Actualizado: 29/04/2024 20:56
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Literatura Cubana, Narrativa, Carpentier

Por los siglos de la Luz (I)*

En la ejecutoria de Alejo Carpentier, siempre, detrás del narrador estuvo el periodista, el oficio de estar al día y contar lo sucedido

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I

P: ¿La cualidad que deseo en un hombre?

Alejo Carpentier: Que no se crea autorizado a sentarse a la derecha de Dios para juzgar a los hombres.

Carpentier, el hombre

El nacimiento de Alejo Carpentier es parte de lo Real Maravilloso. Según el novelista, esto se produjo en La Habana, el 26 de diciembre de 1904, y otros lo contradicen, y sitúan viniendo al mundo en la fría Lausana, Suiza. Tal diatriba no determina que el “francés que escribía en español”, haya pasado casi toda su infancia entre el campo —Cotorro— y la que llamo “la ciudad de las columnas”. Cursó estudios en el Candler College y en el Colegio Mimó, interrumpidos por un viaje a Francia en 1912. Circunstancias históricas extraterritoriales, vinculadas a Europa, influyen en la concepción misma del hombre:

“Sí, es decir, que soy el resultado del caso Dreyfus. Mi padre era dreyfusiano en el seno de una familia dreyfusiana; y había abandonado Europa para buscar verdaderamente un nuevo clima. De ahí mi nacimiento en Cuba. Por lo demás, este trasplante no dejaba de tener relación con mis orígenes familiares, ya que desciendo de marineros bretones, aventureros del mar desde el siglo XVIII…”.

El padre, arquitecto de profesión, emigra a Cuba tras la proclamación de la independencia en 1902 porque, dijo alguna vez su hijo “podría encontrar allí el camino”. Pero no termina ahí la ascendencia y mixtura del futuro escritor:

“Se casó (el padre) con mi madre, que era rusa pero había estudiado medicina en Ginebra, donde se conocieron, y decidieron partir hacia Cuba”.

Alejo padecía desde niño fuertes ataques de asma. El contacto con el campo cubano y la necesidad de evitar esfuerzos físicos exagerados pudo mantenerlo en una dicotomía tan dolorosa como formativa: refiere en numerosas entrevistas que al llegar a la adolescencia había leído casi toda la literatura clásica antigua, Cervantes, los cronistas de la Conquista, la picaresca y la novela épica medieval. Comienza a trabajar desde muy temprano “por causas ajenas a su voluntad”. Ha estudiado música con su madre, aunque el padre era también un “excelente violoncelista”.

En 1921 matricula la carrera de arquitectura pero la abandona al comprender que no es su real vocación. Es entonces que se inicia en el periodismo, muy joven todavía —llega a ser jefe de redacción de Carteles con 21 años. Su vinculación al Grupo Minorista data de esa fecha y en 1926 viaja a México donde conoce al pintor Diego Rivera. A su regreso prosigue en actividades de grupos izquierdistas y guarda prisión acusado de “comunista” durante algunos meses. Al salir de la cárcel emigra, indocumentado, a París ayudado por Robert Desnos. Conocerá en La Ciudad Luz a la avanzada intelectual de la época, desde los fundadores del Movimiento Surrealista hasta pintores como Pablo Picasso. Dirige estudios musicales —Fonoric. Viajes por Europa donde se relaciona con poetas como García Lorca y Alberti. Participa en el Congreso por la defensa de la Cultura en la convulsionada España de la guerra civil. Regresa a La Habana tras once años de ausencia. Tendrá una intensa actividad intelectual colaborando con Orígenes, Revista Cubana y Nuestro Tiempo; y en 1946 se instala en Venezuela donde vivirá hasta el año 1959 escribiendo para El Nacional. Al triunfar la Revolución Cubana regresa a su país y ocupa importantes cargos en el Consejo Nacional de Cultura, la UNEAC y la Universidad de La Habana. Como representante cultural realiza numerosas giras por el exterior hasta que es destacado en París como consejero cultural; fallece allí, a la edad de 76 años, el 24 de abril de 1980 en plena actividad creativa.

Carpentier, el escritor

Por sus entrevistas sabemos que era un hombre de disciplina en el oficio. Le concedía mucha importancia a la preparación y la estructura del futuro texto. Sobre su plan de trabajar, dijo:

“Saber lo que quiero hacer, para empezar. Lo cual es un proceso largo e ingrato. Trazar planos, tomar notas… Y cuando el propósito está maduro, trabajar como honesto artesano tratando de dar forma a lo concebido. No hay obra de arte ni de literatura, sin forma”.

Más adelante, unos “consejos”:

“¿Consejos? Trabajar, trabajar, trabajar… Probar todos los géneros para saber cuáles corresponden realmente a su sensibilidad… Eso lo descubre el escritor por sí mismo, sin que tengan que hablarle o aconsejarle… La carrera literaria es la más larga de las carreras. Yo calculo que se necesitan veinte años de actividad para que la firma de un autor… empiece apenas a ser conocida por un público lector”.

El artesano Alejo así revelaba sus instrumentos y métodos:

“Bueno; primero escribo con bolígrafo, que considero un gran invento para los escritores… Desde hace varios años empiezo a trabajar todos los días a las cinco y media o seis de la mañana (aunque me haya acostado tarde la víspera, es una mera cuestión de costumbre). A las ocho tengo un par de páginas escritas. No hace falta más. Al cabo de un mes, son sesenta páginas, y, poco a poco, se va construyendo un tomo. Al final de la tarde reviso y paso a máquina lo escrito. Pero si hay entusiasmo y las cosas salen bien, renuncio a la comida y sigo trabajando hasta terminar un capítulo o llegar a un punto determinado del relato. En esos casos, suelo terminar en un momento próximo a la media noche…”.

No hubo una manifestación literaria que Carpentier no explorara desde la temprana adolescencia; como tampoco expresión artística, desde la plástica hasta la música —una de sus pasiones y ocupaciones más importantes— que el novelista no conociera a profundidad. Pero siempre, detrás del narrador, estuvo el periodista, el oficio de estar al día y contar lo sucedido. Oficio, por cierto, que le permitió vivir en su país y fuera de él, y que conocía desde la época en que trabajó en los linotipos hasta que fue importante columnista de diarios como El Nacional, de Caracas.

El ensayo fue también un terreno recorrido con eficacia por Alejo Carpentier. En La música en Cuba —encargo que se convertiría en obra imprescindible para la cultura cubana— el escritor hace una historiografía musical de la Isla “con una erudición que no desdeña la anécdota, el detalle pintoresco, la ocurrencia saltarina”. No menos importantes son Tientos y Diferencias y aquella pequeña joya, catarsis del arquitecto y deambulador habanero que era, titulada La Ciudad de las Columnas.

Carpentier, el escritor, supo de frustraciones y los años duros de exilio en que París, para él, “no era una fiesta”. Solo su talento pudo labrarle el camino a la inmortalidad; a la cumbre de las letras iberoamericanas y universales. Entre ¡Ecué-Yamba-Ó! (1933) y su primera novela exitosa —El reino de este mundo— median nada menos que dieciséis años; y para que aparezca Los pasos perdidos —consagración definitiva del narrador desde la crítica hasta el público— pasarán casi cinco años más; próximo a cumplir media centuria de vida el autor.

Fueron innumerables los premios de academias, editoriales y gobiernos al escritor cubano. Pero hay dos agasajos que él mismo consideraría relevantes: su elección como miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y de la Asamblea Nacional del Poder Popular —parlamento cubano— y la concesión del Premio Miguel de Cervantes.

Carpentier, el ilusionista

Sin hacer un pormenorizado análisis de los recursos del literato, digamos que en los planos estético y teórico-práctico se le considera uno de los paradigmas de lo que él definió como lo “real maravilloso” y que otros autores llaman “realismo mágico”. Para el escritor, lo “real maravilloso” era la naturaleza misma americana, contradictoria y mítica como el tiempo, habitado a la vez por modernas ciudades y tribus que no conocían aún el idioma español. Dijo:

“Nosotros en Latinoamérica, tenemos las grandes extensiones de tierra; existen regiones que, precisamente por no haber sido descubiertas o investigadas tiempo, conservan su carácter fantástico. Nuestra naturaleza es gigantesca”.

En un divertidísimo pasaje de Concierto Barroco, Vivaldi y el “indiano” se encargan de remitirnos a lo místico y lo real de la historia, el hombre y la naturaleza americana:

¿Y, para usted, la historia de América no es grande y respetable? El Preste Músico metió su violín en un estuche forrado de raso fucsina: “En América, todo es fábula: cuentos de Eldorados y Potosíes, ciudades fantasmas, esponjas que hablan, carneros de vellocino de rojo, Amazonas con una teta de menos, y Orejones que se nutren de jesuitas…”

Utilicemos la metáfora del mago: avanzamos con Carpentier —el ilusionista, el alquimista, el trasmutador del tiempo y del espacio— hacia un escenario conocido y le veremos desempacar sus cajas mágicas, la franela con doble fondo, el sombrero de copa y la capa luciferina; sabemos que vamos a presenciar un acto de depurada técnica —y hasta sospechamos dónde y cómo esconderá o sacará los artificios; pero en un instante, en un leve pestañeo nuestro, somos llevados de la realidad a la más portentosa creación alternativa, del mundo de los crudezas humanas al ensueño esperanzado; y el mago Alejo se despide con una reverencia y hasta a veces —respeto por el público— nos explica de dónde ha hilvanado semejante acto.

Los estudiosos de su obra nos explican una parte del arte del prestidigitador. Carlos Santander cree que “cada novela de Carpentier tendrá un mundo escindido”. Se narra, según refiere, en dos ejes: espacial y temporal. El primero es un “aquí-allá” y el segundo un “ahora-entonces”. Opina que el “viaje” es el motivo que permite ir de uno a otro eje: “personajes y ambiente pertenecerán a esta ola, otra orilla y la acción no será sino el paso o el puente que lleva de uno a otro lado”. Otro “truco” del ilusionista para Santander es la emergencia del héroe, pues se trata de un hombre común enfrentado a una situación límite y esta conjunción “hace que lo maravilloso se ruede”. Ese punto, revelación o “milagro” lo veremos en todas las novelas: las grandes revoluciones o la canonización llevada y traída en El Arpa y la Sombra. Por último se señala la “tarea” como elemento de un destino, la función social del personaje a lo cual él le diera sumo valor ético.

Régis Debray opinaba que Carpentier nos daba una distinta visión de perspectivas y contextos, y que el “realismo” se convertía en maravilloso desde la introducción de la Historia de América. Pero Salomón cree que la historia, en la novela carpenteriana servía, primero, para crear “una ilusión de lo verdadero”. Las fechas y espacios, dice este autor “hace que las precisiones temporales así introducidas se acerquen más a lo soñado o añorado que a lo estrictamente cronológico”. De aquí que existan, según Salomón, “tiempos superpuestos”. Esa sincronización de tiempos y espacios recurrentes hace decir a otro crítico, Carlos Rincón, que en la novela de Carpentier asistimos a una constante búsqueda entre el ayer y el presente. Este autor considera de mucha importancia el uso de los simbolismos, el nombre como signo: “Carpentier mantiene un resto de ilusión en relación con la motivación del signo”. Corrobora, además, lo que otros consideran uno de los soportes a la obra del novelista: los contextos y su relación supra temporal.

Uno de esos contextos —complejísimo momento histórico— es en el que se desarrolla El Siglo de las Luces; y tiene, a su vez, varios escenarios articulados: Cuba, París, Santo Domingo, Guadalupe, La Guayana y Madrid. Cuando estalla la Revolución Francesa en 1789, la Isla no sufre consecuencias directas en lo político o lo económico durante los primeros tiempos. La sacarocracia cubana había dado algunas muestras de insatisfacción hacia la regencia española en relación con el comercio, pero en esencia no se planteaba la independencia de la Metrópoli. En 1791 los esclavos haitianos se rebelan contra el poder colonial y su ejemplo es seguido por otras colonias francófonas del Caribe. Producto de las revueltas se destruyen cafetales y plantaciones de azúcar, quedando la Isla en una posición ventajosa como exportadora de productos a Europa. Estos hechos —y el éxodo de colonialistas franceses a Cuba— hacen que, por primera vez, la clase esclavista criolla comience a preocuparse. En todo esto hay una singular paradoja: mientras soplan en otros lugares los aires de Libertad, Fraternidad e Igualdad, en Cuba florece como nunca la clase sacarócrata cubana —ya verdaderamente nacional por nacimiento e ideas nuevas.

Para 1793 hay una franca caída de las exportaciones caribeñas a Europa y es cuando España tiene los años más boyantes de su historia económica. Mientras en Francia y sus ex colonias se ha decretado la abolición de la esclavitud, entre 1790 y 1822 entraran a la Isla más de 300.000 esclavos y la proporción de africanos respecto a criollos negros será de 96,15 a 3,85. Precisamente unos meses antes de la Toma de la Bastilla, se dictó una Real Cédula que legitimaba en Cuba y otras colonias hispanas la esclavitud y la libertad de la trata negrera. Es fácil comprender que en el mundo gobernado por Madrid las cosas también cambiaban… al revés.

De aquella época en que la población cubana blanca llegó a ser superada por la negra, tiempos donde la masonería y la conspiración internacional precedieron al derribo de la monarquía francesa y la libertad de las Trece Colonias, momentos donde el Caribe bullía en Guadalupe, Haití y Santo Domingo, surge El Siglo de las Luces. El arribo de Víctor Hugues no es un fortuito destino, como tampoco lo es hallar receptividad en un grupo de jóvenes que simbolizaban los nuevos tiempos: la formación de la identidad nacional. De alguna manera, el germen del independentismo comenzó a flotar en las grandes ciudades cubanas, porque la clase hacendada criolla adquiría conciencia de sus discrepancias geográficas, económicas y sociales con la Península.

Hay un hecho histórico que nos gustaría resaltar por su paralelismo con la obra. A inicios del Siglo XIX llega a Cuba el Obispo Espada. Resulta ser un extranjero quién trae a la Isla las ideas más avanzadas en política, economía, arte, pedagogía, teología y salud. Espada era un hombre fuertemente impregnado de las ideas iluministas europeas. Bajo su protección —que no pocas veces provocó la ira de la Corona— florecieron sociedades, seminarios, cofradías benéficas y hospitales. Con razón se le ha considerado la personalidad que abrió la posibilidad para que el ser cubano pudiera hacerse real. Baste mencionar que Tomás Romay y al presbítero Félix Varela, dos figuras fundacionales de la cubanidad, tuvieron del Obispo Espada el mayor apoyo.

Por último hablemos un poco de la familia real de la época. Existen pocos datos que reflejen la estructura familiar en La Habana de entonces. Hay algunas referencias al predominio de familias extensas habitando amplias mansiones que oficiaban al mismo tiempo que hogares, espacios para almacenes y la dotación de sirvientes. Era ese un patrón muy característico del Siglo XVIII, la familia en su acepción esclavista romana. Vivía el “gran patriarca” con su esposa, a veces hermanos, hijos, sobrinos y sirvientes. La misma organización familiar se repitió en colonias portuguesas como Brasil, donde el patriarcalismo tenía una función vital para la estabilidad económica y social en ciudades como Río de Janeiro. Otros datos revelan lo contrario en ciudades portuarias como Cartagena de Indias: la familia extendida era limitada y abundaban los hogares solitarios; la muerte de uno de los cónyuges alcanzaba al 17 % de las familias —cinco viudas por cada viudo. Es preciso señalar que en América los colonizadores españoles aventureros y sin familias fueron siendo sustituidos paulatinamente por matrimonios concertados en las colonias o desde la Metrópoli. Es muy probable que La Habana del Siglo de las Luces, con independencia de los adulterios y “desacatos morales” de los hacendados criollos, haya tenido una cara distinta para la alta y media sociedad. La bigamia estaba prohibida por la Corona en toda América.

Familia patriarcal, ampliada, donde se convivía con los esclavos y sirvientes y se establecía, desde el hogar, la empresa; el grupo familiar de alta sociedad del El Siglo de las Luces pertenece al barro fundacional que lamenta, en las primeras páginas, la muerte del patriarca.

La novela en “síntesis”: jóvenes de una familia aristocrática cubana —dos hermanos y un primo— acaban de perder al último progenitor vivo —la madre había muerto en una epidemia de influenza años antes. Han quedado huérfanos, al cuidado del albacea los negocios y el aprovisionamiento de la casa. Pasan el duelo en juegos inútiles. Un día llega a la casa, anunciándose con aldabonazos, Víctor Hugues: comerciante francés, masón, marino conocedor de las Antillas. Recelos y distancias hacia el francés, que los cautiva con su ingenio; Esteban, el primo asmático, hace una crisis donde Hugues se anota un triunfo: trae al mulato Ogé, médico haitiano que mezcla la medicina natural con la sabiduría académica europea. Esteban mejora. Poco a poco Hugues demuestra que Don Cosme desfalca a los “pobres huérfanos” y queda, por muy breve tiempo, a cargo de los negocios. Persiguen a Víctor y a Ogé por masones en una Habana convulsa; los jóvenes amigos cubanos los ayudan a escapar hacia Santiago de Cuba, y de allí a Port-au-Prince. Aún en tierra cubana, Sofía tendrá su primera relación carnal con el francés, en las bodegas del barco, pero con los fugitivos sólo se irá Esteban.

Víctor Hugues y Esteban llegan al París revolucionario que ha detenido al Rey por traidor en Varennes; y el francés, experto en la geografía insular ultramarina es designado por el Directorio para reconquistar la Guadalupe y llevar al Nuevo Mundo las ideas de Libertad, Fraternidad e Igualdad. Se auxilia de antípodas: la Declaración de los Derechos del Hombre y la guillotina. En la isla Esteban asistirá a la transformación de Hugues quién termina siendo un hombre sin piedad hacia los “enemigos de la Revolución”. Esteban navega por el Caribe y oficia de ayudante en una empresa de corsarios que, al final, participan en la trata de esclavos y otras fechorías. Decide regresar a Cuba. Víctor ha sido llamado a París para su posible enjuiciamiento y cesantía. En La Habana han cambiado pocas cosas —según Esteban. Pero en su familia hay novedades: Sofía está casada con Jorge, un comerciante de ascendencia irlandesa y Carlos, el hermano de Sofía, está al frente de los negocios familiares. El fantasma de Víctor flota en la casa: preguntan por él, Esteban tiene una carta del francés a Sofía. Jorge muere por una epidemia citadina. Sofía guarda un luto hipócrita y tras la visita de un capitán de barco —el que había ayudado en la fuga de Hugues y Ogé— sabe que Víctor ha sido destacado en Cayena, lugar de retiro para importantes figuras de la Revolución. Parte ella hacia la colonia y mientras Esteban trata de detenerla se desencadena una búsqueda policíaca tras Carlos. Escapa este, Esteban va a la cárcel y Sofía navega a encontrarse con “su hombre”.

En Cayena, Sofía comprenderá que Víctor Hugues es incapaz de amarle como ella desearía y decide irse a España, lugar donde Esteban y Carlos parecen refugiarse por un tiempo. Allí, en la “Casa de Arcos”, asistimos a la rebelión de los madrileños contra las tropas de Bonaparte. Es el Dos de Mayo de 1808: “Luego vino la noche. Noche de lóbrega matanza, de ejecuciones en masa, de exterminio, en el Manzanares y la Moncloa”. Sofía sale a la calle. “Hay que hacer algo”, dice. Esteban la acompaña armándose de un fusil de caza y se pierden en el “furor y el estruendo, la turbamulta y el caos de las convulsiones colectivas”. No se sabrá nada más de ellos. Carlos ordena, dos días después, lacrar las cajas donde quedaban algunas pertenencias de su hermana y su primo y en la Casa de Arcos queda olvidado el anónimo cuadro de Explosión en la Catedral, que “parecía sangrar donde alguna humedad le hubiese manchado el tejido”.


* Fragmento del ensayo La Fiesta Innombrable. Familia y Literatura cubanas.


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