| Culta popularidad |
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| por JOAQUíN ORDOQUI GARCíA, Madrid |
Parte 1 / 2 |
Las divisiones establecidas en Occidente para categorizar la música son muy variadas y responden a criterios muy diversos. Algunas de estas clasificaciones pueden resultar útiles, siempre y cuando no olvidemos que son parcelaciones arbitrarias cuyo valor es siempre contextual y relativo, como ocurre con todos los métodos de clasificación inventados por el ser humano. Quisiera detenerme en esa que, a falta de mejores nombres, divide la música en folclórica, popular y culta.
Para evitar equívocos, enunciaré una definición de los tres términos que suele ser aceptada como válida. Podríamos decir que música folclórica es aquella que repite una determinada fórmula sin introducir grandes variaciones, a no ser las que se producen accidentalmente o las que dependen del mayor o menor virtuosismo de los intérpretes. Los mejores ejemplos en nuestro país serían las litúrgicas afrocubanas (regla de ocha y abakuá) y los diferentes puntos guajiros.
En el otro extremo está la música conocida como culta: un canon que se desarrolla en Europa y cuyos hitos más importantes son la monodia, la polifonía y el barroco, el clasicismo, el romanticismo, el impresionismo y las vanguardias del siglo XX. Este canon ha explorado sistemáticamente su propia materia prima, manteniendo durante siglos una actitud experimental que ha propiciado nuevos caminos en el contrapunto y la armonía, así como el desarrollo de múltiples instrumentos y de técnicas para ejecutarlos. Quienes han participado de esta secular experiencia han tenido una formación académica a partir del estudio del propio canon.
En medio de los dos extremos está la música popular que ha evolucionado, tomando de ambos lo que ha podido o le ha interesado, de acuerdo con la tradición de cada país.
Como toda forma de arte, la música, su concepción y su desarrollo, han estado y están relacionados con la cultura en su conjunto, es decir, con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, con las relaciones sociales, con la evolución sociopolítica y con todos los demás elementos que conforman la vida del ser humano. En los últimos 100 años hemos asistido a dos fenómenos que han cambiado radicalmente la relación de las personas con la música. Por un lado, la invención de los medios reproductores, primero, y de los medios de comunicación, después, generaron una nueva forma de escucharla; por el otro, el aumento del poder adquisitivo, del tiempo libre y de la formación cultural propició una revolución en las relación música-músicos-consumidores de música cuyas consecuencias acaso sólo podemos vislumbrar, pero que desde principios del siglo XX está deshaciendo las cómodas parcelas que antes mencionaba. Ambos fenómenos han permitido, también, el acceso a músicas geográfica y tradicionalmente remotas, de modo que un mexicano puede acceder cómodamente, desde su casa, al acerbo musical azerbaijano, sonoridades que hace relativamente poco tiempo sólo podían escuchar intrépidos viajeros, además de sus protagonistas, claro.
Poco a poco, la música popular se ha ido apoderando de la función vanguardista que le estaba reservada a la música culta, y, aunque es probable que en ciertos aspectos ésta última conserve algunas distancias, la brecha no sólo se ha ido acortando, sino que en algunos aspectos –como la relación con diversas formas musicales del folclor universal–, la primera se ha adelantado.
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