba por ese tiempo con discreción y sin mayores esperanzas por suponerlo un heterosexual irredimible, amante que era entonces de una pianista bastante conocida. Sin embargo, ya él había comenzado a frecuentar el burdel de "la fea", de quien se había hecho muy amigo y quien le procuraba jovencitos gratuitamente —ya que atravesaba por un momento de gran estrechez económica—, favores que él le retribuía a aquel bondadoso proxeneta con una sincera amistad y pruebas ocasionales de su omnívora sexualidad.

El proxeneta tenía un asistente, importado del campo cubano, que también fungía de amante y a quien todos los clientes de "la pension" —como la llamaba Lezama— respetaban. La excepción de esta regla fue Ballagas que, en una ocasión, abordó al mozo en la calle, lo invitó a un café y, una vez que el otro aceptó, le hizo una proposición que el muchacho rehusó escandalizado. Enterada "la abadesa del convento del amor", decidió castigar a Ballagas de una manera oblicua y, una de las veces en que éste llegó de visita, corrió la cortina para que viera a Guigou que yacía desnudo del otro lado a la espera de uno de los muchachos que allí le proveían.

Ballagas se sintió muy turbado y, ofendido por el ostensible acto de crueldad, se vengaría tiempo después en uno de sus poemas más notables. En Declara que cosa sea amor, publicado en Cuadernos americanos en 1942, el poeta arremete contra el burdel donde lo han humillado con toda suerte de improperios: "Porque el amor…/ No es el vaho asqueroso en la mirilla; torvo celestinaje de entresuelo/ donde oficia una larva destruida, llanto de violón triste que en su propia lascivia se consume, llanto de grifo roto…/ Porque el amor no es un resuello impuro/ detrás de una cortina envenenada,// torpe moneda, alacranado labio;/ bruja y raposa a un tiempo.

El entresuelo de "la fea", no era el único burdel de hombres de esa Habana de los años treinta y cuarenta. En su novela inédita, Guigou se proponía recrear la existencia de por lo menos otros dos sitios que se dedicaban al comercio sexual de varones. Uno de ellos, de mayores pretensiones y espacio, se encontraba sobre la Avenida del Puerto y se especializaba en marineros para los que había una vasta clientela de hombres y hasta algunas mujeres, y a los que el regente del burdel atraía de manera bastante peculiar e ingeniosa: se había provisto de un vasto repertorio de música folclórica y tradicional de diversos países y, tan pronto se enteraba de que llegaba al puerto un barco griego o sueco, chileno o australiano, hacía sonar incesantemente en su victrola la música del país en cuestión que, lógicamente, ejercía en los marineros una atracción irresistible.

Y había otra casa, mucho más seria, discreta y distinguida, que sólo servía a empresarios, profesionales ricos y políticos de gustos "desviados". Su dueño era un señor untuoso de apellido Reina a quien, como es de suponer, lo apodaban "la reina". En casa de "la reina" los muchachos se mostraban desnudos delante de un supuesto espejo que, del otro lado, era un vidrio que permitía al cliente elegir sin ser visto. Era un sitio caro donde se podía cenar bien y tomar champaña, y que también servía chicos a domicilio.

Mientras se abre con insaciable voracidad a estos territorios de su eros, Guigou estudia ciencias comerciales, empieza a trabajar en una firma de seguros y, alentado por tantos amigos que escriben, hace algunos intentos literarios. De esta época (finales de los treinta) son algunos de sus poemas que publicará muchos años después, y algunos relatos que nunca llegará a publicar. Sin embargo, su propia vitalidad lo llevaba a aplazar cualquier dedicación seria a la literatura, conformándose con una especie de diletantismo, sin sumarse por ello a la capilla de ningún escritor, como la que ya empezaba a crearse en torno a Lezama Lima.

Él sería muy amigo de Lezama, como lo fue también de Gastón Baquero, hasta la muerte de éste, pero de otros ambientes que apenas rozaban los libros. Más adelante, en los años cuarenta, aunque Lezama era todavía un hombre joven y sin la imponente obesidad que adquiriría después, ya empezaba a faltarle la acometividad para abordar a los muchachos que le gustaban. Guigou, que había adquirido una gran destreza en estas transacciones y que disfrutaba de alguna holgura gracias a su trabajo, compartía sus mancebos con el escritor y, con el tiempo, también un apartamento de soltero que se alquiló cerca de los muelles consagrado a sus tareas de efebófilo.

En ese apartamento, Guigou había improvisado un cuarto oscuro donde revelaría las fotos de centenares de chicos, de diversas razas, naciones, lenguas y capas sociales, a quienes retrataba desnudos y cuyos rostros —debido a una marcada amnesia fisonómica que padeció desde joven— tendía pronto a olvidar. Es una lástima que ese archivo de la belleza masculina se perdiera cuando él, en vísperas de su exilio, y ante el temor de que tal colección cayera en manos de la policía (como se dijo había ocurrido) decidió destruirlo. Tan frecuentes y variados eran sus visitantes que Gastón Baquero solía decir que sobre el edificio bien podía haber ondeado la bandera de las Naciones Unidas y que Guigou merecía la orden de Carlos Manuel de Céspedes, con grado de comendador, por los servicios de "buena voluntad" que había prestado allí en nombre de Cuba.

Aunque su ruptura con los comunistas acentuó su escepticismo, Alberto Guigou nunca pudo abandonar su pasión por la política. En la Cuba de las décadas del treinta y del cuarenta, donde el populismo de Fulgencio Batista llegó a aglutinar a elementos de tan variadas y opuestas tendencias como liberales, conservadores y comunistas, la izquierda más genuina, disgustada con los militares y los políticos tradicionales, se agrupó bajo la bandera del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) y hacia allí gravitaría Guigou aunque, al parecer, sin demasiado entusiasmo, el cual se enfriaría aún más cuando el escándalo y la corrupción administrativa empezaron a desacreditar a los gobiernos de esa persuasión entre 1944 y 1952.

A fines de los años cuarenta, al fundar Eduardo Chibás el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) como una escisión del autenticismo, Guigou se siente motivado a colaborar con la nueva fuerza política y contribuir a la formación de sus miembros mediante los Grupos de Propaganda Doctrinal Ortodoxa, una organización concebida y dirigida por él para ayudar a dinamizar la militancia partidaria, sobre todo entre los jóvenes, la cual consolida la plataforma de los ortodoxos mediante talleres o reuniones de base y a través de una publicación periódica. Es tan eficaz esta labor que Chibás incorpora a Guigou como asesor o consejero ideológico en las instancias más altas del Partido, no sin levantar con ello las sospechas o la envidia de los que encontraban inexplicable esta deferencia hacia alguien que algunos consideraban un arribista.

Pese a esas opiniones y tal vez a su desinterés en la rebatiña de los cargos públicos, real o en cierne, que siempre trae consigo la acción política, AG contó con la confianza de Eduardo Chibás hasta el final, al extremo de que éste lo llamaba varias veces por día y le consultaba multitud de decisiones grandes y pequeñas.

Por ese tiempo empezaba a destacarse en los círculos del partido un joven abogado que aspiraba a un escaño en la Cámara. El joven, sabedor del ascendiente que Guigou tenía con Chibás, y de cierto recelo, si no abierta antipatía, que el líder ortodoxo le profesaba, se acercó a Guigou con el fin de aumentar, por otras vías, la influencia a que aspiraba. Entre algunos papeles que Guigou recibió de Cuba, luego de exiliarse en 1960, y que conservó hasta su muerte, había una tarjeta del joven abogado, Fidel Castro Ruz, quien, si bien me acuerdo, estaba asociado a un bufete de la calle de Tejadillo. En el dorso incluía el número de su teléfono particular para que Guigou no dudara en llamarlo cuando lo estimara conveniente.

Luis Lebredo, quien fuera viceministro de educación en el primer año del gobierno de Castro y quien conocía a Guigou desde que ambos coincidieran en el Partido Ortodoxo, me confirma en una carta reciente el papel de eminencia gris que Guigou desempeñara a la sombra de Chibás, así como en la radicalización de un segmento de su partido después que éste faltara, y luego, en la resistencia clandestina de los últimos años de la década del cincuenta que llevó a Fidel Castro al poder. A la muerte de Chibás, "AG se movió rápidamente para impedir que Millo Ochoa [uno de los líderes del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo)] se quedara con el partido", me dice Lebredo, favoreciendo en cambio el liderazgo, apacible e intelectual, si bien nada carismático, de Roberto Agramonte, y agrega: "En unos pocos días, para ponerlo en boca de Orfilio Peláez (el segundo de los Grupos [de Propaganda Doctrinal]), AG 'se estaba bañando en la piscina con Concha y Conchita', mujer e hija de Agramonte. Pronto AG se convirtió en consejero de Agramonte", a quien todo el mundo suponía que le sobrarían votos para llegar a la presidencia en las elecciones del 1 de junio de 1952.

El golpe de estado de Batista en marzo de ese año interrumpe el proceso electoral y le hace creer a algunos dirigentes ortodoxos que la acción revolucionaria puede ser el único camino para el restablecimiento de la democracia. Alberto Guigou se cuenta entre estos últimos. Es por eso que se incorpora casi enseguida al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) que funda el poeta y profesor Rafael García Bárcena sólo dos meses después del golpe. El MNR es una organización que atraerá a un buen grupo de jóvenes, tanto de estudiantes universitarios como de bachillerato (preuniversitario). La experiencia que ya Guigou ha demostrado en la propaganda con los jóvenes ortodoxos es aprovechada ahora en la captación y preparación de cuadros para el nuevo movimiento.

Adiestrado desde joven en las técnicas conspirativas comunistas, que sin duda se avenían a su temperamento, Alberto Guigou rechazó siempre la política de relumbrón, de discursos, mítines y periódicos; prefería el discreto trabajo de gabinete, de alianzas soterradas, de juegos de poder que no se ventilaban a la vista del público. Sugería oblicuamente las cosas que prefería se hicieran, o las planteaba con una curiosa convicción que excluía ciertos énfasis tan comunes entre los nuestros.

Siempre me demostró ser persona de discreción excepcional que sólo revelaba, aunque sonara como charla casual, aquellas cosas que deliberadamente quería que se supieran. No tengo duda de que algunas de las confesiones que me hizo sobre su vida a lo largo de los años, y casi hasta el mismo final, tenían por objeto que yo las divulgara. Él debe haberse muerto con la certeza de que yo escribiría este artículo —si es que no algún trabajo mayor en el futuro— aunque nunca me lo pidió.

Ese carácter reservado y tenaz, unido a una natural sagacidad, lo llevó a estar asociado al más alto nivel, y, al mismo tiempo, un poco en la sombra, con algunos de los movimientos políticos y revolucionarios cubanos radicales del último decenio que precede al triunfo de Castro: el Partido Ortodoxo y, posteriormente, el MNR. En este último, Guigou llegó a tener una gran ascendencia sobre García Bárcena, pero el fervor revolucionario de los jóvenes estudiantes que integraban la organización pesó más en un momento que la astucia del ex comunista.

El resultado fue el descalabro del Domingo de Resurrección de 1953, en que la policía abortó un intento bastante ingenuo de golpe de estado con la consecuencia de que García Bárcena iría a dar a la cárcel, si bien el gobierno se mostró benévolo con los jóvenes implicados, a quienes liberó casi enseguida. El grupo se desbanda y AG consigue que la compañía Cubana de Seguros, para la cual trabaja, lo mande a Inglaterra. Para entonces, su segundo matrimonio, que ha de durar diez años, constituye ya una amistosa ficción y él viaja solo a Europa.

A pesar de ser, en alguna medida, un fugitivo del gobierno cubano contra el cual ha estado conspirando, Guigou se encuentra, a poco de su llegada a Londres, instalado en la casa del embajador de Cuba donde convalece de una súbita enfermedad. La casa no es otra que la de Winston Churchill quien, al volver al premierato en 1951, se la había alquilado al embajador de Cuba con muebles, cuadros, libros, objetos personales e incluso el mayordomo y los criados.

El médico que vino a visitarlo a la casa era también el del Primer Ministro. Se trataba de una bronconeumonía, o algo por el estilo, que le mantuvo en cama varios días. Una vez me contó de la extraña experiencia de despertar, a medianoche, luego de un acceso de fiebre, en esta mansión inglesa, rodeado por las pertenencias del ilustre estadista, tan lejos del ambiente, las personas y las costumbres que habían constituido su vida hasta pocos días antes, y creerse que era víctima de una alucinación.

Cuando ya se ha repuesto, Londres es una ciudad llena de turistas y dignatarios que han venido a la coronación de Isabel II. El mismo día de la ceremonia en la abadía de Westminster, Guigou cruza el Canal de la Mancha y desembarca en Le Havre para una inolvidable aventura europea en que se combinan su interés por la historia y el arte con su inexhaustible curiosidad por los efebos y algunas hermosas mujeres.

París, Bruselas, Colonia, Salzburgo, Florencia, Roma, Nápoles, son escalas para regocijarse con un mundo que siente suyo desde la niñez y, al mismo tiempo, escenarios para el ejercicio de su eros. En Capri se diría que confluyen ambos intereses cuando logra seducir a un muchacho que se le ha ofrecido para servirle de guía mientras él lee La vida de los doce césares, a unos pasos de la arruinada villa de Tiberio donde el anciano emperador, inmerso en su piscina, según cuenta Suetonio, era objeto de las precoces destrezas bucales de los "niños peces".

Ese verano que ha comenzado para Alberto Guigou con este autosecuestro europeo, Fidel Castro se convierte en personaje con el asalto al cuartel Moncada. No sé si ya Guigou está de regreso a Cuba para esa fecha o si vuelve poco después; pero las autoridades deciden ignorar su participación en la conspiración de Bárcena. Castro sobrevive y entra en prisión, al tiempo que parece haber un respiro en la crisis política del país. Las fuerzas de la oposición no se aquietan con esos descalabros y arreglos: los estudiantes de la Universidad se agrupan bajo la bandera del Directorio Revolucionario.

Luego de algunos tanteos infructuosos, Guigou no vuelve a conspirar activamente hasta 1955, por el tiempo en que se funda el Movimiento 26 de Julio, en cuya dirigencia están varios amigos suyos, Hart entre ellos. Colabora en la sombra con la nueva organización, aunque no llega a convertirse en uno de sus miembros. Una vez más se encuentra con algunos de sus íntimos —provenientes de la ortodoxia y del MNR— asociado al quehacer ideológico que, concebido desde el pensamiento democrático, respalda la resistencia al régimen, actitud que le lleva a decir con cierta sorna que "si el 26 es la Iglesia, nosotros somos los jesuitas".

Al triunfo de la revolución en enero de 1959, muchas personas que nunca han trabajado en el sector público entran con entusiasmo al servicio del nuevo gobierno, esperanzados de que la honestidad política y administrativa se afianzarán por fin en el país. Guigou acepta la presidencia de la Comisión Reguladora de la Industria del Calzado (CRIC), un organismo autónomo en el que dispone de un presupuesto de un millón de pesos y un montón de influencias y que le hace estar muy cerca de algunos dirigentes, especialmente de Manolo Fernández, amigo y socio de conspiraciones, que es ahora ministro del trabajo, y del líder sindical David Salvador, que se encuentra al frente de la Central de Trabajadores.

Es un momento de gran tensión política porque Castro, si bien es el líder indiscutible de la revolución, no dispone todavía del poder absoluto y no cesa de jactarse de su apego a las fórmulas democráticas; mientras, a espaldas de muchas de las autoridades recién constituidas, los comunistas, de viejo y nuevo cuño, van aumentando su influencia y copando posiciones en todos los organismos del Estado. Guigou, que conoce muy bien estos métodos, se siente alarmado desde temprano y, con algunos de sus amigos, cree en la necesidad de oponerse, de algún modo, a ese asalto. En este punto, prefiero transcribir literalmente lo que me cuenta Lebredo en su carta:

"El golpe maestro se le ocurrió a AG. Pronto se hizo amigo de Esperancita (la mujer de Urrutia, mucho más inteligente y con mucha más visión política que él)… A través de ella, alertó a Urrutia del progreso comunista, y lo decidió a enfrentarlo. El plan consistía en que Urrutia denunciara públicamente la infiltración comunista y planteara a Fidel la imperiosa necesidad de pararla. Pensábamos que F. no tenía todavía la fuerza necesaria para imponer a los comunistas y que se vería obligado a ponerle freno, mientras Manolo [Fernández] consolidaba una CTC anticomunista con David Salvador y otros. Aunque no lo sé con certeza, estoy casi seguro de que AG redactó, por lo menos, el borrador de lo que Urrutia debía decir. Se le consiguió [a Urrutia] una invitación para ir a la TV, como si fuera una entrevista más, para no alarmar, pero Urrutia consultó con aquel mulato de Guantánamo que luego fue premiado con la embajada rusa… y éste alertó a F. La entrevista era a las nueve de la noche, pero a esa hora F. estaba en palacio y Urrutia prácticamente preso".

Castro actuó con su conocida capacidad de riposta. Convocó al pueblo y planteó públicamente su renuncia como el que pide un voto de confianza. Las masas lo apoyaron delirantemente y Urrutia fue quien se vio obligado a renunciar y terminó en una embajada. Acababa de ocurrir, a la vista de todos, un golpe de estado: el 18 brumario de Fidel Castro. Las fuerzas democráticas perdían la primera batalla ante el asalto del totalitarismo encarnado en un joven caudillo. Aunque aún quedaban años de resistencia y la dictadura tendría que consolidarse mediante una sangrienta represión, este primer revés sería decisivo.

Muchos dirigentes sinceramente comprometidos con la democracia empiezan a ser purgados, otros renuncian voluntariamente y se marchan del país. Se inicia el éxodo más grande de la historia de Cuba. Guigou conserva todavía su puesto al frente de la CRIC durante algunos meses; pero el clima político se va enrareciendo, menudean las advertencias, de amigos y enemigos, los anónimos, se acrecienta la sensación de que se camina sobre un campo minado.

En los primeros meses de 1960, un amigo y amante ocasional —un "joven rebelde" de una hermosa melena rubia a quien él ha logrado situar en el antiguo Campamento de Columbia, ya rebautizado como Ciudad Libertad, y quien, gracias a la "protección" de un comandante, ha llegado a trabajar en el Estado Mayor— lo llama un día de un teléfono público para decirle que ha oído mencionar su nombre en una lista de funcionarios que el régimen se dispone a "liquidar". Él no quiso confirmar la veracidad de esta amenaza que sólo contribuía a acelerar su decisión, ya por entonces firme, de abandonar el país, y, al cabo de unas horas, se asilaba en una embajada. ¡Pocos meses después, estrenaba un exilio que se extendería por más de 42 años!

Aunque nunca me habló mucho de sus primeros tiempos en Estados Unidos, Guigou debe haberse vinculado a algunas organizaciones o partidos políticos cubanos que intentaban reorganizarse en el exilio de aquellos años sesenta y que cobraron gran auge en vísperas de la acción de Bahía de Cochinos. Después de ese fiasco supongo que empezara a acentuarse su escepticismo, al menos en lo tocante a la cuestión cubana, del que ya presumía cuando vengo a conocerlo veinte años después.

El internacionalista que había en él desde los tiempos de su militancia comunista resurgía como un antídoto después de tantos años de zarandeado nacionalismo. Creía, sobre todo, en los seres humanos de carne y hueso, y aspiraba a que vivieran libres y amparados por un mínimo de justicia social; pero la idea de la Revolución, con mayúscula, que había sido un ideal obsesivo durante casi toda su vida, le parecía de pronto una abominable aberración.

Solía burlarse de los que hablaban de la "revolución traicionada" por Castro, aunque él hubiera sido una de las primeras víctimas de esa traición. Creía, por el contrario, que la revolución de veras era ese régimen crapuloso y tiránico que se había instalado en Cuba con el ingenuo apoyo de tanta gente honrada repleta de lecturas mal digeridas y creyente en peligrosas utopías, sus amigos y él entre ella. La "revolución" como principio, era una catástrofe, la "calamidad que le ocurría a un pueblo", como la definiera Berdiayev.

Esta posición lo llevó a distanciarse de los grupos políticos cubanos que se fueron constituyendo en Estados Unidos, que se nutrían con cada nueva oleada de exiliados y que aspiraban a enderezar el camino que el castrismo torció. No obstante, lo cubano como experiencia cultural, como complicidad histórica, como solidaridad elemental de víctimas que llegaban en distintas arribazones a estas costas, era algo inextricable de su vida. En este sentido más estricto, Alberto Guigou nunca pudo ser otra cosa que cubano, y que un cubano exiliado, memorioso y nostálgico, aunque no perdiera ocasión de rechazar los estereotipos que definían "la cubanía".

Entre tanto recordaba y esperaba, aunque no lo admitiera, Guigou comenzó a intentar reconstruir su vida, como todo ser humano brutalmente trasplantado intenta hacerlo. Por su profesión de contador poseía ciertas habilidades que le dieron para ganarse la vida al frente de la caja de un hotel por donde pasaban a verlo muchos de sus amigos, y donde, con algunos altibajos, se mantendría por casi veinte años hasta su jubilación. Como sus ingresos no eran muchos y su nivel de vida mucho menos desahogado del que había llevado en La Habana, decidió apegarse a un principio que ya había definido tiempo antes: prescindir de todo lo que considerara superfluo para disfrutar plenamente de todo lo demás. Entre esos "demás" estaban los viajes, los libros, las causas y personas con las cuales ejercía su generosidad y… los efebos.

En Nueva York, en medio de los convulsos años sesenta, él encontraba por primera vez que sus inclinaciones eróticas y su auténtica pasión por la justicia social convergían en un solo punto: el movimiento por la liberación homosexual ( Gay Liberation Movement) al cual sería uno de los primeros en adherirse. Es muy curioso que un hombre tan circunspecto, a quien nunca vi en público sin chaqueta y quien solía transmitir sus convicciones con bastante mesura pudiera sentirse a gusto con elementos tan escandalosos y coloridos como los que integraban ese movimiento. Aquí tendría cabida el hablar de las dos vidas de Guigou, si no fuera porque él no sufría ninguna transformación visible, seguía siendo el mismo caballero en cualquier ambiente donde estuviera; la dualidad estaba, empero, en el ambiente mismo, más bien en los ambientes, donde incursionaba apadrinando por igual causas y jovencitos.

Su vocación literaria, aplazada y, de alguna manera, malograda por la política (había dejado en La Habana el texto de una novela inédita a la que le daba los últimos toques en el momento de asilarse) fue madurando lentamente y exigiendo su propio espacio que cuajaría, como fruto tardío, en la aparición de Días ácratas. Publicada por Senda Nueva de Ediciones, un empeño editorial del Círculo Panamericano de Cultura, se trataba, en la práctica, de una edición de autor. Guigou la había costeado y él no se avergonzaba de ello, como tampoco se avergonzaba de confesar que siempre había pagado los favores sexuales de la mayoría de los chicos con quienes se acostaba.

Esto lo hacía desde joven sin escrúpulo alguno, consideraba que era más sano y que el dinerillo era una buena excusa que le servía al otro para justificar, ante sí mismo, su conducta. Desde luego, había excepciones, una de ellas es la de un joven norteamericano que, años después, le inspiró su poema Metrópoli,en el que cuenta, con gran delicadeza, las etapas de la seducción de un rudo y tierno montañés.

El poema sugiere que la llegada de ese campesino coincide con el fin de su relación con una mujer, simbolizando tal vez que su ambisexualidad terminó por esa época. En lo adelante sólo le interesarían sexualmente los hombres. Sin embargo, no creo que llegara a enamorarse de ninguno. Salvo alguna que otra amistad sentimental de la adolescencia, semejantes a las descritas por Rolland, Hesse o Mann, el amor nunca llegó a tocarlo, ahorrándole las zozobras, angustias y tensiones que suelen acompañar esa experiencia. Me decía que el sentimiento de los celos le resultaba desconocido y que tuvo que depender del testimonio de sus amigos cuando quiso reflejarlo en su novela.

Pero si inmune fue al amor erótico, cultivó la amistad con nobleza, con un grado de lealtad, fidelidad y respeto por la humanidad y el talento ajenos como he visto en muy pocas personas. Su simpatía por mí comenzó antes de conocernos, cuando poco después de mi salida de Cuba, y encontrándome todavía en Europa, leyó un poema mío que apareció en un boletín literario que por ese tiempo publicaba en España el poeta cubano José Mario. Aunque no creo que ese poema me represente bien, se inspiraba en un cuento de Thomas Mann, Tonio Kröger, que propone la avasalladora y efímera belleza del cuerpo como superior a otros dones, punto de vista que Guigou compartía. En consecuencia, hizo reimprimir el poema en otro boletín literario en español que circulaba en Nueva York y lo divulgó entre muchos de sus amigos. Cuando nos conocimos, más de un año después, la amistad, de parte suya, ya había echado raíces y, a lo largo de todo este tiempo hasta su muerte, no haría más que crecer y darme pruebas de su autenticidad.

Días ácratas es una novela tan peculiar como lo fue su autor. Excesivamente influida por cierta literatura norteamericana del siglo XX, se sustenta en el diálogo, en tanto los personajes mismos van narrando la trama; y aunque a Kin —que, en muchos momentos es una encarnación del propio Guigou— puede llamársele el protagonista, hay otros que también intervienen y cuentan. Días Ácratas se anunció de manera muy prometedora: después que dos capítulos se publicaran en la revista Ínsula, Carmen Balcells le escribió a Guigou (yo guardo copia de la carta) ofreciéndole sus servicios de representante, pero él nunca le contestó.

Al parecer, prefería controlar los pormenores de la edición o, simplemente, lo venció la pereza que anulaba cualquier pretensión de sostener correspondencia con él. Tenía 67 años al imprimirse la novela en 1981, en el momento en que el exilio cubano aún no se reponía del impacto producido por el éxodo masivo del Mariel. La atención se había concentrado en los escritores que llegaban, sobre todo en Reinaldo Arenas.

Días ácratas, sin el respaldo de una editorial de nombre, pasó injustamente inadvertida. Aunque por momentos es trivial, poética y dramática (en el sentido teatral), defectos a los que se agregan algunas construcciones viciosas —como un desmedido uso del posesivo— que Guigou debe haber adquirido de sus lecturas en inglés, la novela comparte una mirada única sobre la violencia revolucionaria y el eros, y en eso radica su mayor mérito, casi testimonial.

Apenas acababa de publicarse Días ácratas cuando su autor prometía una continuación que, ciertamente, parecía anunciarse en el último capítulo: una obra de ficción que recogiera la vida en los prostíbulos de hombres que un ex comunista desencantado empieza a frecuentar en un hipotético país latinoamericano de los años treinta. Las semejanzas con la vida del autor eran más que pura coincidencia; pero pasaron muchos años sin que el proyecto se materializara. Luego de repetidos amagos, en la primavera del 97, Guigou vino a verme con algunos papeles y, en unas cuantas sesiones, le ayudé a revisar lo que serían los primeros diez capítulos de Burdeles —algunos de los cuales publicó sueltos en Linden Lane Magazine— que constituían, según su plan, un tercio de la obra.

Si bien en estos textos uno podía reconocer su voz, y algunos personajes quedaban muy bien construidos, la novela misma, en su opinión, no "adquiría vuelo" quedándose, a fuerza de ser monda, en los puros huesos de la anécdota, una anécdota que seguía siendo, ciertamente, de gran interés. Se prometía reescribirlo todo, pero su antigua debilidad pulmonar empezaba a causarle limitaciones que él veía como el proceso inevitable hacia una muerte "natural".

Aunque conservó su lucidez hasta el final, el presente terminó por reducirse a un tiempo de espera, la antesala de la aniquilación, que lo mantuvo recluso, en los últimos meses, en el pequeño apartamento atestado de libros al que dio en llamar su "cámara mortuoria". Pese a creer, con Schopenhauer, que no teníamos más tiempo que el presente, él mismo era la prueba de que el pasado es lo único que con seguridad nos pertenece. "El verdadero porvenir es hoy, ¿Qué será de nosotros mañana? ¡No hay mañana!" había escrito, citando a Unamuno, en la primera página de Días ácratas.

Mirado desde ese ejercicio de rememoración último, mucho más exactos, creo yo, habrían sido estos dos versos del poeta y pensador español: "Nocturno, el río de las horas fluye/ hacia el ayer, que es el mañana eterno".

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