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EEUU, Trump, Republicanos

Trump como heredero y futuro del populismo Tea Party

El Tea Party formó una organización variopinta, donde estaban desde ciudadanos con una justa frustración por un gobierno y un congreso ineficientes, hasta aprovechados y oportunistas

En un principio muchos creyeron que el extremismo del Tea Party no pasaba de un fenómeno momentáneo —originado en buena medida por tener de presidente del país a una figura como Barack Obama— y que no lograría convertirse en un movimiento de trascendencia duradera, que el republicano volvería a su definición tradicional y a postular a la presidencia candidatos que —dentro de una ideología de derecha— representarían una agenda política moderada. La realidad ha demostrado que se trataba de una esperanza vana. Sino necesariamente con tal nombre, el Tea Party ha fagocitado al Partido Republicano, al punto de que en la actualidad lo que ocurre en dicho partido no es un fenómeno de momento, sino la necesidad de una definición mayor de postulados y principios, no solo en un país que ha ido evolucionando demográfica y socialmente, sino en un mundo que ya no es bipolar y mucho menos unipolar; el bipartidismo se ha transformado en una polarización política extrema.

Esas definiciones son las que los republicanos deben concretar con vista a la conducta de su partido. Van desde la posición frente al fenómeno migratorio y las minorías, hasta la disyuntiva entre el aislacionismo o el actuar no solo de Estado referente sino de actor fundamental en crisis en que los intereses nacionales no se ven directamente implicados.

Desde hace algún tiempo el Partido Republicano debió haber analizado y asumido criterios generales —más allá de la diversidad democrática y las diferencias propias de los estados en que viven sus electores—, pero debido a diversas circunstancias no lo ha hecho.

Hasta la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y durante los dos mandatos presidenciales de Obama, el republicanismo estuvo esquivando una asignatura pendiente: el análisis de la administración de George W. Bush, la aceptación o el rechazo de algunos de sus postulados.

Fue Bush hijo quien logró —gracias a una popularidad adquirida y luego perdida— un poder político entre la ciudadanía, que de momento permitió a los republicanos eludir dos cuestiones que para entonces necesitaban abordarse: la inmigración —y en especial un acercamiento a la problemática de los ciudadanos de origen latino— y la transformación del principio de hegemonismo mundial hacia una actitud en que Estados Unidos jugara el papel de nación de referencia, indispensable pero no rectora.

Tanto las características personales —y familiares— de George W. Bush le permitieron un vínculo especial con la minoría latina, al menos durante los primeros años de su mandato. Pronto los ataques terroristas del 9/11 lo llevaron a una modificación radical de lo que en un primer momento definió sería el papel de Estados Unidos respecto al resto del mundo. De las declaraciones iniciales de Condoleezza Rice, entonces asesora de Seguridad Nacional, de que los soldados norteamericanos no estaban para desempeñar el papel de cuidadores de las guarderías infantiles de Kosovo, se pasó a la política de buscar activamente el cambio de régimen en diversos países. Nunca aquello “del hombre y sus circunstancias” resultó más adecuado.

El Tea Party nació no solo a raíz del fracaso electoral republicano —que llevó a Obama a la presidencia—, la crisis económica y la polarización del electorado, sino de la contradicción implícita en, por una parte, la preponderancia del ala más radical dentro del partido— y el desplazamiento de su control del norte al sur— y la incapacidad para mantener de forma indefinida —o al menos por un largo período de tiempo— la transformación social y económica que trataba de demoler las bases de un Estado que tenía como una prioridad el otorgamiento de beneficios y subsidios a los desposeídos o menos capacitados.

No es raro entonces que Ley Asequible de Cuidado de Salud (ACA) —más conocida como “Obamacare”— se convirtiera en la “bestia negra” de los partidarios del Tea Party, y que los legisladores que respondían a este grupo estuvieran dispuestos a jugarse el todo por el todo, sin importarles en lo más mínimo hundir al país. Los fundamentos ideólogos del Tea Party tenían poco que ofrecer. En el mejor de los casos, propugnaban ideas económicas gastadas, que precisamente eran las que habían llevado a la nación a la crisis financiera de la cual estaba saliendo con tanto trabajo: considerar al mercado la varita mágica que resolvía todos los problemas; limitar los impuestos al mínimo y reducir al Estado a sus funciones represivas: policía y ejército.

Aunque a partir de la tergiversación, desde el principio los ataques al “Obamacare” lograron sustentarse en un viejo prejuicio estadounidense. La bandera de restarle poder al Estado siempre ha contado con un buen número de seguidores en este país. El ataque al “Obamacare” tuvo varias etapas, desde la campaña de propaganda en que se afirmaba que sería el Estado quien determinaría el momento en que “uno moriría” hasta la advertencia de que el plan aumentaría el desempleo. Todos argumentos falsos, pero con una base común: meter miedo con la idea de que el gobierno iba a determinar, de forma directa y absoluta, la vida de los ciudadanos. Vale la pena recordar que, cuando se promulgó, Reagan —una figura política que pocos soñaban llegaría a la presidencia— afirmó que el Medicare una vía para introducir el comunismo en la ciudadanía. Con los años pocos empecinados se han negado realmente a recibir los beneficios del plan, incluso entre los millonarios.

Hubo sin embargo un aspecto en que los partidarios del Tea Party lograron un papel más destacado y es en la llamada “guerra cultural” y el empleo de tácticas políticas de barricada que en otro tiempo habían sido abrazadas por el radicalismo de izquierda. Y es que la influencia del movimiento no solo se reflejó en quienes alentaban, guiaban o participaban de esa corriente populista, sino en el hecho de que muchos políticos republicanos —con asientos en Washington, en las legislaturas estatales o aspirando a ellos— consideraban que debían congraciarse con los extremistas de la ultraderecha. Ello no ha hecho más que ir en aumento. Y el auge y caída de la presidencia de Donald Trump no fue más que la consecuencia y el impulso radical del fenómeno dentro del republicanismo

Más apropiado que catalogar de conservadora a dicha ala, sería llamarla revanchista y retrógrada, con el objetivo de hacer retroceder al país a la época del capitalismo más salvaje de la década de 1920.

Para lograr este objetivo, el Tea Party formó una organización variopinta, donde estaban desde ciudadanos con una justa frustración por un gobierno y un congreso ineficientes, hasta aprovechados y oportunistas, ansiosos de poder y dinero.

Por ejemplo, uno de los fundamentos del Partido Republicano, que postulaba la disminución del papel del Estado, ha sido transformado por los simpatizantes del Tea Party en una amalgama anarco populista, que sustituía los postulados del gobierno por la simpatía hacia determinadas figuras políticas. De ahí a la búsqueda de un líder supremo no había más que un paso y ello ocurrió con la candidatura de Trump a la presidencia. En la actualidad el republicanismo se debate entre jugarse todas las cartas a la fidelidad al expresidente convertido en figura mesiánica o la alternativa de un “trumpismo sin Trump”, con una figura menos vulnerable a escándalos, juicios legales y de todo tipo y un mandato caótico. Pero el encontrar esa figura —en un futuro cercano donde cada vez más procesos legales rodean al inquilino de Mar-a-Lago— no resulta fácil, porque precisamente ese transitar del exabrupto al error —y luego tratar de salvar el cuerpo al castigo o al juicio certero— es precisamente lo que atrae a mucho de sus partidarios.

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