Actualizado: 18/04/2024 23:36
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La Rampa, El Vedado, La Habana

Una bocanada de aire fresco

La Rampa, sus alrededores y cercanías, y mucho más

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Hace pocos días Alejandro Armengol publicó en CUBAENCUENTRO su interesante escrito “El Gato Tuerto”, donde tocaba aspectos de aquella Habana que Guillermo Cabrera Infante describió maravillosamente tantas veces.

Entre los comentarios a ese trabajo de Armengol, el de Blanca Acosta sobre Miriam Acevedo cantando en filin Ponme la mano aquí, Macorina en ese mismo gato con un solo ojo, frente a los de varios comentaristas que demostraban que algunos cubanos no tienen ni idea de aquella época, me pusieron a pensar en esa Habana irreverente, cálida, bohemia, elegante, popular, sofisticada, febril, sencilla, simplemente maravillosa.

Y hoy, como bocanada de aire fresco, al menos para mí, quiero hablar un poco de algunas cosas que recuerdo, sin orden ni concierto, y sin pretensiones intelectuales o literarias, ni de investigación histórica, sino simplemente de descarga, como se decía por entonces. La participación de los lectores señalando omisiones e imprecisiones mejoraría mucho este escrito. Y aunque no intento politizar el tema, solamente mencionar algunas cosas que vendrán a la mente de muchos, mostrarán los “avances” de la llamada revolución cubana y cómo “perfeccionó” aquella deliciosa vida nocturna y diurna habanera.

No voy a hablar de La Habana anterior a 1959 —no tengo vivencias para ello— sino de la de los primeros años de la década del sesenta, cuando La Bodeguita del Medio, en La Habana Vieja, no abría los domingos, y cuando se decía que La Rampa no era una calle en El Vedado, sino un estado de ánimo. La Habana, París caribeño, que al decir del difunto Luis García, de El Rincón del Filin de Miami, durante los años cincuenta y sesenta del pasado siglo concentraba en una milla a la redonda, a partir de L y 23, más bares, night clubs y cabarets que todo el estado de La Florida.

Y así fue, y siguió siendo capital del “vacilón”, incluso durante las movilizaciones de enero de 1961, los combates de Bahía de Cochinos, o la Crisis de Octubre, que no impidieron que bares, night clubs, cafeterías, cabarets y restaurantes funcionaran como de costumbre, y los trasnochadores que salían de madrugada de tales emporios vieran milicianos con las “cuatro bocas” o los cañones antiaéreos con redes de camuflaje emplazados en las aceras del Malecón, desde el Hotel Riviera hasta La Punta. Una Habana única e irrepetible, capital del “ambiente”, hasta la execrable Ofensiva Revolucionaria que asesinó la ilusión, derribó La Gruta, convirtió a La Zorra y al Cuervo en milicianos, y al Gato Tuerto en militante: es decir, destruyó aquella Habana para infantes difuntos para convertirla en una Habana difunta para infantes, adultos y personas de la tercera edad.

Piensen por un instante la esquina de L y 23, cuando todavía no existía Coppelia y el actual cine Yara se llamaba Radiocentro. En el lujoso Hotel Habana Libre, antiguo Hilton, podía desayunarse, almorzar o comer en su cafetería de la planta baja, o disfrutar del variado menú en El Polinesio. En el piso 25, lo que habían sido el Sugar Bar y el Cañaveral, que después de la confiscación pasaron a llamarse Turquino y otro nombre que ahora no recuerdo —ayúdenme, lectores— se podía beber hasta altas horas de la madrugada oyendo tríos en vivo, que en ocasiones abusaban cantando Los ejes de mi carreta o Espérame en el cielo tantas veces que los clientes sabían de memoria no solamente sus canciones sino el momento en que las cantarían. Además, también se podía disfrutar en Las Cañitas del segundo piso, junto a la piscina, con cerveza, daiquirí o ron Collins.

O cruzar la calle L hasta el Ember’s Club, antiguo Café de Los Artistas, de Otto Sirgo (y posteriormente Bulerías), y saborear una excelente pizza napolitana por 70 centavos y macarrones con jamón por 80. O bajar por la acera del Radiocentro hasta L y 21, donde estaba el edificio del Retiro Odontológico, Premio Nacional de Arquitectura —que después sería sede del Ministerio del Interior y posteriormente Facultad de Economía de la Universidad, hasta que el abandono y la falta de recursos lo redujeron casi a escombros— con una excelente, iluminada y limpia cafetería-restaurant de autoservicio en la planta baja. Y un poquito más cerca del cine estaba La Cuevita, ideal para un excelente y económico almuerzo.

Bajando por 23, en la acera de enfrente del Habana Libre, estaban El Mandarín —comida china—, la cafetería CMQ, y el Bar Alaska, todos después de donde podía tomarse excelente café y picar croquetas o pastelitos, mucho antes del Versailles miamense, en un pequeño mostrador antes de pasar a los elevadores del edificio Radiocentro, donde radicaban CMQ radio y televisión, Radio Reloj —antecedente cubano de CNN— y CMBF, la emisora de música clásica, entre otras. De la acera de enfrente, en las instalaciones del Habana Libre, la empresa Cubana de Música Indirecta hacia agradable el ambiente a quienes contrataran sus servicios, con música instrumental todo el tiempo, sin consignas ni “teques”, y otra emisora transmitía todo el tiempo en idioma inglés.

Rampa abajo, a un lado de la calle se encontraban —no me pidan precisión geográfica— los bares-clubes Tikoa, La Zorra y el Cuervo, y La Gruta —este último abierto hasta las cinco de la mañana, los demás hasta las dos o las tres—, y las cafeterías Wakamba, Karabalí, Balalaika, y alguna cuyo nombre no recuerdo, además del magnífico cine Arte y Cinema La Rampa, al que se podía acceder desde la calle o desde la cafería que hacía esquina a su lado, y que estrenaba películas simultáneamente con el Arenal, en la calle 41, después del Puente Almendares, muy cerca del reparto Kholy que actualmente se ha robado la nomenklatura. Y por si fuera poco, en 23 y M, al fondo del Habana Libre, la lujosa funeraria Caballero. Que aquella Habana era única.

Por la acera de enfrente a la funeraria, bajando por La Rampa hacia Malecón, estaban el Pabellón Cuba, otro bar bajando escaleras en 23 y N, y el Club 23 un poco más adelante. Después la Casa de la Cultura Checa —oasis socialista de buen gusto y elegancia frente a la tosquedad de “los bolos”— y al final de la calle el centro comercial La Rampa, con nada que envidiarle a los actuales “malls” de Miami. Mientras en calles cercanas, muy cerca del mar, reinaban los hoteles Capri, Nacional, Saint John, Vedado y Flamingo, con bares, shows y descargas fabulosas en el Salón Rojo, El Parisién, y el Pico Blanco, además de en El Caribe, del Habana Libre, y el Copa Room del Riviera.

Muy cerca, los elegantísimos restaurantes Monseigneur, que se convirtió en Chez Bola con el inigualable Bola de Nieve; La Roca, con Frank Emilio en el piano; La Arboleda, del Hotel Nacional; La Torre y El Emperador, ambos en el edificio FOCSA, así como el bar-club El Escondite de Hernando y el cabaret Las Vegas, ambos cerca de Infanta. Otros de lujo estaban algo más alejados, como los elegantes 1830, en la desembocadura del Río Almendares, o Casa Potín, en Línea y Paseo. Y otros más campechanos y cercanos, como Rancho Luna, Montecatini, y Club 21, y bares-clubes como La Red y El Rocco.

No pretendo mencionar ahora Tropicana, el paraíso bajo las estrellas; ni caminar por las calles Línea o Calzada, ni subir por 23 hasta 12, pasando por El Carmelo y El Castillo de Jagua; y mucho menos llegar a la zona del Parque Central, en el Prado habanero, y sus hoteles, bares y cabarets circundantes, incluidos el Sevilla, el Sloppy Joe’s y El Floridita; ni recordar que muchos, tras salir de alguno de esos maravillosos centros habaneros que se encontraban por todas partes, iban a tomarse una sopa china, o a un Mar-INIT a comer camarones con mayonesa y ketchup. Ni irme por la calle 17 al Imágenes de Frank Domínguez, o al Cabaret Sierra en Cristina y Luyanó, o al mítico Alí Bar en las afueras de La Habana, con Benny Moré y las inconfundibles voces que cantaban junto a él, como Fernando Álvarez, Orlando Vallejo o Celeste Mendoza; ni a las más humildes descargas de la zona de bares y cabarets de la Playa de Marianao, como Pensilvania, Rumba Palace, o Panchín, territorio por donde habían deambulado clientes como Marlon Brando, Ava Gardner, Agustín Lara o Errol Flynn, y actuaban leyendas cubanas como el timbalero El Chori.

Sin embargo, si de descargas se trata, es imprescindible mencionar las de Su Majestad Elena Burke con su guitarrista Froilán Amézaga en el Scherezada, a un costado del edificio FOCSA, con cojines para sentarse en el piso, pues no había sillas.

Y las de madrugada en el Pico Blanco, piso 15 del Hotel Saint John, donde desfilaban espontánea e intermitentemente y compartían ratos maravillosos y tragos junto al piano figuras de la talla de José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Pacho Alonso, Felo Bergaza y muchos más.

O las otras descargas improvisadas en cualquier lugar nocturno de esa Habana vigorosa e incansable, donde podía encontrarse a Martha Valdés, Moraima Secada, Doris de la Torre, Miriam Acevedo, Omara Portuondo, Frank Domínguez, Martha Strada, Soledad Delgado, Marta Justiniani, Frank Emilio, Elena Burke, Meme Solís, o Blanca Rosa Gil, entre otros.

¿Por qué hubo que destruir todo eso? ¿En función de qué? Posteriormente el régimen ha tratado de reconstruir algunos de esos centros emblemáticos, pero, como siempre, cada vez que lo intenta se queda corto y le falta “feeling”.

No dudo que se me habrán escapado lugares y personajes que merecían haber estado por derecho propio en este recuento apurado. Pero no creo que entre los mencionados haya algunos que no merezcan estar.

Sin embargo, repito, quienes pueden enriquecer muchísimo este inventario son los lectores con sus comentarios, opiniones y sugerencias.

No duden en hacerlo. Y disfrutemos todos de un poco de aire fresco.


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