Opinión
La transición española y el caso cubano (II)
Franco encontró una coartada ideológica en el fascismo para fundar su dictadura personal; Castro la hallaría en el comunismo.
En la década de los cincuenta, los falangistas empiezan a perder fuerza en España, mientras los grupos católicos, en ese contexto más progresistas, adquieren más poder. Finalmente, en 1959 los tecnócratas vinculados al Opus Dei asumen la dirección económica del gobierno y se abren al mercado y a las inversiones extranjeras, abandonando el viejo proyecto autárquico-nacionalista.
España quiere integrarse a Europa, donde ya funciona un Mercado Común. Obviamente, para lograr ese objetivo es necesario no sólo "abrir" la economía, sino conceder algunas libertades. En 1966, el entonces joven ministro Manuel Fraga Iribarne propone una ley, aceptada acto seguido, que elimina la censura previa en los medios de comunicación. Es un paso en la dirección correcta.
En diciembre de 1973 sucede un hecho estremecedor: ETA asesina a Carrero Blanco de forma espectacular. El sucesor ideológico y continuador del régimen desaparece súbitamente. Una enorme carga de explosivos, colocada al paso de su coche, lanza el vehículo a la azotea de un edificio cercano y el Almirante y el chofer mueren en el acto.
ETA era una organización separatista vasca surgida a principios de los años sesenta en torno a grupos radicales católicos, pero al calor de la lucha se había desplazado hacia posiciones comunistas. En ese momento, Franco, que tenía ochenta y un años y estaba enfermo, veía cómo uno de sus dos mecanismos sucesorios desaparecía súbitamente. ¿Seguiría "atado y bien atado" el futuro del franquismo?
El hombre elegido para suceder a Carrero Blanco y lograr la supervivencia del franquismo fue un abogado llamado Carlos Arias Navarro, ex fiscal tras la Guerra Civil, que tenía fama de duro, pero que no lo resultó tanto. Aunque oficialmente los españoles se sentían satisfechos con el régimen, y así lo reflejaban abrumadoramente en todas las consultas electorales, era evidente que existía una gran presión interna en dirección a la democracia y el pluralismo.
La preparación del postfranquismo
Había "demócratas" —nombre genérico que se daban todos los enemigos del franquismo, fueran o no realmente demócratas— entre los militares, los obispos, los jueces, los catedráticos, y los viejos partidos políticos que luchaban por salir de una clandestinidad nada opaca para una policía política que a esas alturas prefería seguir de cerca los pasos de sus enemigos que impedirles sus movimientos.
Finalmente, con bastante realismo, Arias Navarro autorizó una "Ley de asociaciones políticas", que fue una forma de canalizar el surgimiento embrionario de partidos distintos al Movimiento.
En 1974 se conocen públicamente los males físicos que aquejan a Franco y la oposición se lanza a organizarse para el postfranquismo. La convicción general de la clase política, especialmente en la oposición, era que, pese a la fortaleza del régimen y la bonanza económica que vivía el país, el franquismo no resistiría la desaparición del Caudillo, por muchas previsiones que hubiera tomado desde el Palacio del Pardo [sede de la Jefatura del Estado].
¿Por qué? En esencia, porque prevalecía la idea de la ilegitimidad moral del sistema y la incongruencia que significaba la supervivencia de un régimen que ya no era fascista, pero que se empeñaba en gobernar a los españoles por medio de la imposición y la fuerza.
Franco, un hombre de cuartel más que de ideología, había vivido convencido de que los "demonios" que impedían la convivencia armónica de los españoles eran la tendencia a la anarquía y la incapacidad para someterse a las reglas —impulsos nefastos estimulados por "los pérfidos masones, los judíos, el oro de Moscú y la idiota tradición liberal"—, de donde deducía que siempre debía existir una enérgica voz de mando que pusiera en "firme" a sus compatriotas, y había tratado de convertir esas creencias en dogmas de su gobierno, pero sin demasiado éxito.
Bancarrota ideológica
En 1974, el franquismo había perdido todo componente místico y la adhesión de la mayor parte de los simpatizantes estaba basada en la conveniencia personal, el recuerdo todavía vigente de la Guerra Civil, el peso de la inercia y la falta de fe en las ventajas de un cambio.
Los casi cuarenta millones de españoles de entonces gozaban de una renta per cápita del 75 por ciento de la que exhibía la Comunidad Europea, el desempleo era bajo, el ochenta por ciento de las familias eran dueñas de sus viviendas y había varios millones de cartillas de ahorro en las sólidas instituciones bancarias del país.
¿Por qué luchar por un cambio? Sencillamente, porque la clase dirigente estaba profundamente desmoralizada. Frecuentemente, los hijos y los nietos de quienes habían ganado la Guerra Civil no creían en el franquismo y habían abrazado a los grupos de oposición. La Comunidad Europea ejercía una fuerte atracción sobre casi todos los españoles, y el franquismo, que arrojaba ciertos resultados positivos en el terreno económico, estaba totalmente en bancarrota en el ideológico.
Y sucede que cualquier régimen político que no se base en el consentimiento real de la sociedad, sólo puede sostenerse indefinidamente por la fuerza bruta utilizada sin ninguna clase de escrúpulo —Sadam Husein en Irak, por ejemplo—, o si es capaz de mostrar y defender una calidad moral especial sobre la que edifica su legitimidad. El gobierno de España, mediados los años setenta del siglo XX, ni estaba dispuesto a recurrir sin limitaciones a la represión, ni a esas alturas se sustentaba en un discurso político y ético compartido por la mayor parte de la sociedad. El cambio, pues, sería inevitable.
Cambio e inmovilismo en Cuba
A la manera de Franco dos décadas antes, en 1959 llegaría Fidel Castro al poder en Cuba, como consecuencia de una victoria militar sobre la dictadura de Fulgencio Batista. Apenas tenía 33 años y su legitimidad descansaba, primordialmente, en ese triunfo: era el líder indiscutible del país.
No es este el lugar para reseñar esos hechos, pero sí conviene destacar un dato relevante: secretamente, Fidel Castro, aunque públicamente se había comprometido a restaurar la democracia y la Constitución de 1940 —que era lo que deseaban los cubanos y lo que había pactado toda la oposición, incluido el Movimiento 26 de Julio—, en realidad pensaba perpetuarse en el poder y crear un tipo de régimen que rompiera con la tradición liberal y republicana de Cuba.
Castro, como Franco en España, aquejado de evidentes rasgos mesiánicos, se veía a sí mismo como "fundador" de una nueva nación alejada de los primeros 57 años de vida republicana. Los dos dictadores defendían ideas distintas, pero ambos coincidían en el rechazo al pasado y en tener una visión de ellos mismos rayana en el endiosamiento.
La década de los sesenta fue la de la destrucción de la sociedad civil cubana. Como Franco encontró un método y una coartada ideológica en el fascismo para fundar su dictadura personal, Castro los hallaría en el comunismo.
No sólo el 95 por ciento del aparato productivo —industrias y servicios— fue confiscado por el Estado en el esfuerzo por crear una sociedad comunista, sino que se desmantelaron todas las organizaciones privadas, ciñendo la participación ciudadana a la militancia en un puñado de instituciones rígidamente controladas por el gobierno: la Central de Trabajadores de Cuba, la Federación de Mujeres Cubanas, el Partido Comunista de Cuba, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y un breve etcétera.
En realidad, más que organizaciones en las que las personas se agrupaban para defender principios e intereses comunes, se trataba de instituciones concebidas para defender el modelo político totalitario impuesto por Castro.
También como a Franco, a Castro lo salvó la Guerra Fría. Enfrentado a Estados Unidos, buscó la protección económica y militar de una URSS que se expandía por el Tercer Mundo en busca de la hegemonía planetaria. La Isla —como España a Washington— le concedió bases militares a Moscú y se agregó al COMECON en calidad de socio protegido.
Poco a poco, el régimen fue perdiendo su vocación de originalidad y, tras la inflación y el desabastecimiento de la última parte de los sesenta, a lo que inmediatamente se sumó el fracaso de la "zafra de los diez millones" (1970), el gobierno aceptó copiar el modo soviético de producir y de administrar los escasos recursos con que el país contaba.
(*) Versión de una investigación auspiciada por el Proyecto sobre la Transición en Cuba, del Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americanos de la Universidad de Miami.
© cubaencuentro
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