Lunes, 18 febrero 2002 Año III. Edición 304 IMAGENES PORTADA
Internacional
El poder a la olla

¿Sonarían en las calles cubanas cacerolazos similares a los de Argentina y Venezuela? ¿Qué harían en tal caso los 'revolucionarios' de La Habana?
por ALEJANDRO ARMENGOL Parte 1 / 2
La Habana
La Habana, Parque Maceo (C. Piza)

Cuando las cazuelas sonaron en Buenos Aires, y en horas barrieron con el Gobierno de Fernando de la Rúa, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, alardeó de que algo similar no sucedería en su país. Ahora los calderos se escuchan cada vez con más fuerza en Caracas. ¿Llegarán a La Habana?

No se trata de alentar una salida traumática, sino de analizar las posibilidades de que ocurra.

El error de Chávez fue ver el fenómeno con la vieja óptica de la izquierda. Los gritos de los manifestantes interpretados como un renacer de las banderas revolucionarias: una condena al modelo neoliberal y la justificación de que la tradicional lucha de clases no había muerto. En lugar de escuchar los reclamos de un movimiento cívico —no excepto de manipulación partidista—, en que desempleados y miembros de la clase media por igual expresaron su repudio a la corrupción política y el desgobierno, los reaccionarios de la otra banca quisieron oír el clamor y la furia que justificaba su permanencia en el poder. Igual ocurrió en la Plaza de la Revolución, donde incluso surgieron apresuradas las esperanzas de un cambio de línea política argentina. Pronto se demostró lo contrario.

Varios factores conspiran para que en Cuba no ocurra lo que sucede en Argentina y Venezuela. El primero es que ya pasó. Al principio de la Revolución, salieron las amas de casa a las calles de Cárdenas batiendo cacerolas y ollas y gritando "Queremos comida". Desde la entonces capital de la provincia de Matanzas el capitán Jorge Serguera envió a los tanques para que avanzaran sobre el pueblo. La intervención del fallecido ex presidente Osvaldo Dorticós impidió que se produjera una masacre.

El segundo factor es que el régimen cuenta con tropas adiestradas y equipos de lucha contra disturbios —entre ellos vehículos antimotines copiados de los modelos sudafricanos capturados durante la campaña de Angola—, listos para exterminar cualquier manifestación popular. A ello se une la existencia de una fuerza paramilitar, que ha demostrado su rapidez y capacidad represora en otras ocasiones, y que de inmediato entraría en combate ante una amenaza seria de insurrección callejera.

Pero el factor principal que demora o impide un movimiento espontáneo de protesta masiva es la apatía y desmoralización de la población; la inercia y la falta de esperanza de los habitantes del país: su descrédito de ser ellos quienes produzcan un cambio. Castro ha matado —o al menos adormecido— el afán de protagonismo político, tan propio del cubano, en la mayor parte de los residentes de la Isla. El exilio como futuro —como alejamiento colectivo para ganar en individualidad— es un aliciente mayor que un enfrentamiento callejero. Más fácil se arriesga la vida en una balsa que en una calle. El desarraigo es preferible a la afirmación nacional limitada al concepto de patria, porque se llega al convencimiento —aunque sea intuitivamente— de que no hay nada en que afirmarse.

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