Jueves, 02 agosto 2001 Año II. Edición 174 IMAGENES PORTADA
Opinión
Miel para Oshún

Una película del regreso, el absurdo y la nostalgia.
por BALTASAR MARTíN  

Como buen aficionado a nuestro cine –sea dulce o agrio– me dirigí con mucha ilusión al videocentro del que soy socio para rentar Miel para Oshún, la última película de Humberto Solás.

Había leído en algún medio oficial, creo que en la nefasta Jiribilla, que Solás llevaba varios años sin dirigir, lo cual aumentó mis expectativas. Siendo así –deduje–, el regreso debía ser por todo lo alto, con un mensaje ético, humano, político o artístico importante y trascendente, que justificara su regreso como director. Después de ver el filme, sin embargo, el mal sabor de boca todavía no se me quita.

Este melodramita parece "reconstruido" con fragmentos mal copiados de Lejanía y de Guantanamera: sólo falta el letrero inaugural pidiendo disculpas "por cualquier deficiencia que pueda presentar su proyección", como en las viejas películas de Hollywood que el ICAIC nos remendaba en los 70 para paliar el horror y el tedio de Mosfilm.

Para colmo, la actuación de Perugorría es sólo de cuerpo presente, pues su mente parece estar en alguna otra parte. Su dicción, como de "Agbegto, ponte la cogbata", hace que extrañemos al Diego homosexual de Fresa y Chocolate. El cubanoamericano interpretado ahora resulta una especie de engendro del lado oscuro del ICAIC que a grito pelado se queja de su falta de identidad en el exilio.

Si su personaje tira la bicicleta y la mochila contra el piso, irritado por tantos contratiempos, la respuesta a la pregunta inicial de si se habría adaptado a vivir en Cuba es más que obvia: se habría cortado las venas, ido en balsa, metido a jinetero, vuelto loco o sido canciller de la Des-República: cualquier cosa menos soportar la terrible circunstancia que mal muestra la película, pero que, así y todo, es bastante gráfica.

Mario Limonta es una pobre caricatura de sí mismo, y su catarsis del parque es tan patética que duele sin conmover a nadie. Ella no llega a funcionar como contrapartida isleña del "drama" del perdido en Miami.

Isabel Santos, desaprovechada por completo, casi nos deja leer lo que piensa con respecto al bodrio en que la han introducido, y se niega a participar de la catarsis del parque, ratificando su clase magnífica. De seguro Solás no se atrevió a exigírselo, pues de haberlo hecho, no hubiera habido personaje femenino.

El mensaje es despampanante: los cubanos del insilio están mejor que los del exilio a pesar de todos los pesares, porque ya su juego a los escondidos se acabó, los encontraron hace rato, mientras que los que nos fuimos seguimos en la búsqueda.

Parece que a última hora el ICAIC está obsesionado con trasmitir este mensaje, que ya fue bastante chocante en Tropicola –otro bodrio reciente–, pero más original y sin remiendos ni malas copias de filmes nacionales más felices.

Lo reconfortante es que la película me ha curado la nostalgia de Cuba por algún tiempo –vamos a ver por cuánto–, porque de verdad que a los insiliados hay que hacerles un monumento por su aguante y por los trabajos que pasan. Pero, a lo peor, cuando vean la cinta, se consolarán pensando que los que se fueron necesitan detectives o al escuadrón de búsqueda y captura, y ellos no: no habrá comida, ni ropa, ni transporte, pero no hay nostalgia ni jueguitos freudianos de "a ver si me encuentras".


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