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Actualizado: 25/04/2024 19:17

Literatura

Esperando a Carilda Oliver

'Carilda Oliver Labra: La poesía como destino', de Urbano Martínez Carmenate: Los hechos biográficos van por un lado y la interpretación por otro.

Se van a cumplir dos años de la publicación de Carilda Oliver Labra: La poesía como destino, de Urbano Martínez Carmenate, y apenas si tenemos noticia crítica de una biografía tan esperada. Situación extraña. Se diría que nadie se atreve a romper el cerco mediático del silencio. Rompámoslo.

A fin de cuentas todos los reparos y salvoconductos de esta biografía parten exclusivamente del material de derribo que usa y de la mentalidad del biógrafo que, sabiamente, nos dirige hacia eso que llama, enfáticamente, "cánones de la verdad". Oportuna expresión esta que nos remonta a los tiempos felices de Hesíodo, cuando los criterios infusos de los dioses pululaban sobre las aguas y al pobre mortal le sobraban los artilugios de pesca porque le bastaba con alargar el cazo y atrapar en trusa a la mismísima verdad.

Conociendo a la poetisa matancera, los mitómanos, los politizados, los poetas y los amantes del género biográfico esperaban algo contundente o al menos un relato que, en clave de humor, desvelara las proximidades y las lejanías. Pues no. Lo accidental, lo doctrinal y dogmático, y sobre todo la explicación de la historia como paradigma social, se ha impuesto sobre la frescura de unos hechos y de una personalidad que prometía desbordamiento por los cuatro costados.

Las esencias y los atributos, con los detalles más sabrosos de una vida pletórica y resuelta, desfilan aquí mansurrones, aburridos, mustios, contradictorios, repetitivos —de hecho, aquí nada especial se añade que la propia Carilda no haya contado a cualquiera de sus visitas, incluido al pinareño que suscribe—, e increíbles, porque los intereses de la poetisa y de la poesía, como mucho, nos sitúan ante una especie de capricho de una mujer testaruda.

Tratado antibiográfico

Al leer el tratado canónico de Urbano Martínez Carmenate, me cuesta reconocer aquí a la Carilda que yo percibí en aquellas sesiones que precedieron a la publicación del número monográfico que le dedicó la revista Vitral. Una tirada, por cierto, prohibida en Cuba, y rehusada a pesar de su machacona inocencia.

La mujer que nos franqueó su casa y las claves de su existencia poética, en 1999, nos sorprendió con una vitalidad tocada por el donaire, agilizada por una anécdota ágil y chispeante, remisa a cualquier tipo de etiquetado, divertida hasta en las conjeturas, de una ironía festiva que encajaba con deportividad la historia y hasta los fatales desencuentros, solidísima en sus convicciones, y sobre todo de una seriedad radical cuando hablaba de poesía y de su realización como poeta.

Nada de extraño, por tanto, que los introitos a esta biografía canónica —reitero lo de canónica por su pretensión oficialista y reglada— hayan sido tensos y de una pugna constante hasta el final, como se escenificó delante del público en la presentación de Cárdenas, entre biógrafo y biografiada.

Mientras que para el primero conseguir el nihil obstat del Ministerio del Interior cubano constituía la principal aspiración, para la poetisa matancera el deterioro dialéctico y el personal se centraba, esencialmente, en el tratamiento de una exposición biográfica que escogía los detalles más inocentes para construir el tratado más antibiográfico que sobre ella podría erigirse: hacer de la poética y del verso una cuestión sometida.

Sin duda, el precedente de Nicolás Guillén —que sirve lo mismo para un roto que para un descosido— obnubiló el resultado final del biógrafo. Actitud persistente que Martínez Carmenate quiso repetir de nuevo cuando intentó escribir, con idénticos criterios, la biografía de Alejo Carpentier. La viuda del novelista, vistos los resultados con la Oliver, se apeó a tiempo de aventura tan arriesgada.

Después de varios años, cuando arreciaban desde ámbitos interesados las preguntas por una biografía que no acababa de cuajar, y cuando las presiones políticas se hicieron ineludibles, consintió Carilda Oliver en la publicación de este libro, únicamente bajo unos criterios de rectificación que, como todo el mundo sabe, una vez pactados, el biógrafo no varió sustancialmente.

En este sentido, no deja de ser chocante que el único comentario que conozco hasta ahora —digital, por cierto—, que firma Tania Díaz Castro, formule un ataque frontal contra la poetisa porque en la biografía no se recoge, al parecer, el indispensable testimonio que ella, la señora Díaz Castro, proporcionó al biógrafo y que rechazó la matancera, y porque la poetisa aquí no se posiciona frente al régimen del modo obtuso que a Tania Díaz le gustaría. Pero Carilda no es inexperta en eludir señuelos, excesos, provocaciones o dictados, tanto si vienen por parte de los mentores del régimen como de quienes lo combaten.

Al diktat de lo políticamente correcto

De las múltiples lecturas que tiene la biografía de Martínez Carmenate, me quedo con tres por servir de utensilios prácticos para completar esa elegante cubertería —arte de trinchar la historia— que exhibe el preclaro biógrafo. La primera, de corrida y como para hincar el diente en la cáscara del meollo histórico, produce cierta perplejidad y afecta al modo de decir.

Que alguien en pleno siglo XXI recupere el estilo y la retórica expositiva de primeros del siglo XIX es algo meritorio, sin duda. Y que, además, lo haga al diktat de lo políticamente correcto y sin desviarse un ápice de la ortodoxia más bruñida, doblemente meritorio por lo que supone de renovación en la retaguardia del XX.

La segunda lectura, ya con papel y lápiz, y separando cuidadosamente las semillas de los gajos, afecta concretamente a lo que se dice. Uno percibe con meridiana claridad que los hechos biográficos van por un lado y la interpretación del biógrafo por otro. No importa que muchas veces no tengan nada que ver o que se interpongan para hacer historia revuelta y ganancia de pescadores. Lo decisivo aquí es aquello que se escoge, que se arrastra con fórceps de la historia particular para que coincida de alguna forma con el engranaje incontestable, sociológica y políticamente, de la historia general.

La tercera lectura rebasa el arte cisoria más encallado, y afecta directamente al valor en sí de la biografiada. Carilda Oliver, una de las voces más genuinas de la feminidad del XX, que ha doblado el espinazo al mismísimo don Juan Tenorio, y cuya poética va más allá del erotismo facilón que le endosan afamados críticos, queda reducida aquí a una especie de protagonista de opereta, a un personaje rebasado por las circunstancias políticas, a una mujer aturdida por sus inseguridades y contradicciones, a una poetisa ambigua e indecisa que sólo es grande cuando, la pobre, se cae del caballo de su propio destino poético.

Para describir semejante viaje no se necesitan dos docenas más una pizca de capítulos enjundiosos, con dos entremeses introductorios, y un par de dulzones epílogos. Concretemos ahora, sucintamente, esas lecturas primarias, ya que no se trata de rehacer este bloque ideológico que nos devuelve con sus 550 páginas al pleistoceno de la razón doctrinaria, ni de reponer tampoco los hechos que contradicen semejante guiso.

La forma, o Fray Gerundio de Campazas al habla

Como dije, la primera lectura produce perplejidad y afecta al modo de escribir. Si el estilo es la forma del alma, Martínez Carmenate ha encontrado en el suyo, con una retórica florida y vacua, la reencarnación del alma decimonónica más rancia. ¿Qué entiende el señor Martínez Carmenate por escribir una biografía? Aquí reside el quid de un despropósito continuado, que se argumenta en el primero de sus entremeses introductorios, titulado "La ciega y sus espejos" (p. 7), asumiendo dos criterios obsoletos y reaccionarios en una biografía abierta.

Se parte, porque sí, de algo necesario: escoger lo esencial para no caer en el desastre del detalle. Podríamos estar de acuerdo en este criterio tan útil si no se justificara con un argumento tan deleznable. Asegura el señor Martínez Carmenate que "estamos habituados a hablar de la realidad como algo tan exactamente real, que ya concluimos cercenando el concepto y tornándolo en algo opuesto, inefectivo" (p. 10). ¿Lo entendieron? Yo no. El galimatías resulta delicioso porque la tautología y, sobre todo, la confusión entre lo que se dice y lo que se quiere decir, impiden un entendimiento aproximado a una ligerísima coherencia. Así no podemos coincidir ni en las metáforas.

El segundo criterio se basa en una finura realmente puntera. Se trata de una cita aplicada a la novela, procedente de Miguel de Carrión, que el señor Martínez Carmenate asume con gusto y traslada a la biografía carildiana. En ella se asegura que para escribir sobre una mujer se necesita, de entrada, ser "mujer, cura o médico" (p. 7); y de salida, sacando brillo a la ocurrencia, "una extraña colaboración" de las tres carreras.

Visto lo visto, no sabremos cuál de estas especialidades ejercitará el biógrafo con más cultivada soltura, ni tampoco si la extraña simbiosis deviene en un género concreto. Lo único cierto es que la argumentación resulta intolerable. Como cita risueña, no pasaría de un mal chiste. Como raciocinio, forma parte de una perogrullada caduca alimentada por un machismo residual, sin cabida en una sociedad donde la discriminación de género está penada por los códigos civiles más normalitos.

El consejo del señor Miguel de Carrión debió de impactar tanto al señor Martínez Carmenate, que éste, en los proemios de su estudio, llegó a pedir a la poetisa que se sometiera voluntariamente a un minucioso examen con psiquiatras solventes para objetivar los vericuetos de su personalidad. Sin titubear, la poetisa matancera lo mandó delicadamente al carajo.

Abundando en esa dialéctica reaccionaria del género femenino como complacencia de varones, que alentaba De Carrión en la novela, el señor Martínez Carmenate —por su cuenta y al aparecer en avanzado estado de gracia— hace un descubrimiento médico portentoso: que "la biografía tiene puntos en común con el embarazo materno" (p. 9).

Incluso, cuando habla de la "Poética" carildiana —el biógrafo a cada una de las cinco partes del libro añade un capítulo de colofón en el que teoriza sobre la humano y lo divino— asegura que la matancera "ama la vida, mas no escribe cuando está alegre, sino lindando con la tristeza. No es nada extraño que asocie la escritura a procesos biológicos de innegable prospección médica: la ve como un drenaje, una vía terapéutica, un parto…" (p. 264). Aunque el símil no puede ser más peregrino, lo cierto es que el parto asistido por el señor Carmenate ha resultado un adefesio.

La ciega de los espejos —¿quién será?—, que contornea el señor Martínez Carmenate silenciando a propósito el nombre de actores importantes en la vida erótica de la biografiada, como si estuviéramos jugando al escondite —hay un amante "X", un amante "Y", y otros con bautizo subrepticio—, adquiere de repente consistencia al concederle gratuitamente la categoría de mito con una explicación concisa y certera donde las haya: "acéptese el mito sobre la base de ser una realidad poética. Realidad al fin, distinta y distante de la otra, precisamente por su otredad, más no por su esencia, que es verdadera y real en su proyección diversa y múltiple" (p. 11).

Lo único que puede sacarse en claro aquí es que, nuevamente, una jerigonza de vaciedad conceptual y metafísica se llena con palabras altisonantes — flatus vocis— para no decir absolutamente nada. Y como sabe que no dice nada y se pierde en la resonancia de las palabras, da un consejo práctico a los ignorantes de solemnidad: "Léase este texto asumiendo lo mítico como categoría venturosa, que asombra, aunque no asusta, que sustrae y abstrae, que sirve y salva, que fluye y huye en medio de su propia intrepidez e inmanencia" (p. 11).

Imposible tanto desbarre asonante en periodos tan cortos. Uno parece estar leyendo Fray Gerundio de Campazas, alias Zote, del padre Isla, cuando enfatizaba sus afirmaciones con latinajos que el gran predicador ni entendía: en medio de la iglesia había un bulto: "vultum tuum deprecabuntur". Resucitado fray Gerundio mediante conceptos filosóficos inconexos, las palabras aquí se empujan unas a las otras en una acción incontrolada de sacacorchos con la que brindan los comensales alelados: por fin parió la abuela.

Más hipérbole postgerundiana

Un simple garbeo por los teóricos del mito, que los hay y muy sencillitos, y un segundo paseíto por los filósofos del vitalismo y de la fenomenología, que no es mucho pedir, le hubieran situado con cierto peso al señor Martínez ante su propia biografía. Y sobre todo le hubieran evitado un despelote tan elemental y tan duro. Y es que argumentar así y llenar su segundo entremés introductorio con el título de "El mito", constituye una frivolidad recalcitrante que augura lo que será el argumento formal de toda la biografía.

Efectivamente, lo que a continuación se expresa formalmente —y seguimos con el modo de decir— no es más que una repetición sonora de esa inconsistencia dialéctica gerundiana. No voy a repetir los innumerables casos, sino que me limitaré a aquellas perlas cultivadas más representativas de una vaciedad expresa. Cuando el señor Martínez Carmenate, por ejemplo, quiere poner de manifiesto lo difícil que le resultó al padre de la biografiada abrirse paso en un capitalismo feroz e inhumano, después de una niñez y adolescencia "de avasallante precariedad", asegura que "entre 1921 y 1924, ahorrando el dinero que ganaba y economizando a diario, logró comprar tres casas, siempre consciente de que el capital invertido se multiplicaría mañana" (p. 39).

Tres casas en tan sólo tres años. Admirable. Una de dos: o no era tan feroz el sistema o la forma de contarlo no tiene que ver con la realidad sociológica. El capítulo III, titulado "No se asusten" —otra vez un verso carildiano sin contenido real—, tiene datos entrañables, pero de nuevo la forma de decir, con esa tendencia a la hipérbole postgerundiana que recupera el biógrafo cada dos por tres, rebasa el contenido con creces. ¿Es que alguien se va a asustar porque una niña escriba de noche sus poemas a escondidas? Pues no.

Cuando irrumpe Carilda en el panorama literario cubano con Al sur de mi garganta el crítico afila la pluma con este comentario de antología haciendo hincapié en "lo más llamativo", centrado en el destape de "la realidad pacata de un ambiente signado por el peso de la monotonía cotidiana, un mundo injusto y desigual, a la vista de todos pero no desentrañado por nadie. El asombro estaba en esta voz femenina que desde el marco brumoso de la provincia atacaba con las armas más puras y desnudas. Su combate no era con el estruendo ni con la violencia, sino con la angustia que da la tristeza. Su estrategia no era el golpe rastrero, sino la humildad. No se dirigía al poder civil, sino al divino. No pedía para ella, sino para los otros. Y todo dicho con el corazón" (p. 139). Irrepetible.

Es decir, que Al sur de mi garganta viene a ser una especie de Kempis para amantes del cielo en estado catatónico, y a la vez un manual en ceroplastia prerrevolucionaria exigiendo justicia en cada poro de carmín amortizado. Quizás por esto mismo, cuando Carilda escribe el Canto a Fidel, el biógrafo ignora el texto para levitar en las intenciones: "Casi sin darse cuenta, sin proponérselo, Carilda afianzaba su compromiso con las fuerzas progresistas y se enfrentaba a la dictadura" (p. 235). Sin darse cuenta. Es decir, como en esas violaciones consentidas que nadie sabe lo que hace y tampoco lo que denuncia.

Y como ya da igual "bienvenido Félix Pita que bienvenida Felipita", cuando Martínez Carmenate aborda el capítulo de la "Poética" carildiana, el concepto definido en los límites de la forma no es más que un caballo desbocado con los dientes y los molares incrustados directamente en el ronzal.

Así se expresa comentando un sesudo y consecuente texto sobre poesía de la matancera: "¿Cuándo habla en serio y cuándo no? ¿Qué es real y qué torcido? En sus declaraciones, la única verdad es que nada es mentira: todo ayuda a conformar un corpus donde lo contradictorio lo es sólo en apariencia externa. En el fondo no hay antinomia, sino paradoja filosófica que ratifica su vocación temperamental, el oleaje volcánico, esa manera tan fresca y propia de vaciarse del mal genio, de enfrentar circunstancias de anímica perturbación. Lo hace en encrespadas antilogías, derramando yesca en la bisagra común de dos afirmaciones antitéticas" (p. 261).

Definitivamente, al señor Martínez Carmenate le ocurre lo mismo que a Fray Gerundio de Campazas: que la poesía, el concepto, la praxis, las vivencias y el conocimiento se excluyen porque ni se entienden ni quieren comprenderse para nada. Y para acabar con este formal disparate, vean cómo aborda ese dramático destierro interior al que fue sometida la matancera durante casi 20 años: "la orden del día es apartarla, mantenerla a distancia, prescindir de sus relámpagos poéticos. Nada le ha quedado, sino el silencio. Quien fuera ayer la reina de tantos votos, es hoy la ruina de un veto. Quien alimentó tanta siembra, ahora se sofoca en la sombra. Ya su alma no es clavel, sino clavo; no es nardo, sino dardo. Muchos de los que la habían aclamado le vuelven la espalda" (p. 347).

Ciertamente, cuando la hinchazón y la cursilería se unen por generación espontánea para armar conceptos y frases tan indescifrables o rocambolescas, la retórica de una biografía, y lo que en ella se cuenta, quedan reducidas a un montón de hojarasca, a un juego de artificio, a perifollo que no resiste una mala lectura.

Del dicho al hecho

La segunda lectura nos sitúa directamente en la narración de los hechos en sí mismos. Pero no sólo ante la historia monda y lironda, que es a lo que al fin de cuentas debería restringirse una biografía ecuánime, y frente a esto no habría nada que alegar, sino ante las intervenciones quirúrgicas del biógrafo que, convertido en médico a palos, mediatizan la anécdota, manipulan la historia, hacen insufrible el conjunto del ente biográfico con un empacho ideológico abusivo, y convierten al biografiado en una caricatura de sí mismo.

Una vez superados los interminables y tediosos capítulos de los ancestros —aceptables porque objetivamente se limitan a narrar lo que le han contado—, la casa, la niñez y la adolescencia —la sensación que produce este conjunto, dice el señor Martínez de cosecha propia, siempre tan preciso en las calificaciones, es la de una muchacha "ingenua como siempre"—, el biógrafo entra directamente en los requiebros y aventuras amorosas con una gran profusión de detalles.

De su primer marido, por ejemplo, sabemos casi todo, en realidad más que de la propia Carilda, y hasta la página 355 Hugo Ania comparte con la biografiada espacio y desvarío. El capítulo titulado "El amor", tendría que convertirse, forzosamente, en el hilo argumental que explicara toda la filosofía del eros carildiano, y que es, por cierto, muy personal y está, además, sólidamente construido.

Su lectura, en cambio, no pasa del topicazo caribeño que, no sabemos por qué razón precisa, encandila como un embrujo a "novelistas como Hemingway o poetas como Evtushenko". Para el señor Martínez Carmenate amantes y maridos "terminan envolviéndose en el misterio" (p. 176). Y en esta pobreza de terneros obedienciales acaba todo. Pero resulta que, sin ningún tipo de incógnitas, y con todos los resortes de la imaginación al descubierto, todos estos enigmas, hasta los más pedestres, están resueltos maravillosamente en los poemas carildianos.

¿Seguidora o blandengue?

Mezclados con los asuntillos de intendencia amorosa, llegamos a la clave del capítulo XIV, titulado "Este es mi corazón", que marca la línea divisoria, justo en la mitad del libro, entre un corazón amante y una política que controla el flujo sanguíneo. Con el Canto a Fidel, asegura el biógrafo, se convierte Carilda, "sin sospecharlo" —otra vez la ignorancia congénita ante el espejo—, en "el primer poeta que levantaba su voz para cantarle al líder de la hazaña emancipadora" (p.235). A partir de aquí, corazón y política van a la par en lo que resta de biografía. Y claro, en algo tan excluyente como delicado, los problemas de encaje abundan y los que deciden la ortodoxia se disparan porque, tal y como escribe el biógrafo, estamos ante "una época raigalmente distinta".

Y tan distinta, a juzgar por los hechos. Una de las primeras medidas del gobierno revolucionario en Matanzas consistió en dejar a Carilda en cesantía. Razón del biógrafo: "Los seguidores y blandengues que colaboraron con el batistato debían ser separados de los cargos públicos y de las plazas importantes en sectores clave como la educación" (p.275). ¿Era Carilda una seguidora o una blandengue cualquiera? Evidentemente no, aunque el biógrafo, con tanto tira y afloja, no quiere sacarnos de dudas sino todo lo contrario.

Lo cierto es que la poetisa fue depurada, cesada como directora de cultura y más tarde como profesora de la Escuela Normal por simples sospechas, porque su perfil a lo Katharine Hepburn era el de una burguesita irredenta que, por estética, se niega en redondo a ponerse el uniforme de miliciana. Se aproxima a la realidad el señor Martínez Carmenate cuando escribe que "en los primeros meses del proceso revolucionario, los Oliver Labra no encontraban suficientes motivos para sentirse contentos del todo" (p.284).

Ni del todo ni de la parte. Aquí los vacíos vuelven a ser tan clamorosos como en las cuestiones formales anteriormente suscitadas. El interés del biógrafo por hacer coincidir el proceso revolucionario —los acontecimientos políticos ocupan páginas enteras sin que aparezca para nada el nombre de la Oliver— con la cotidianidad y la intrahistoria de la poetisa llega a narrar los hechos como caídos del cielo y se asumen en la biografía sin ningún tipo de explicación personal.

"El problema decisivo de los cubanos consistía ahora en serle fiel a Fidel. La estrategia era fidelidad al fidelismo" (p. 300), justifica el biógrafo. Y decide que la Oliver asuma este principio del modo más natural y menos traumático posible. El resto carece de interés. De repente, el 11 de noviembre de 1960 —previamente se nos ha presentado a la poetisa en el limbo viviendo con el amante X "una experiencia irrepetible" (p. 298)—, nos enteramos por las buenas que Pedro Oliver, hermano de Carilda, y a la sazón rector de la Universidad de Las Villas, se fuga a Miami. ¿Por qué razón?

El biógrafo la sabe de sobra, pero decide no aclarárnoslo. Concluye que una golondrina no hace verano y entonces silencia la historia particular de un drama feroz. La causa no puede ser ni más sencilla ni más breve. Un alumno del rector es cogido en acciones consideradas subversivas, por lo que fue juzgado y condenado a muerte.

Ante los ruegos de la madre, Pedro Oliver intercede y, previamente al juicio, se le promete, desde la máxima instancia, que no habría fusilamiento alguno. Pero esa misma noche el estudiante fue ejecutado. Pedro Oliver no resistió la crueldad del hecho. Comprende de golpe que a la vorágine revolucionaria le sobran balas y le falta una aproximación al hombre. Por esto mismo, al día siguiente de la ejecución, cuando un numeroso grupo de alumnos presenta al rector un manifiesto de protesta, Pedro Oliver también lo firma como acto de coherencia y sabiendo que este gesto entrañaba un riesgo de consecuencias irreversibles para él y para los suyos. A partir de este hecho comienza para la familia Oliver, incluida la poetisa, una trágica cadena de repudios, de acosos crispados, de expropiaciones, de miseria regada, y de miedos desgarradores.

Carilda, por el contrario —nada aturdida, como asegura el biógrafo en repetidas ocasiones a lo largo de la biografía—, ni se calla ni permanece inactiva. Se presenta en Santa Clara para hacer frente a este acoso que dejó a la familia sin camas ni colchones donde reposar literalmente la cabeza. Cuando en el paroxismo de la degradación, y ya en el aeropuerto, un soldado quiere arrebatarle a su sobrinita la muñeca con la que jugaba, la poetisa echa los restos para afearle una acción tan miserable como vergonzosa.

Más historia omitida

Pura del Prado montó una reivindicación semejante ante el mismísimo Fidel Castro. Pero de esto, que es historia personal y trágica, ay, nada desvela el biógrafo. ¿Por qué, si conoce perfectamente todos los detalles? ¡Ah! Se limita, eso sí, a un señalamiento genérico de actos tan deplorables echando un capote despenalizador a la degradación combativa: "La supervivencia del proceso revolucionario estaba en juego y un buen porcentaje de su éxito se debió a esas manifestaciones espontáneas y radicales que demostraron al enemigo la pujanza inclaudicable de las masas" (p. 302).

El rosario de hechos que se suceden como el descrito, y que eludo enumerar siquiera porque no pretendo, repito, reescribir la elocuente historia omitida del señor Martínez Carmenate, servirían para archivar definitivamente una biografía tan parcial. ¿Qué pensar, por ejemplo, del episodio de Evaristo Durán, cuñado de la Oliver, que cita el biógrafo pero que calla deliberadamente los detalles que tanto importaron a la poetisa? Pues helos aquí para recordatorio de amnésicos.

Al salir de su encierro en la granja de la Conga, tuvo que aprender a andar de nuevo porque estuvo recluido durante días y días en una jaula de gallinas. Este episodio inhumano y gratuito, cuyos pormenores conoce y elude también el señor Martínez Carmenate, lo encaja el biógrafo de una forma deportiva y cínica: "No pocos llegarían a entender que el camino revolucionario no era sólo de rosas y que las espinas podrían rozar a cualquiera. El momento imponía pensar primero en el jardín, después en la flor. No fue el caso de Evaristo Durán, quien ya no pensó en otra cosa que en huir" (pp. 307-308). Sobran los comentarios.

La historia trágica del veto, que retiró a Carilda de la circulación poética y de cualquier noticia en relación con la res pública durante casi veinte años, y que la escribieron con renglones torcidos matanceros ilustres con nombres y apellidos y personajes nacionales con identidad nada diluida, tiene en la biografía el mismo tratamiento errático y tendencioso: "Para ella la vida ya no es un surco, sino un cerco. Se encierra, lo que equivale a decir: se entierra. Su resistencia está en su residencia. Esconde el rostro para que se pierda su rastro. Lleva consigo un poco de la misma rosa, pero no de la misma risa. Le pesa la pluma como el plomo, le crecen los años como las uñas. Ha de costarle muy caro marchar sin el coro. Corazón ya no es curación" (p. 348).

¿Qué más explicaciones plausibles se pueden dar a un episodio tan detestable? Ninguna. Cuando el biógrafo, en el capitulo XXI, titulado "La luz devuelta", celebra el fin del ostracismo —Carilda no movió un dedo para la rehabilitación—, nadie reconoce ya en los hechos a la Carilda beligerante e independiente. Todo se adapta perfectamente, como un guante, al realismo laminador del biógrafo: "No hay en ella intento de reevolución, sino instinto de revolución. Del llanto triste ha pasado al canto ilustre. Pero no por ser luz deja de ser lis" (p. 387). Así, como suena. Pero la poetisa, a pesar de tanto juego floral que exhibe el biógrafo, se muestra intacta e irreductible donde realmente tiene que demostrarlo: en la poesía concentrada y sencillísima de su libro Desaparece el polvo.

Por el contrario, el biógrafo —decretada oficialmente su falta de peligro— no baja la guardia. Ni siquiera en hechos tan inanes, como señalar la simple participación de la poetisa en actividades culturales programadas por la autoridad competente, deja de meter la cuchareta ideológica y mutiladora. Como ocurría en los tiempos del mejor Stalin, la historia, de repente, sufre amputaciones caprichosas. Tal ocurre con la excursión cultural a Venezuela en 1987, a la que el biógrafo confiere el rango de visita histórica con todo lujo de detalles.

Allí aparecen, "entre otros", excursionistas como "Miguel Barnet, Luis Saurdíaz, César López, Jesús Cos Causse y Lucía Muñoz" (pp. 455-56). Pero como hay uno que resulta innombrable y repelente, el biógrafo no se anda por las ramas y falsea directamente el recuento. Omite a Raúl Rivero, precisamente el único que interesa como dato biográfico, pues fue el único que habló de la personalidad y de la poesía de Carilda Oliver en Venezuela, concretamente en Maracaibo.

La biografía se cierra con un episodio estelar relacionado con la perestroika en Cuba —páginas y páginas de ideología blindada—, y hurtando una vez más detalles esenciales que afectan directamente a la biografiada. Martínez Carmenate silencia, con todo conocimiento de causa, que en el acto, en el que supuestamente se hablaría de la perestroika y al que asistió Carilda como invitada, en la librería El Pensamiento de Matanzas, la poetisa resultó herida en el abdomen —¿se conservarán aún las placas en el hospital Hermanos Ameijeiras?— como consecuencia de la acción combinada de extremistas y agentes del Ministerio del Interior para abortar el acto.

Una vez más, la poetisa se resiste a ser engullida. Protesta con energía y el mismo Fidel Castro le promete que actos semejantes jamás volverían a producirse. Como se puede observar, los hechos más decisivos tienen en la mente del biógrafo la misma consistencia que el modo de decir: dependen de la selección gerundiana que los simplifica. Así la historia se podrá explicar, qué duda cabe, pero hablando de una poetisa como la Oliver, jamás se podrá entender.

El valor de los argumentos

Si la consistencia de un valor depende de la coherencia de su argumento, leyendo la biografía de Martínez Carmenate se deduce que la axiología que sustenta los hechos y la vida de Carilda Oliver no puede ser más enclenque. ¿Se trata de un resultado planificado intencionalmente por el biógrafo o, por el contrario, de una simple impericia para encajar la realidad poética como un todo relacionante que explica la vida del poeta en cada una de sus etapas de un modo congruente? Las dos cuestiones son flagrantes, pero juzgue el lector por sí mismo, porque aquí lo fortuito no deja de ser en cualquier caso una coincidencia sarcástica.

Obsesionado como está el biógrafo por las concordancias políticas y sociológicas, a la hora de cuantificar el temple y el espíritu de la biografiada frente a la diferencia o la unanimidad apabullante, los mecanismos se atascan, la confusión a veces y la ambigüedad otras se instalan en los hechos más definidores, y la esquizofrenia asumida desmantela la totalidad del relato. ¿Qué ocurre aquí, entonces, con lo más fascinante de un poeta que es su espíritu impreso en versos, en los que la palabra vale lo que filosóficamente mantienen porque equivale a lo que su espíritu arraiga? Pues que Martínez Carmenate lo anula de raíz.

La narración cojea desde el principio cuando no se desvela cómo la niña o la adolescente empieza a sentir la realidad poética y a escribir derecho con renglones torcidos. Esto, al parecer, llega del cielo por las buenas, y el biógrafo se limita a divagar ensartando los rebrotes vocacionales como parte de "toda la cursilería de la época" (p. 61), como producto de "un caos pequeñito", y lanzando una solapada advertencia para el futuro inmediato: que la ingenuidad de la muchacha, "como siempre", construye las estrofas más ocurrentes. Mal comienzo, pues quiere decir que lo de poetisa llegó por pura casualidad como pudiera haber salido jinetera, con perdón de esas heroínas de la carretera que hacen el pan y van a la lucha como las antiguas hetairas en los tiempos de la Grecia clásica.

Esta sensación de ingenuidad permanente, sujetada con alfileres a un concepto amoroso de folletín, recorrida por un aturdimiento sistemático ante los hechos históricos que le tocó vivir, y alentada por una ambigüedad estilizada, justificarían en esencia el armazón de una personalidad endeble hasta la claudicación. Algo inasumible sin una levísima reflexión. Hablar de ingenuidad carildiana en los términos que el biógrafo apunta —"de una mujer virgen, intocada, no por inexperiencia mundana, sino por exceso de juventud" (p. 171)—, provoca la carcajada. Ni que fuera Santa María Goretti.

Pero tampoco la mujer fatal que, como una mantis religiosa, devora a sus víctimas a dentelladas secas y calientes, o son "empujados al suicidio y, cuando no, a la muerte misteriosa o al azar de una desaparición incierta" (p. 171). ¿Qué clase de ingenuidad puede inferirse de una mujer cuya poética —y basta con leer al azar cualquiera de sus libros para entenderlo— se caracteriza por incidir sin mediaciones en lo más fascinante del conocimiento corporal y abrir en canal las simas más insinuantes del espíritu humano? Ninguna que no sustente una realización inteligentemente consumada, y que al tiempo no se especifique en una formalización estética.

Por esto mismo, cuando en la biografía se habla con tanta insistencia de amor y de erotismo —mejor dicho, de amoríos y pasatiempos placenteros a la hora de fumarse un cohíba— la sensación que se tiene es de un vacío deformante. Y también aquí el biógrafo empieza mal. Asegura que a los 15 años la matancera se volvía loca por ver "las piernas, los brazos, las espaldas de algunos titanes", y que "cuando su hermano Pedro la acompañó a ver de cerca cómo peleaba Kid Chocolate —boxeador cubano convertido en mito— ella disfrutó del arte pugilístico sin perder la ocasión de apreciar al ser humano" (p. 58).

Ciega, al parecer, no estaba, pero este párrafo concreto provocó la reacción airada de la poetisa en estos términos tajantes: "esto es una… invención de Urbano. Yo era una niña, así que difícilmente podría sentir lo que no podía ver ni entender". Sí entendía de deportes —su padre ejerció esa función instructiva desde muy niña—, y el boxeo estaba entre sus preferencias. De hecho, hoy en día, con más de 80 años cumplidos, no se pierde un combate televisado.

Mucho después, cuando la quinceañera se convierte en profesora de arte y modelado, el cuerpo de ébano de Kid Chocolate reaparecerá, efectivamente, como una escultura viviente. Un matiz importante, porque esto agudiza el instinto de un erotismo selecto, y lo otro no supera las pretensiones de una vulgaridad mal aprendida. Los detalles se multiplican en este sentido, pero no es preciso agotar los excesos de una biografía patológica escrita para andar entre misteriosas tinieblas.

Perversión de género explícita

El erotismo de papier couché que genera el señor Martínez Carmenate nos conduce directamente al amor como quien aterriza en un iceberg a la deriva. Y de nuevo topamos con una valoración depauperada, raquítica y marginal. Asegura el biógrafo en su capítulo dedicado a "El amor" —una teorización con pretensiones metafísicas para pimpollos con acné— que en este sentido "lo más contencioso de su carácter ha sido desde siempre la coquetería, arma tan bien esgrimida por las mujeres talentosas" (p. 173). Unir coquetería con mujer talentosa requiere una dosis de simpleza suprema, porque éste es un argumento que emplean a menudo los machistas inválidos o impotentes. De esta estupidez con fimosis se infiere una conclusión excluyente: talentosa, que no con talento, porque entonces no sería mujer.

Después de esta perversión de género tan explícita, el resto de las relaciones amorosas, incluidas las matrimoniales, se adaptan a esta horma desquiciada y filofascista. Para Martínez Carmenate sus "tres matrimonios y algunas relaciones coyunturales conforman su expediente, pero, al parecer, no son un modelo digno de ser copiado" (p. 174). Expediente: palabra clave entre policías. ¿Qué expediente habrá consultado el biógrafo, y de qué ministerio habrán emanado los criterios de moralidad? No lo sabemos, pero da igual, porque la conclusión no puede ser más degradante: la poetisa escogió para el amor a "estibadores de rotundas emociones psíquicas" (p. 175). ¿Se referirá a psicópatas del sexo, a enfermos mentales, al deshecho de la humanidad?

No lo sabemos, pero esto no se elige al azar: "Su forma de amar incluye el sentimiento materno" (p.175). De esta manera tan pseudofreudiana los maridos se convierten desde el primer asalto en hijos putativos. Todo ello, asegura el biógrafo, corresponde "a la lógica de sus inevitables inclinaciones" (p. 175). La basura del iceberg por fin se avista en la bahía de Matanzas. Pero nada podrá oscurecer la filosofía vinculante y la belleza jubilosa de un libro amatorio como Se me ha perdido un hombre, donde el amor perpetúa una de las reservas más íntimas del sentimiento poético sin posibilidad de repetición: "No te devuelve al mundo ruego ni demencia. / ¡Ah, majestad tranquila, poderosa ausencia!".

Toda esta maraña embuchada, que no es peccata minuta, se dispone por una razón muy concreta en la biografía: como prefacio de algo mucho más letal, y que afecta al posicionamiento de los valores políticos de la biografiada. La tesis implícita, que se desprende de decenas y decenas de páginas explicativas, es que Carilda Oliver, a pesar de los atropellos gratuitos que se produjeron en su contra al principio de la Revolución, no estaba preparada para asumir con normalidad los cambios históricos que le ha tocado vivir al pueblo cubano. Simplemente.

Por esto mismo, lo que aparece tan claro en la realidad —hechos palpables de que estaba con la libertad y en contra de la tiranía— no es tan patente. Cuando escribe el Canto a Fidel, lo hace "casi sin darse cuenta". Al colaborar clandestinamente con los revolucionarios, es porque "la atmósfera se tornaba cada día más compleja para la poetisa que ostentaba un cargo oficial" (p. 257).

Cuando triunfa la Revolución y es cesada en su empleo, después de dar mil rodeos y de soplar con la yagruma en todas las direcciones, el biógrafo justifica a "los responsables del proceso" porque tenían que "proceder con equilibrada y razonable perspectiva histórica" (p. 279). Cuando se produce el exilio de sus familiares más directos se trata de una "fisura imprevisible" (p. 301), cuyas consecuencias pertenecían a la intimidad más inconfesable y el pueblo, lógicamente, "repudiaba a los traidores" (p. 302).

El 'ostracismo'

Bueno, pues después de puntuar paso a paso toda esta pesadilla orweliana, que incluye la firma de manifiestos a favor del proceso revolucionario por parte de la poetisa, el biógrafo nos conduce, por fin, a la gran invención: al derrumbe inexorable de la "mujer aturdida" (sic). Ya vimos anteriormente cómo algunos hechos demostraban todo lo contrario. Lo justifica de esta manera tan elegante: "Atrapada en la angustia de una dualidad política que desdoblaba sus sentimientos, es víctima de un pesar que la lleva al rechazo de lo que pueda recordarle su drama familiar: las consignas, la guerra, la tensión de un ambiente preñado de acciones militares, el arte comprometido" (p. 305).

Consecuencia inductiva: la propia poetisa, en un arranque de turbación histérica, se corta las venas: "Quiere estar en la sombra. ¿Quiere, o la empujan las circunstancias? Hay de todo en la viña del señor, dice el viejo proverbio. Ella misma utiliza una palabra clave: ostracismo" (p. 310). Y claro, ella solita, en consecuencia, incoa su propio expediente de veto. De esta manera, con un cinismo en infusión tranquilizante, se pretende volatilizar una vergüenza humana y literaria contra una mujer que en solitario hizo frente a una potencia adicta con una valentía que tuvieron pocos hombres.

¿Cómo? Con hechos concretos ya referenciados —una muestra exigua—, y sobre todo con el argumento de la escritura poética. Si el biógrafo hubiera prestado una mínima atención a un libro tan biográfico e ideológico como Desaparece el polvo —escrito de los años sesenta al setenta, cuando la revolución triunfante lo ejecutaba varias veces a uno por una simple impureza mortificante—, hubiera encontrado la densidad de pensamiento que entraña la postura carildiana y que se especifica en cada uno de sus poemas. Además, está resumido para investigadores sumisos y liberticidas discretos en un verso que vale por mil revoluciones y que hubiera sido el título más acertado para una biografía ecuánime: "Busco mi libertad como una enferma".

En este principio operativo —la libertad es para la matancera consustancial al yo y explica la coherencia de sus actos— se resuelven todas las antinomias y vaguedades que le endosa el biógrafo. Así se despachaba con la tiranía batistiana: "¡Váyanse a la madre que los parió, / ustedes quieren regalarnos / una sentencia de muerte!". Con idéntica mordacidad se expresaba cuando la Revolución, con el mismo ahínco, expedía pasaportes a medio mundo o para la eternidad: "Pierde el tiempo quien sonríe a los inspectores, / quien sube al palo de la escoba, / quien hace una estadística; / pero ignora el súbito guiño de la estrella, / la que fulgura después del tiro de gracia".

La matancera entonces no se muerde la lengua y lo dice con toda claridad: "soy del que más llora, de los rebeldes maniatados". Incluso cuando estalla la crisis de los misiles la ironía de la Oliver es como un obús en la línea de flotación: "No tengo miedo, / no soy cobarde, / haría todo por mi patria; pero no habléis tanto de cohetes atómicos, / que sucede una cosa terrible: / he besado poco". Y para que no haya ninguna duda añade a los versos anteriores un paréntesis explícito: "(Crisis de octubre)".

Quienes decretaron el ostracismo de Carilda conocían la peligrosidad de su poética y sabían perfectamente lo que hacían. Y como la poetisa tampoco lo ocultaba, certifica su argumentación en el penúltimo poema del librito con una razón de ida y vuelta incontestable: "Si nace el héroe es porque ha muerto un asesino. / Yo creo en tus partos, tierra. / Por eso juro por el hombre". El resto son paridas de cronista bien alimentado.

'Montamos el mismo cerdo de tortura'

Por este arraigo en la tierra, que es consustancial a una libertad ontológica diseñada por la mantancera, Carilda Olivar jamás abandona Cuba, contra todo pronóstico. Dulce María Loynaz tampoco, y argumentaba, con esa aristocracia resistente tan suya, que eran otros los que tenían que marcharse, pues ella estaba en el sitio preciso que le correspondía a la hija de un general libertador.

Carilda, una burguesita que no tenía que mirar las equidistancias, es mucho más sentimental y práctica, y dice en el fondo lo mismo: "Todos esperan que me mustie como una tonta, / pero yo amo el tiempo y sus transfiguraciones cómicas". Y ahí aguantó hasta que "un huésped transitorio" dio la vuelta a la tortilla, aunque el biógrafo lo cuente de acuerdo con el expediente que le pasaron.

El resto de hechos e interpretaciones son encajes de esa libertad sin cortapisas que la poetisa regula con maestría y como tributo a las exigencias de una convivencia pacífica que ya especificó antaño con el poema final de Desaparece el polvo: "Dejadme dar la vuelta de la flor contra el viento / o ser sencillamente una mujer cualquiera a quien salvó el demonio". ¿Qué hubiera escrito este biógrafo en apuros cuando, por ejemplo, la matancera, aunque se haya propalado exactamente lo contrario, eludió estampar su firma en aquella reunión tan reciente de intelectuales que justificó la sentencia a muerte de tres frustrados balseros?

La poetisa repite exactamente lo que antaño escribió: "montamos el mismo cerdo de tortura". ¿O cómo explicaría sin contradicciones cuando, con motivo de su aniversario 80, se intentó desde la cúpula suprimir un homenaje no oficial? La Oliver respondió con la independencia de siempre: "Me importa un comino lo que piensen. No puedo dar una bofetada a quien quiere darme un abrazo". Y el 5 de julio se celebró el acto oficial, pero el 6 el proyectado por Fredo Arias de la Canal.

En suma, una biografía que no agrada a nadie. A los cancerberos de la ortodoxia revolucionaria, porque huele a naftalina rancia. A la diáspora, porque su reduccionismo ideológico produce el mismo hastío cansino que otras monsergas. A los amantes del género biográfico, porque esto ni es chicha ni limoná. Y es que con biógrafos así —que reducen una de las poéticas más vigorosas y libres que ha tenido el siglo XX a una tabla de concordancias políticas, y la poesía, a una especie de burdel estrófico con patologías adobadas— sobran los expedientes, los censores, los cánones, los enemigos, las consignas y hasta la mismísima verdad. Seguimos esperando a Carilda.

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