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Actualizado: 17/04/2024 23:20

Literatura

Necrofilia

El difícil caso de la literatura policíaca cubana, visto a través del escritor Leonardo Padura y de su alter ego, el detective Mario Conde.

A partir de 1971, la novela policial cubana conoce un auge singular en más de un sentido para la literatura de la Isla. Mientras se afianza la censura —causa de un estancamiento que se ha intentado fijar en un quinquenio— y florece la mediocridad, se promueve un género que sólo cuenta con un antecedente — Enigma para un domingo, de Ignacio Cárdenas Acuña— tras el triunfo revolucionario.

Las instituciones culturales, devenidas en órganos rectores de la represión, asumen la responsabilidad de promover un esquema formal —una poética de la persecución— que muestra el delito como un fenómeno ajeno y a punto de ser extirpado por el avance de la legalidad socialista y la creación del hombre nuevo.

En estas circunstancias, resulta lógico que el Ministerio del Interior lance un concurso para premiar ficciones y testimonios que enfatizan una lucha en que la victoria está a la vuelta de la esquina: presentar al delito vulgar y político como una lacra de un pasado a punto de desaparecer.

Marionetas de un antes y un después

Al igual que otras paradojas de la revolución, la literatura policial cubana brota cuando con más fuerza se impone el criterio de que uno de sus protagonistas (el delincuente) representa la excepción y el otro (el policía) contribuye a crear un mundo ideal. Es difícil atrapar la realidad cuando se aspira a la utopía.

Personajes que son marionetas de un antes y un después, a los cuales sólo mueven hilos políticos. Menospreciada culturalmente y víctima de la competencia extranjera durante un pasado cercano, la novela detectivesca cubana cae ahora en una nueva trampa: hay interés en su desarrollo, pero no puede despegar debido al lastre ideológico.

Estilo y contenido criminales que surgen huérfanos y raquíticos. Con la excepción de Lino Novás Calvo, no hay escritores destacados de un género encerrado en la imitación burda y relegado a la prensa semanal, la radio, un poco de televisión y alguna película mediocre.

Antes del primero de enero de 1959, los lectores nacionales dependen fundamentalmente de los autores norteamericanos para el consumo. También de algunos nombres famosos europeos, que ya forman parte del conocimiento universal, y de las traducciones publicadas en las revistas semanales. Luego se produce un vacío —en que los pocket books pasan de entretenidos a subversivos— que no llena la limitada publicación de varias obras clásicas.

Quienes se dan a la tarea de "atrapar al criminal" en un libro, cuentan con una serie de pistas y claves a mano si apresan a la imaginación y se desvían hacia el relato de espionaje —encerrado este en demostrar sólo la lucha contra los agentes enemigos y en última instancia limitado al testimonio de lo que se podía contar—, pero transitan un terreno mucho más peligroso a la hora de enfrentar a ladrones y asesinos que procuran el lucro, la venganza o el placer de matar.

Para el escritor policial quedan los modelos que deshilvanaban el descubrimiento del crimen como una forma de ejercicio intelectual —propio del género en sus inicios— y el relato chato del delincuente como un degenerado. El problema es que el primer esquema no sólo está para entonces agotado literariamente: también requiere de un decorado ausente en la Isla. Con el segundo ocurre algo peor: es incapaz de producir una buena obra.

Literatura gris

Muy dura la situación para quien intenta aportar algo nuevo. El crimen es real. Aunque se alimenta de circunstancias extremas, no permite andarse por las ramas. La literatura es imaginación, no legajo judicial. La política se traduce en censura. Tres aspectos difíciles de combinar a la hora de escribir una buena novela.

Las circunstancias literarias y nacionales obligan al autor a apoyarse en las novelas empeñadas en describir —dentro de una trama realista— la corrupción social y política de una ciudad o un país, lo que en la práctica significa fundamentar el relato recurriendo a la tendencia norteamericana de la escuela Hardboiled, caracterizada tanto por el rigor de la escritura de sus mejores exponentes como por la denuncia de los males sociales y políticos.

Esta forma de denuncia —saludada con varias ediciones cubanas de los libros de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, en un empeño de divulgación que en lo fundamental obedeció al valor literario de las obras, pero que siempre tuvo a mano la justificación de mostrar los males de la sociedad norteamericana— no era entonces admisible en Cuba. Si acaso un pálido reflejo. El rojo es militancia comunista y el negro podredumbre capitalista. La ideología de una blanca pureza. La mezcla de colores produce una literatura gris.

Para ese autor empeñado en el género policial cubano, los obstáculos se multiplican por el hecho de que tras el triunfo de Fidel Castro, en la Isla dejan de existir los detectives privados —Cárdenas Acuña sitúa su novela en una época prerrevolucionaria—, el no poder presentar relatos en que la policía es corrupta, decir que en ocasiones los funcionarios públicos se alían con los ladrones, son incluso los más delincuentes o permitir al lector reconocer que en el presente y no en el pasado está la fuente del crimen.

La crisis y el crimen

Leonardo Padura comienza a escribir su serie sobre el teniente Mario Conde a comienzos de la década de los años noventa. Hay que anotar la fecha, imprecisa y recurrente en sus libros. Es el momento en que la novela policial adquiere carta de ciudadanía literaria en Cuba y el género retoma el carácter de denuncia que lo caracteriza.

Descartados todos los libros que no merecen una lectura dominical, además de Cárdenas Acuña —que conserva apenas su valor de iniciador— sólo queda el logro parcial de Luis Rogelio Nogueras y Guillermo Rodríguez Rivera con El cuarto círculo —una novela bien construida, pero resuelta de forma demasiado esquemática y dentro de los cánones ideológicos del realismo socialista policial.

Pero no todo es empeño personal: fue necesaria la caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior desaparición de la Unión Soviética. La crisis hunde el país, pero permite el nacimiento de un mundo literario personal en que los límites entre el bien y el mal no están en blanco y negro: juego de máscaras que muestran aspectos de la realidad nacional hasta entonces ocultos, males que no nacieron de un día para otro, pecados de juventud que son ahora crímenes del momento.

Las novelas policiales de este escritor habanero nacido en 1955 —ganador de varios premios internacionales, como el Café Gijón de Novela 1995 y el Premio Hammett 1997-1998— nos permiten acercarnos a la crisis de valores que atraviesa la sociedad cubana.

De la denuncia al desencanto, en un principio estas obras no se plantean una ruptura frontal con el sistema, pero con cada nueva entrega crece la visión de un panorama nacional en que reina el desencanto. Lo que en un inicio fue reflexión crítica sobre la sociedad, ha terminado en un ejercicio de supervivencia caracterizado por un desfile de personajes que intentan mantenerse a flote tras el naufragio.

No es su único valor, porque mayor importancia tiene la habilidad del narrador para mostrarnos la descomposición de un país que aspiraba al futuro y está atrapado entre la imposibilidad de volver al pasado y la ausencia de una vía por la cual salir adelante.

A medida que crece el deterioro nacional, Padura sigue rompiendo barreras y avanzando por un espacio literario donde en no pocas ocasiones ha tenido que recurrir a disfraces y desviaciones. Un escritor diestro en sortear la complicidad y la benevolencia con un andar que aumenta su dominio de la prosa. Un equilibrista dispuesto a ejercer un oficio en que cada nuevo paso puede llevar al aplauso o a la caída.

La vuelta del Conde

Luego de publicar La novela de mi vida, Padura retoma a su personaje del teniente Conde (ahora retirado del cuerpo represivo) con La neblina del ayer. La vuelta al género policial ofrece una continuidad a la representación y denuncia de la situación actual en la Isla, pero es también responsable de las mayores limitaciones de la novela.

En las entregas anteriores —sobre todo a partir de Máscaras—, la trama delictiva es el único sostén que le queda al protagonista. La labor de atrapar al culpable justifica su existencia: sabe que en ese terreno es donde único nunca se equivoca. El argumento del crimen es el recurso perfecto para mantener la atención a lo largo del relato. Al mismo tiempo, permite al autor ir desarrollando una serie de subtramas más personales, donde los límites entre la verdad y la mentira no están demarcados de forma tan definitoria como en un asesinato.

Conde no es un policía cualquiera. Sabemos de su interés literario, de su aspiración, temor y falta de entrega a la escritura: se escuda en la misión policial para mantener encerrados sus demonios intelectuales. Padura viene a ser el alter ego del teniente: se aprovecha del policía para liberar sus inquietudes.

Repetida, obsesiva, la palabra escualidez aparece una y otra vez en la escritura de Padura. Es un homenaje, J. D. Salinger sustituye a Dios. Un patrón literario. Un ideal. Hasta una ideología. Suciedad, asquerosidad, flaqueza, delgadez, degradación, pobreza. For Esme—with love and Squalor (Para Esmé, con amor y escualidez) es el título de un cuento de Salinger. En España prefieren la traducción Para Esmé, con amor y sordidez.

Sórdido es indecente, escandaloso, mezquino y avariento. El mundo de la roman noir y del film noir. Los franceses no crearon el género, pero acuñaron el término. En Estados Unidos se respeta el invento francés y se habla de noir y no de black (cine y novela). En español se utiliza el término negro (serie negra, novela negra, cine negro), sin preocuparse por los problemas de identidad.

El padre de la novela negra es Hammett, que publicaba en la revista Black Mask, la cual originó la narración pulp, relatos de violencia y horror impresos en papel barato, de baja calidad. Fue de esta publicación que los franceses tomaron la palabra, la tradujeron y engrandecieron: lo barato dejó de ser sinónimo de pobre, al menos literariamente.

Policía o detective

Uno de los méritos de Padura, como escritor policial, es haber logrado librarse de las ataduras ideológicas e insertar en la realidad cubana a un policía similar al protagonista de las obras de Hammett y Chandler, y poder eludir el hecho de que en éstas el héroe no es un policía sino un detective privado (en muchas ocasiones un ex policía o agente del fiscal), quien precisamente por su rechazo a la moral del establishment y de sus cuerpos represivos adopta un código propio.

Cuando el teniente Conde era policía, siempre se caracterizó por ser un hombre solitario y singular entre sus compañeros. Un oficial que conservaba su entereza y luchaba por la supervivencia de sus valores en crisis. Un miembro de la policía que en realidad actuaba y pensaba como un detective privado, al estilo norteamericano.

Esa transformación paulatina —ya en Máscaras es un oficial en desgracia— lo lleva inevitablemente a dejar de ser policía: la negación de su oficio, de lo que sabe hacer mejor, es también una renuncia a la definición mejor de su vida, lo que inevitablemente lo lleva a tener que enfrentar a sus demonios literarios.

Sórdido y escuálido. Entre estas dos palabras, con algunos significados similares pero no idénticas, se mueve la literatura de Padura. Si la sordidez define el mundo de Hammett, en Salinger la escualidez tiene un carácter existencial que forma parte de un mundo corrupto, donde los que buscan la exactitud y honestidad son presa de una tensión insoportable, cuya única salida es el silencio o la muerte. Un mundo escuálido donde se sacrifica el amor.

La dimensión filosófica de este concepto en Salinger tiene su definición en el budismo zen y se manifiesta en su libro de relatos Nueve Cuentos, al que pertenece el título citado. La neblina del ayer nos presenta un mundo sórdido en que su protagonista lucha por encontrar un amor que lo salve de la escualidez.

Ella cantaba boleros

Luego de dimitir del cuerpo, Conde se dedica a la compra y venta de libros. Singular oficio para un ex agente, pero no para alguien que en entregas anteriores ha quedado claro que siempre fue un policía hecho para la literatura. Pese a su integración en el "trapicheo" —al igual que las anteriores de la serie, la novela transcurre en la época del derrumbe del socialismo en la URSS y la Europa del Este—, Conde recurre a su mentalidad policial cada vez que se enfrenta con un problema.

Sus amigos se lo recuerdan. Y el ex teniente vuelve a estar en problemas. No sólo es el sospechoso de un crimen. Se ve frente a una situación para la que no está preparado: un descenso al infierno en busca de una ilusión. Este viaje de ida y vuelta a las profundidades del mal es lo mejor de la obra.

Más allá del valor de la denuncia —siempre efímero en la literatura—, la obra trasciende la realidad cotidiana para trasmitirnos la desesperanza, principalmente de una generación, pero también de un país. Que lo logre recurriendo al mito le otorga una cualidad superior a los relatos empeñados en la descripción de la miseria.

Un día Conde descubre una biblioteca maravillosa en venta, que puede solucionarle el problema de la subsistencia por varios años —quizá hasta su muerte— y permitirle disfrutar de las ventajas materiales que nunca ha tenido y ahora desea como nunca en su vida; en parte porque las desconoce, pero también porque ha llegado al convencimiento de la inutilidad de los sacrificios anteriores.

Para su desgracia, no viene en su ayuda ningún budista zen que lo advierta de su error (una alucinación, en que se le aparece Salinger en el momento clave de la trama, sirve de sostén filosófico al libro, pero compromete la calidad literaria del relato). Apenas al iniciar el camino hacia la riqueza, descubre en un libro un recorte de prensa donde se anuncia el retiro de una bolerista en el mejor momento de su carrera.

Esa mujer enigmática será la perdición del negocio, del bienestar hasta ese momento inalcanzable para él, su socio y los amigos, casi de su integridad física y el motivo para un asesinato, el intento de otro y un encarcelamiento.

¿Todas estas calamidades por un crimen que ha quedado impune en el pasado? No. Esta es la explicación policial a la que se aferra Conde. Simplemente por mirar atrás. El mito, por supuesto, es el de Orfeo y Eurídice y la lectura de La neblina del ayer lleva a recordar Vértigo, de Alfred Hitchcock, y la crónica sobre la película escrita por Guillermo Cabrera Infante —curiosamente Padura no menciona al autor de Tres Tristes Tigres en parte alguna de sus múltiples referencias a los escritores cubanos—, por encima de cualquier otra referencia literaria.

Al igual que el detective John Scottie Ferguson de la cinta (otro ex agente del orden público), Conde se obsesiona con una criatura marcada por la destrucción y se niega a ver las señales de peligro con igual estupidez.

Scottie y Conde comparten una conducta irracional que bordea la locura, pero no las claves que van del misterio a la obsesión. Para el ex teniente no es el amor hacia una mujer atractiva lo que lo lleva casi a la perdición —hay en la novela una explicación psicológica que es débil e innecesaria—, sino el mundo del cual ella formó parte.

Catalina Basterrechea, Lina Ojos Bellos, Violeta del Río, la Dama de la Noche: todos esos nombres en una cantante de boleros que es simplemente La Habana, la ciudad perdida que de pronto Conde descubre que tiene que buscar para encontrar otra que desconoce, en la que no sabe moverse sin un mapa o un amigo: que lo rechaza.

Lamento generacional

Al final del libro, Conde rompe el único disco que grabó Violeta del Río —quizá con la esperanza de destruir el último que quedaba en la Isla— no como un acto de reafirmación, más bien es un gesto de impotencia para intentar aferrarse de nuevo a los pocos resquicios que lo mantienen a flote.

Pero el lector sabe que la Dama de la Noche volverá en los sueños o en las pesadillas de ese hombre que se empeña en sacar a flote un crimen del pasado —al igual que el autor se empeña en la trama del gángster y la conspiración política— para no tener que taparse la nariz y seguir respirando en medio de la fetidez de un mundo en descomposición.

Luego de bajar al infierno, representado por el barrio de Atarés con sus prostitutas, drogas, robos y asaltos, Conde vuelve al limbo de su existencia (tanto en Vértigo como en La neblina del ayer hay una contrapartida femenina a la mujer ilusión: la mujer terrenal, Midges y Tamara).

En su magistral crónica sobre Vértigo, Cabrera Infante señalaba que la primera parte de la película hace creer al espectador en lo sobrenatural, mientras que en la segunda se presenta el mundo natural del misterio policíaco. Pero cuando Hitchcock se adentra en la realidad es cuando el filme resulta más perturbador, ya que la locura es el amor que perdura más allá de la muerte.

A mitad de la cinta, el director hace una revelación con la intención de terminar con el asunto policial y quedarse con el tema pasional; "desde aquí se presiente que el verdadero misterio no es saber quién mató a quién, sino quién es quién", dice G. Caín.

Los males de ambos

En La neblina del ayer, Padura traza un camino contrario. También el libro está dividido en dos partes —ambas caras del único disco sencillo que grabó Violeta del Río— y al terminar la primera sabemos quién es quién y sólo nos queda conocer quién mató a quién, algo que se intuye casi desde el comienzo.

La trama policial sirve además para definir lo que podría considerarse el punto de vista político del autor: no idealizar ni el presente ni el pasado, mostrar los males de ambos. Pero las injusticias del ayer no son utilizadas como una justificación del caos actual. Todo lo contrario. Las ruinas de hoy hacen que palidezca la decadencia del ayer.

Entre estos dos mundos, los personajes que eran niños al triunfo de la revolución son quienes están peor, ya que padecen los rigores de una sociedad que ellos contribuyeron a crear, la cual se ha tornado soportable sólo gracias al alcohol y la amistad.

Yoyi el Palomo, el socio de Conde en el negocio de compra y venta de libros —con veintiocho años, mucho más joven que él—, ingeniero civil devenido en traficante, acepta el nuevo desorden social, y sabe moverse perfectamente en él, que al ex policía le resulta odioso y ajeno. La novela es también el lamento de una generación.

Hombres cercanos a los cincuenta años, en la mayoría de los casos, no conocen la nostalgia, tan sólo el desencanto. No añoran la juventud y pasan el tiempo recordando privaciones y volviendo a escuchar la música que les sirvió de refugio durante los días y años en que cimentaron su amistad en medio de limitaciones y lemas. Poco les queda, salvo sus reuniones.

Lo mejor de La neblina del ayer trasciende los mecanismos de la novela policial —la trama es por lo demás predecible— para mostrarnos la agonía cotidiana de estos seres traicionados, perdidos en un mundo que no logran atrapar y del que tampoco pueden salir.

© cubaencuentro

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