Opinión
La transición española y el caso cubano (I)
Treinta años después de la muerte de Franco: ¿Será útil para la Isla el ejemplo ibérico?
El 20 de noviembre de 1975, a los 83 años de edad, murió el Generalísimo Francisco Franco, tras haber dirigido con mano firme una dictadura de carácter autoritario iniciada en 1939. Sorprendentemente, después de la desaparición del Caudillo comenzó o se aceleró un proceso de cambio hacia la democracia que en pocos años desmanteló totalmente el régimen creado tras la victoria de los "nacionales" en la Guerra Civil (1936-1939).
El propósito de las reflexiones que siguen es examinar esta experiencia para tratar de determinar si puede ser útil para los cubanos en la hora actual, cuando Fidel Castro ha cumplido 79 años de edad y casi 46 al frente de una tiranía que muestra clarísimos síntomas de agotamiento.
España y Cuba: historias paralelas
Españoles y cubanos no suelen percatarse de la similitud histórica que aproxima a los dos países a lo largo del siglo XX. Unos y otros están acostumbrados a pensar que la ruptura de 1898 fue un corte total que escindió en dos partes, totalmente distanciadas, el destino político de ambas naciones, pero un acercamiento más cuidadoso demuestra lo contrario.
En la década de 1920, tanto Cuba como España vivieron momentos muy tensos en los que se devaluaron casi totalmente los principios democráticos. En Occidente comenzaba con mucha fuerza el conflicto entre el comunismo y el fascismo, caracterizado por el desorden y la violencia social, con numerosos asesinatos y un alto grado de matonismo sindical, y los pueblos de la Península y de la Isla, o una parte sustancial de ellos, en ambas orillas del Atlántico, pedían "mano dura" para reorganizar la convivencia.
En 1923 esta sensación de caos y de fracaso de las instituciones llevó al poder al general Primo de Rivera, espadón persuadido de las virtudes del fascismo, quien puso fin a medio siglo de monarquía parlamentaria, surgida tras la restauración de la dinastía borbónica en 1875. Parece que el conjunto de la sociedad española recibió al general con muestras de alivio.
En Cuba, en 1925, fue elegido el general Gerardo Machado, precisamente porque se le tenía por un hombre enérgico capaz de "meter en cintura" al país. Había sido secretario de Gobernación durante el gobierno de José Miguel Gómez (1909-1912) y el recuerdo dejado era el de un militar que no toleraba desmanes, aun al precio de ser él quien ordenaba los atropellos.
En esa época, caracterizada por los bajos precios del azúcar, las constantes turbulencias sindicales y algunos sonados asesinatos de inspiración política, los cubanos, además de "casas, caminos y escuelas", como prometía Machado, querían orden. El general, nacionalista y, en cierta medida, antiespañol, creía que una forma de lograr este objetivo era deportando a España a los revoltosos inmigrantes provenientes de la antigua metrópoli, acusándolos de pistoleros anarcosindicalistas o comunistas.
En realidad, había vínculos políticos entre la riada de los inmigrantes españoles llegados a Cuba, fundamentalmente desde Galicia, Asturias y Canarias, y no es extraño que existiera alguna complicidad entre estos y los sindicalistas cubanos más violentos. Por otra parte, también era notable una corriente españolista dentro de la Isla, como demuestra la creación de un batallón de voluntarios hispano-cubanos que marcharon a la guerra colonial de Marruecos en el bando, naturalmente, de Madrid.
La crisis de la 'mano dura'
España, pues, y cuanto allí acontecía, se vivía como una experiencia muy cercana para los cubanos y para el enorme número de inmigrantes españoles que llegaba a la Isla o regresaba a la Madre Patria: los asesinatos de los jefes de Gobierno de España, Eduardo Dato y José Canalejas, fueron planeados o ejecutados por españoles previamente avecindados en Cuba, y probablemente el de José Calvo Sotelo, detonante directo de la Guerra Civil española, fue llevado a cabo por un sicario cubano escapado de la Isla tras la fuga del general Machado.
Fenómeno, por cierto, no muy diferente de lo que a fines del siglo XIX le ocurriera a Antonio Cánovas del Castillo, víctima de un anarquista italiano, armado y subsidiado en París por exiliados vinculados al Partido Revolucionario Cubano.
En todo caso, a principios de la década de los treinta, ambos gobiernos de mano dura comienzan a hacer crisis. En 1930 renuncia Primo de Rivera, y en 1931, tras unas elecciones municipales en las que triunfa en toda la línea una amplia coalición de republicanos, nacionalistas catalanes y socialistas, el rey Alfonso XIII abdica y se marcha al exilio. Los Borbones vuelven a salir de la escena pública.
Por segunda vez en menos de seis décadas los españoles ensayan el modo republicano de organizar el Estado. En Cuba, las convulsiones políticas son diferentes, pero igualmente intensas. El gobierno de Machado, que había llegado al poder por medios democráticos, se había deslegitimado por sus acciones contrarias al Derecho.
Machado había "prorrogado" su autoridad por medio de un parlamento dócil que violó el espíritu de la Constitución de 1901, y esto, unido a la crisis económica generada por el crac de 1929, desató una vasta insurrección que culminó en 1933 con la renuncia y exilio precipitado del general y la desbandada de su gobierno.
Si en 1931 España estrenó la segunda república, y en 1933 los cubanos conocieron la primera revolución, ambas sacudidas terminaron en desastre. En 1936, precedida por todo género de desórdenes, comenzó la Guerra Civil española, zanjada tres años más tarde al costo de cientos de miles de muertos y el encumbramiento del Generalísimo Francisco Franco, proclamado "Caudillo de España por la gracia de Dios", una forma medieval de explicar la autoridad de los monarcas.
Guerra Civil que también se riñó apasionadamente dentro y fuera de Cuba. Dentro, al dividirse acremente la sociedad política cubana entre los partidarios de los republicanos y los de los nacionales, y fuera, con la participación de más de mil voluntarios en el conflicto, la mayor parte de ellos reclutados en la esfera de los comunistas para servir en las Brigadas Internacionales.
Dada la población de Cuba en ese momento —apenas cuatro millones—, esta cifra era proporcionalmente la mayor aportada por cualquier país en defensa de la república española, lo que demuestra hasta qué punto los asuntos de España eran vistos como propios por los criollos cubanos.
Pero no era solamente en España donde naufragaba la república. En Cuba, entre 1933 y 1940, tras el colapso de Machado, el papel de jefe del país lo desempeñaría un ex sargento, Fulgencio Batista, quien gobernaría en la sombra desde los cuarteles, mientras unos jefes de gobierno nominales ocupaban la presidencia, se borraba o debilitaba la trama institucional, y el Estado de derecho y el equilibrio de poderes que deben caracterizar a una verdadera república se convertían en una fórmula vacía.
Finalmente, en 1940, la Isla recuperó la institucionalidad democrática y Batista resultó elegido presidente en unos comicios razonablemente creíbles que serían seguidos por dos gobiernos "auténticos".
Los dos países, pues, de forma paralela, entraban en un período de sosiego, aunque en España esto ocurría bajo la bota militar y el signo del fascismo, y en Cuba, dentro de normas formalmente democráticas que volverían a ser destruidas en 1952, cuando Batista, mediante un golpe militar, liquida al gobierno legítimo de Carlos Prío y precipita una insurrección armada; circunstancia que siete años más tarde potencia la aparición de Fidel Castro en el panorama político de la Isla. Ya Cuba, como España, contaba con un caudillo victorioso.
Cambio e inmovilismo en España
Veamos otras notables similitudes. Quien en sus años mozos había sido el general más joven de Europa (en 1939 todavía estaba en sus cuarenta y tantos), en los primeros tiempos de su gobierno no mostró ninguna prisa en crear mecanismos de transferencia de la autoridad, ni en devolver al país a una suerte de previa normalidad.
El apoyo que había recibido de media España, no necesariamente antidemocrático, había sido, fundamentalmente, para terminar con el desorden, la violencia, el anticatolicismo y los separatismos catalán y vasco, pero el Caudillo, imbuido del conservadurismo nacional católico, a lo que se agregaba la visión fascista que aportaban los falangistas, sus compañeros de ruta en la victoria militar, había interpretado ese respaldo popular y su propia victoria como una señal para fundar un régimen diferente no sólo al de la breve Segunda República, sino al de la por él muy odiada monarquía parlamentaria liberal de la Restauración.
A partir del fin de la Segunda Guerra y la derrota del nazi-fascismo, Franco comienza a sentir presiones en dirección del cambio hacia la democracia. Una de esas presiones tiene que ver con el dilema que se le plantea a todo régimen organizado en torno a la excepcionalidad de un caudillo que detenta el poder de manera casi exclusiva: ¿qué hacer cuando falte ese Mesías sin competencia ni paralelo?
Lógicamente, crear mecanismos sucesorios, pero eso comporta generar instituciones y alentar las aspiraciones de otras personas. En 1945, desde Lisboa, Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII y hombre cercano a posiciones democráticas, pide otra vez la restauración de la monarquía. Franco ignora ese llamado, pero empieza a acariciar la idea de lograr un compromiso entre las instituciones democráticas occidentales y su régimen de mano dura.
Su democracia será "orgánica" y no dependerá de los "desordenados" partidos políticos, sino de los "estamentos naturales" de la sociedad: la familia, los sindicatos, los productores. El Caudillo encuentra en el fascismo una manera de sustentar su infinito poder personal.
Asimismo, el Caudillo llega a la conclusión de que una monarquía encabezada por Don Juan volvería pronto a los decadentes vicios liberales de los tiempos de Alfonso XIII, pero seguramente sería muy diferente si le enviaran al niño Juan Carlos, hijo de Don Juan, para educarlo en los principios y valores del Movimiento.
Llegado su momento, si el heredero daba muestras de sujeción a la autoridad moral y política del Caudillo, y si prometía prolongar la obra iniciada con el triunfo de 1939, entonces podría plantearse la Restauración como una forma de asegurar la pervivencia del franquismo.
El futuro, según Franco
Mientras tanto, un fenómeno político a escala planetaria contribuía a consolidar el franquismo: se había desatado la Guerra Fría y la España de Franco dejaba de ser percibida por Washington como la ex aliada de los nazis y pasaba a ser vista como un país amigo en la lucha contra el comunismo dentro de la estrategia global de "contención" del espasmo imperial de la URSS.
En 1951, Estados Unidos y España reanudaron relaciones, en 1953 se instalaron las primeras bases militares norteamericanas en suelo español, y en 1955 España fue admitida en la ONU.
En 1962, Franco cree estar seguro de poder mantener los pilares del régimen y, simultáneamente, preparar al país para su ausencia. Durante algunos años, el joven príncipe Juan Carlos ha recibido una esmerada formación en el terreno ideológico y no exhibe síntomas de suscribir la cosmovisión de las decadentes democracias occidentales.
Es el momento de proclamar que, a su debido tiempo, cuando falte la mano previsora del Caudillo, la Monarquía será restaurada y Juan Carlos ocupará la jefatura del Estado en su condición de Rey. Pero la jefatura del Gobierno, la gestión del sector público, estará en manos de un hombre de mano dura, como la del propio Franco, que continuará la obra del Movimiento.
En 1967, Franco está seguro de quién debe ser su sucesor en ese terreno: el almirante Luis Carrero Blanco, así que lo nombra para ese cargo. A partir de entonces es que Franco comienza a decir en privado, y luego repetirá en público, que "el futuro está atado y bien atado". Está seguro de que, tras su muerte, continuará invariable el signo de su régimen.
Sin embargo, los españoles ni siquiera tuvieron que esperar a la muerte del Caudillo para comenzar a ver cambios que apuntaban a una modificación sustancial de los fundamentos del franquismo.
(*) Versión de una investigación auspiciada por el Proyecto sobre la Transición en Cuba, del Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americanos de la Universidad de Miami.
© cubaencuentro
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