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El caso Ochoa

Hace veinte años, el régimen intentó lavar su imagen de manera 'ejemplar': fusiló a cuatro personas en nombre de la revolución, pero violando sus propias leyes.

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El 13 de julio de 1989, el periódico Granma fue autorizado a informar: "Aplicada la sentencia del Tribunal Militar Especial a Ochoa, Martínez, Antonio de la Guardia y Amado Padrón". Tal desenlace se había vislumbrado incluso antes de constituirse aquel tribunal: "Sabremos lavar de forma ejemplar ultrajes como éste" (Granma, junio 22 de 1989).

El ultraje consistía oficialmente en que el general Arnaldo "Ochoa [hizo] contacto con [narco]traficantes [sin] el menor indicio (…) de traición, [salvo aquella] contra la moral, los principios, las leyes y el prestigio" de la revolución. Su ayudante personal, capitán Jorge Martínez, realizó un viaje "clandestino y con pasaporte falso a Colombia (…) para entrevistarse con Pablo Escobar".

Si hubiera sido "capturado y presentado a la opinión pública internacional, [entonces] sobre la revolución habría caído una infamante lluvia de calumnias muy difíciles de desmentir".

La rueda de la Historia

El brigadier Juan Escalona, fiscal de la Causa Uno del Tribunal Militar Especial, imputó a Ochoa "una gigantesca traición a la patria" que, como indicaba la Constitución (1976), era "el más grave de los crímenes (…) sujeto a las más severas sanciones" (Artículo 64).

Sin embargo, la Constitución postulaba también que nadie podía ser condenado sino en virtud de leyes anteriores al delito (Artículo 58). Y como el Código Penal (1987) no preveía traficar drogas como traición ni establecía más de 15 años de cárcel por hacerlo (Artículo 190.3), "el más grave de los crímenes" se urdió enlazando Tráfico de Drogas con otro delito chiflado: Actos hostiles contra un Estado extranjero.

Según el fiscal, ambos "surgen de los mismos actos" y la hostilidad se habría manifestado contra Estados Unidos, Colombia, México y Panamá.

Este giro de la Causa Uno hacia el plano internacional fue desconcertante, porque Fidel Castro afirmaría (julio 9, 1989) ante el Consejo de Estado: "en el caso de Ochoa, [los] errores en la esfera internacional, que podían ocasionar daño a la política exterior de nuestro país (…) no eran factores decisivos".

Y fue asimismo irónico, porque la rueda de la Historia pasó en marcha atrás por encima de Ochoa, quien 23 años antes sí había perpetrado actos hostiles contra un Estado extranjero, sólo que con permiso de Castro.

Este aseveró a Ignacio Ramonet que, "exceptuando [la malograda invasión] a Trujillo [verano de 1959], la norma nuestra era y es acogernos del Derecho Internacional" (Biografía a dos voces, página 260). Pero el 18 de julio de 1966, Castro despidió a Ochoa en Santiago de Cuba, quien junto a otros catorce militares cubanos embarcó con Luben Petkoff para invadir Venezuela.

El 23 del mismo mes desembarcaron por Chichirivihe (estado de Falcón), con el propósito de atizar el foco guerrillero de Douglas Bravo, que terminaría apagándose, como todos los demás.

Leyes torcidas

El Código Penal (1987) define así Actos hostiles contra un Estado extranjero: "El que, sin autorización del gobierno, efectúe alistamientos u otros actos hostiles a un Estado extranjero, que den motivo al peligro de una guerra o a medidas de represalias contra Cuba, o exponga a los cubanos a vejaciones o represalias en su persona o bienes o a la alteración de las relaciones amistosas de Cuba con otro Estado, incurre en privación de libertad de cuatro a diez años" (Artículo 110).

¿Cómo lavar entonces ejemplarmente el ultraje, es decir, con sangre? Pues retorciendo contra Ochoa la especie más grave del delito: si los actos hostiles acarrean las consecuencias previstas, "la sanción es de privación de libertad de diez a veinte años o muerte" (Artículo 110.2).

Desde luego que no hubo alteración de relaciones amistosas ni guerra o represalias por causa de Ochoa. Tampoco vino al cuento judicial ningún cubano por daños en su persona o patrimonio. El fiscal se bajó con que las represalias y las vejaciones cristalizaban en la "lluvia de injurias, de infamias, de mentiras [vertidas] por las agencias de prensa imperialistas".

Para Castro, todo el daño estribó también en "lo que dicen muchos cables, muchas declaraciones, cómo hacen imputaciones a todo el gobierno"; pero para el Derecho Internacional, las represalias son acciones coercitivas de un Estado contra otro. Ninguno de los presuntos implicados (Estados Unidos, Colombia, México y Panamá) tiró siquiera un hollejo diplomático contra La Habana por culpa de Ochoa. Y ninguna de las tánganas periodísticas se dio en nombre de ningún Estado.

Castro admitió que si "no hubiera tenido que descubrirse cada cosa que hizo [Ochoa], entonces se hubiera podido (…) preservarle la vida". Este silogismo viene cargado de profundo desprecio al Derecho. Aun las rígidas leyes cubanas refrendan que los acusados pueden declarar o guardar silencio. Esta opción legal se transfiguró en ilegítima disyuntiva de vida o muerte, que desembocó en el horror jurídico de imponerle al reo pena capital por su actitud posterior al delito.

Castro confesaría a Ramonet: "Yo no puedo decir que Ochoa se robó fondos (…) Los que se metieron en eso partían de la idea de que ayudaban a la República" (Biografía a dos voces, página 332). Puesto que el Código Penal (1987) prescribe: "La sanción de muerte es de carácter excepcional, y sólo se aplica por el tribunal en los casos más graves de comisión de los delitos para los que se halla establecida" (Artículo 29.1), está claro que ni "muchos cables [ni] muchas declaraciones" podrán hacer jamás el montón de daño que requieren los actos hostiles contra un Estado extranjero para sentenciar a sus autores a la pena máxima.

Así, el ultraje se lavó de manera "ejemplar": fusilando a Ochoa y a tres acusados más en nombre de la revolución y en contra de las propias leyes revolucionarias.


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