Actualizado: 23/04/2024 20:43
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A Debate

El origen del diferendo

Sería maniqueo concluir que la nación cubana ha estado y estará siempre reñida con los intereses de EE UU.

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Los historiadores Carlos Alzugaray y Arturo López Levy han objetado algunas afirmaciones de mis artículos "Dilemas de la nueva historia" (en el número 50 de Encuentro) y "Un pasado virtual " (en la última entrega de Foreign Policy). López Levy también criticó frases de otro artículo, "Obama y Cuba", aparecido en El País, que, a diferencia de los dos primeros, no es histórico sino político. Todas las objeciones que ambos han hecho me parecen respetuosas y plausibles, aunque, naturalmente, no concuerdo con varias de ellas.

¿Qué se debate?

La discusión parece moverse en varios planos, lo cual dificulta la polémica. Uno ético, que tiene ver con los límites necesarios entre "opinión" y "propaganda", que se presta a malentendidos, descalificaciones y a que el debate de ideas degenere en cuestionamiento mutuo de la credibilidad de los polemistas. Otro político, relacionado con la exigencia o no de "condiciones" para un "diálogo", todavía remoto, entre Washington y La Habana —dos términos que yo no he utilizado en ninguno de esos artículos. Y un plano histórico, ligado a maneras divergentes de entender las causas del conflicto entre Estados Unidos y Cuba y la identidad ideológica del primer exilio.

Voy a dejar a un lado los dos primeros aspectos de la cuestión y me concentraré en el debate historiográfico sobre los orígenes del diferendo entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba, que es donde encuentro el punto de desacuerdo más sustancial y estimulante con Alzugaray y López Levy. Al final regresaré al escenario de una negociación de ese diferendo —conceptos más pertinentes que "condiciones" o "diálogo"— pero desde una perspectiva también histórica o de larga duración, que considero saludable para el análisis de la Cuba actual, tan dado a la inmediatez y el anacronismo.

En las últimas semanas, varios políticos, historiadores o periodistas oficiales (Ricardo Alarcón, Mariela Castro, Esteban Morales, Jorge Gómez Barata, Orlando Cruz Capote…) han reiterado, de manera más simple, la misma idea de Alzugaray y López Levy: el conflicto entre Estados Unidos y Cuba no surgió durante la guerra fría, sino a fines del siglo XVIII o principios del siglo XIX, cuando la isla no era, ni siquiera, una nación-estado. El debate sobre el origen de ese diferendo, constitutivo de la experiencia cubana del último medio siglo, tiene, naturalmente, un aspecto académico, pero dicha connotación historiográfica no está desligada, como afirman otros, de los dilemas del presente y el futuro de Cuba.

La forma en que se entienden los orígenes del conflicto está relacionada con la solución o la permanencia del mismo que imaginan los más diversos actores. Quienes, desde la historia oficial y sus proximidades, insisten en que esos orígenes deben localizarse antes del contexto de la guerra fría buscan presentar el conflicto como una pugna eterna entre la "nación" cubana y el "imperio" norteamericano. Según esta tesis, la deriva comunista de la revolución, en 1960, no habría sido el detonante de la oposición de Estados Unidos, por lo que el problema entre ambos países no sería entre totalitarismo y democracia, sino entre independencia y hegemonía.

Con la cancelación de la variable socialismo del diferendo entre Estados Unidos y Cuba, la historia oficial politiza, finalmente, la nación cubana: en dos palabras, nacionaliza el comunismo. Si lo que Estados Unidos rechaza no es el régimen comunista sino la soberanía de la isla, entonces esta última puede acoplarse a un orden totalitario sin mayor dificultad. Al hacer pasar el reconocimiento de la legitimidad del comunismo en Cuba como un reconocimiento de la independencia de la nación cubana, las élites del poder reiteran su propósito, constitucionalmente afirmado, de que la isla sea "socialista" a perpetuidad.

La Cuba de Raúl intenta relacionarse con el mundo por medio de una "doctrina de la diversidad", según la cual, el comunismo no es un régimen político racional e ideológicamente adoptado por esas élites sino la forma natural y necesaria que asumió el Estado en su enfrentamiento "bicentenario" a Washington. El socialismo —partido único, economía estatal, ideología marxista-leninista, líderes perpetuos— sería algo así como una especificidad cultural cubana que debe ser respetada desde los valores pluralistas de la comunidad internacional. De esta forma, el relato sobre los orígenes se conecta con el aparato de legitimación del régimen en la Cuba después de Fidel.

Las páginas que siguen son una crítica de esa visión histórica. Pero debo advertir, antes de entrar en materia, que no existe una sino varias historias de Cuba y de sus relaciones con Estados Unidos. Poco sentido tiene, a estas alturas del desarrollo de las ciencias sociales, armar una contrahistoria hegemónica, desde el exilio o desde la oposición, o descalificar cualquier interpretación del pasado porque "distorsiona" o "falsifica" algún guión historiográficamente establecido. La historia "real" y "verdadera" de Cuba no existe y, por eso, la idea misma de un relato oficial es tan cuestionable. Si quiere ser eficaz, la crítica de ese relato debe ser flexible y diversa.

Dos relatos

La historia oficial ha manejado dos tesis sobre el origen del socialismo en Cuba. Durante los años soviéticos (1961-1992), los ideólogos de la isla hablaban de la "transición", iniciada en 1960, para pasar de la fase "burguesa" a la fase "socialista" de la Revolución. Esa transición era presentada como resultado de una toma de conciencia de los máximos dirigentes a favor del marxismo y no faltó quien escribiera, a partir de alguna declaración de Fidel Castro, que éste era comunista desde los tiempos del Moncada pero que ocultaba su ideología para ganar respaldo popular. Paradójicamente, ese relato coincidía con el de la historiografía batistiana y anticomunista.

En la época postsoviética (1992-2009) la historia oficial ha cambiado. Con mayor o menor vehemencia, la explicación de los orígenes del socialismo no está ahora asentada en el marxismo sino en el nacionalismo. Según este nuevo y, a la vez, viejo enfoque, el cambio de régimen que se inició en 1960, por medio del cierre de la esfera pública, la represión de la oposición, la estatalización de la economía, la alianza con la URSS y la creación de un liderazgo único, fue provocado por la oposición de Estados Unidos a la Revolución desde su triunfo o desde su fase precomunista. El socialismo no habría sido tanto una elección ideológica como una maniobra defensiva.

Aunque no lo parezca, entre las dos tesis existe una gran diferencia. En la primera, la confrontación con Estados Unidos se asumía como inevitable, toda vez que la alianza con el principal rival de Washington en la guerra fría, decidida por los líderes cubanos, implicaba no sólo la ruptura sino la promoción del comunismo en la región. En la segunda tesis, sin embargo, se trasmite la idea de que el liderazgo revolucionario quería tener buenas relaciones con Estados Unidos, pero que fueron estos quienes, con su rechazo, precipitaron la radicalización comunista de una Revolución que sólo pugnaba por una Cuba independiente.

Esta segunda tesis, además de contener una suerte de comunismo vergonzante o inseguro, reacio a aceptar aquella elección ideológica de la dirigencia revolucionaria con todas sus consecuencias, magnifica, a través del lente nacionalista, fenómenos de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, desde el siglo XIX, y, específicamente, entre enero de 1959 y julio de 1960, cuando estalla el conflicto por el refinamiento de crudo soviético, la suspensión de la cuota azucarera y la nacionalización de empresas extranjeras y nacionales. En versiones extremas de esa tesis, Cuba aparece como una colonia de Estados Unidos en 1958, a pesar de que ninguno de los programas de los movimientos antibatistianos demandara la "independencia" de Estados Unidos.

La historia de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, como demostraron varios historiadores republicanos (Ramiro Guerra, Herminio Portell Vilá, Emeterio Santovenia, Emilio Roig de Leuchsenring…) ha estado marcada por la hegemonía regional que Washington construyó en el siglo XIX y por la hegemonía mundial que alcanzó esa potencia en el siglo XX. A mediados del siglo XIX, Estados Unidos intentó anexar la isla, por medio de su compra o del respaldo a expediciones anexionistas. A fines de esa centuria intervino en la última guerra separatista y, luego de una ocupación militar y política de cuatro años, dejó una república con soberanía limitada.

Pero como también advirtieron esos mismos historiadores republicanos, la política de Estados Unidos hacia Cuba no siempre fue la misma y no siempre fue perjudicial para la isla. En Washington se produjo la Enmienda Platt, pero también la Joint Resolution, que reconocía el derecho a la soberanía plena de los cubanos. Estados Unidos ocupó Cuba entre 1898 y 1902 y entre 1906 y 1909, pero también contribuyó a la modernización insular en la primera década del siglo. La injerencia norteamericana, entre 1902 y 1959, fue permanente, pero en 1934 fue derogada la Enmienda Platt. Estados Unidos respaldó a Batista, pero en 1958 le retiró ese apoyo y en 1959 reconoció al gobierno revolucionario. En su último libro, Cuba in the American Imagination. Metaphor and the Imperial Ethos (2008), Louis A. Pérez Jr., sintetiza muy bien la íntima complejidad de esas relaciones:

"Armed intervention and military occupation; nation building and constitution writing; capital penetration and cultural saturation; the installation of puppet regimes, the formation of clientele political classes, and the organization of proxy armies; the imposition of binding treaties; the establishment of permanent military base; economic assistance —or not— and diplomatic recognition —or not— as circumstances warranted ".

El historial hegemónico de Estados Unidos, en sus relaciones con Cuba y con toda América Latina, es incuestionable. Sin embargo, sería maniqueo y esencialista concluir, a partir de ese historial, que la nación cubana ha estado y estará siempre reñida con los intereses de su vecino. Esa ontología nacionalista es la que impide a la historia oficial analizar con flexibilidad las relaciones entre Estados Unidos y la Revolución Cubana durante todo 1959 y parte de 1960. Esos son los años en que se construye el diferendo diplomático entre ambos países, que persiste hasta hoy y que no puede verse como expresión de una dicotomía perpetua entre la "nación" cubana y el "imperio" norteamericano.

El relato nacionalista tiene una ventaja sobre el marxista: coloca la ideología en un segundo plano y abre mayores posibilidades de actuación pragmática para el gobierno cubano. Pero el relato marxista tenía una ventaja sobre el nacionalista y es que reconocía la responsabilidad de Cuba en el conflicto, dado que para los marxistas la confrontación con Estados Unidos no era un fenómeno involuntario sino una necesidad del posicionamiento ideológico de la Habana en el contexto de la guerra fría. Es por ello que algunos marxistas cubanos, en los años 70 y 80, pensaban que el conflicto con Estados Unidos debía ser administrado, mientras los nacionalistas de la "batalla de ideas", en los últimos años, han apostado por un "antimperialismo" visceral.

Razones de una ruptura

Diferendo, entiéndase bien, es un concepto diplomático que alude a un desacuerdo en las relaciones entre dos países que deriva en congelación o ruptura de las mismas. Afirmar que existe un "diferendo" entre Estados Unidos y Cuba desde el Tratado de París o desde la Enmienda Platt o, más atrás, como acostumbra esa historia oficial, desde que Jefferson escribió que Cuba debía incorporarse a la federación norteamericana, es histórica y teóricamente incorrecto. En 1959, Estados Unidos y Cuba tenían relaciones diplomáticas y comerciales: Philip Bonsal era embajador en la Habana y Ernesto Dihigo embajador en Washington. De ahí que el diferendo entre ambos países deba ser fechado: las relaciones se congelaron en la primavera del 60, hicieron crisis en el verano de ese año y se rompieron en enero de 1961.

Estados Unidos reconoció al gobierno revolucionario cubano el 7 de enero del 59, es decir, al día siguiente de haberse instalado el gabinete en Palacio Presidencial. Entre enero y julio de ese año, el embajador Bonsal tuvo constantes encuentros con el presidente Urrutia, con el canciller Agramonte y con el propio Castro, a quien recibió afectuosamente en el aeropuerto de la Habana, el 4 de mayo, tras el regreso del comandante de su primera visita a Estados Unidos. Durante esos meses, Bonsal envió al Departamento de Estado informes favorables de estos políticos, asegurando que no eran comunistas, insistió en la importancia de avanzar en el "acuerdo económico para el desarrollo", firmado por los dos países el 2 de mayo, e instó a Washington a que aceptara la reforma agraria, cosa que Washington hizo por medio de la nota del 11 de junio.

Bonsal, con el apoyo de varios funcionarios del Departamento de Estado, intentó contener la presión que comenzaban a ejercer sectores exiliados cercanos a Allen Dulles y la CIA y que, a partir de las crisis provocadas por la deserción de Díaz Lanz, la renuncia de Urrutia y la dimisión de Huber Matos, entre junio y octubre del 59, reiteraban la acusación de que el gobierno giraba al comunismo y cuestionaban los arrestos y fusilamientos. A pesar de que en octubre hubo intercambio de notas duras entre la cancillería cubana y el Departamento de Estado, sobre las normas de derecho internacional que amparaban las indemnizaciones, y de que la inquietud crecía en Washington por los cambios ministeriales de noviembre —salida del gobierno de líderes moderados como Manuel Ray, Felipe Pazos, Faustino Pérez y Enrique Oltuski, y ascenso de líderes marxistas, como Ernesto Guevara y Osmany Cienfuegos— la interlocución diplomática entre Bonsal y el canciller Roa se mantuvo.

La mejor señal de que, pese a todo, las relaciones entre ambos países podían salvarse, en enero de 1960, fue el comunicado conciliatorio de Eisenhower, agradeciendo la mediación ante el gobierno cubano realizada por el embajador argentino en Cuba, Julio Amoedo, y haciendo votos por la recuperación de las vías diplomáticas. Eisenhower había pedido a Amoedo que tratara de llegar a un acuerdo con el gobierno cubano sobre el tema de las confiscaciones de bienes norteamericanos en la isla. Washington demandaba el reconocimiento del derecho de compensación a los ciudadanos norteamericanos expropiados e incluso estaba dispuesto a adelantar el dinero necesario —unos 300 millones de dólares— a fin de dejar a salvo el principio de la indemnización. Una semana después del comunicado amistoso de Eisenhower, llegaba a la Habana Anastas Mikoyan, el primer ministro soviético, para inaugurar una exposición de logros científicos y firmar un acuerdo comercial.

Según el tratado entre Cuba y la URSS, Moscú se proponía comprar 10 millones de toneladas de azúcar anuales, entre 1960 y 1965, y concedía a la isla un crédito de cien millones de dólares para la construcción de plantas industriales. Este acuerdo con la URSS, en febrero del 60, y otro con la RDA, a principios de marzo de ese mismo año, fueron recibidos por Washington como ofensas. El gobierno cubano no sólo no aceptaba la mediación de Amoedo sino que avanzaba en la alianza con los principales rivales de Estados Unidos en la guerra fría. Todavía el 15 de marzo de ese año, el ministro de hacienda Rufo López Fresquet, según él mismo relatara, intentó retomar la negociación entre ambos países y, ante la negativa de Castro, renunció a su cargo. El 17 de marzo, Eisenhower autorizó a la CIA para que planeara —no ejecutara— el derrocamiento del gobierno cubano, aunque el Departamento de Estado, hasta octubre de ese año, trató de mantener abiertas las vías diplomáticas.

La tensión entre el Departamento de Estado y la CIA se hizo evidente desde el intercambio de notas entre Bonsal y el subsecretario Rubotton luego de la explosión de La Coubre, el 4 de marzo. Ambos funcionarios comentaron con preocupación el escalamiento del conflicto y el cada vez más amplio despliegue de una retórica antiestadounidense en los discursos de los líderes cubanos. Además de confiar en la gestión de López Fresquet, esa corriente diplomática dentro del gobierno de Estados Unidos consideró, en algún momento, responder la nota de la cancillería cubana del 29 de febrero en la que se pedía a Estados Unidos que no tomara medidas unilaterales antes de resolver el desacuerdo sobre el derecho a indemnizaciones. A mediados de marzo, sin embargo, los moderados de ambos gobiernos habían sido rebasados por los intransigentes.

En el libro citado de Louis A. Pérez Jr., que será leído por muchos en clave nacionalista pero que, al igual que su anterior On Becoming Cuban (1999), ofrece una visión compleja y no binaria de la intimidad cultural y política entre ambos países, se suscribe esta tesis: "the announcement of a major trade agreement between Cuba and the Soviet Union in february 1960, confirmed what many in Washington had suspected… One month after the Cuban-Soviet trade agreement, president Eisenhower authorized the CIA to prepare for the overthrow of the Cuban government". El origen del diferendo entre Estados Unidos y Cuba está, por tanto, directamente ligado al universo geopolítico y simbólico de la guerra fría y la corrección diplomática de 1959 no puede entenderse como la fachada de una hostilidad "encubierta" sino como una política exterior que fue reemplazada, en la primavera del 60, por otra de carácter confrontacional.

Entre marzo y junio de ese año —cuando se producen las confiscaciones de Texaco, Esso y Shell, tras el lógico rechazo de estas a procesar crudo soviético— las nacionalizaciones de medios de comunicación, bancos, industrias y periódicos y los acuerdos diplomáticos y comerciales entre Cuba y varios países del campo socialista fueron tan acelerados que sólo pudieron responder a una estrategia concebida antes del 17 de marzo, día en que Eisenhower dio luz verde a los planes que Allen Dulles había elaborado desde fines del 59 y que incluían proyectos de atentado contra Fidel Castro. La confrontación con Estados Unidos no fue un efecto inesperado o el resultado de una reacción desproporcionada por parte de Washington, sino un elemento constitutivo del nuevo proyecto político cubano en el contexto de la guerra fría. La revolución nacionalista democrática de 1959 buscaba sólo un reajuste soberano de las relaciones con Estados Unidos. La revolución socialista estatalizadora de 1960 contemplaba, deliberadamente, la ruptura con Washington y la alianza con Moscú.

Cuando Eisenhower se decidió a autorizar los primeros planes subversivos, ya el liderazgo de la oposición y el exilio cubanos estaba compuesto, en su mayoría, por partidarios de la revolución nacionalista y democrática de 1959. Tras el discurso del primero de mayo de 1960, en que Fidel Castro lanzó la consigna de "elecciones para qué", se creó el Frente Revolucionario Democrático, la principal alianza de la nueva oposición violenta, que estableció el pacto definitivo con Washington. Sus integrantes no eran batistianos sino revolucionarios anticomunistas, una orientación ideológica con arraigo en la insurrección contra el régimen del 10 de marzo. Es cierto que muchos nacionalistas revolucionarios respaldaron el socialismo por sentimientos patrióticos. Pero no es menos cierto que quienes se opusieron a ese sistema luchaban por las ideas democráticas de la primera revolución.

La tesis de que Estados Unidos se propuso un "cambio de régimen" en Cuba desde 1959 es insostenible desde la historia diplomática y política ¿Cuál era el "régimen" cubano en 1959? No otro que el de la democracia del 40, refrendada, con algunos candados ejecutivistas, por la Ley Fundamental que decretaron el presidente Urrutia y el primer ministro Miró Cardona el 7 de febrero ¿Por qué habrían de oponerse los Estados Unidos a ese régimen si mientras funcionó de manera continua, entre 1940 y 1952, lo aceptaron y, en buena medida, lo respaldaron? Más bien, podría argumentarse lo contrario: que Estados Unidos se opuso al cambio de ese régimen y su sustitución por otro, comunista, basado en la economía de Estado, el partido único y la ideología marxista-leninista.

Un conflicto bilateral

Los diferendos, al igual que los acuerdos, son construcciones bilaterales. La fractura de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba en 1960 fue un proceso en el que intervinieron ambos gobiernos y no una coronación histórica del "anexionismo" norteamericano. La política de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe, durante la guerra fría, seguía reglas claras, que iban desde la ortodoxia macarthysta y la complicidad con dictaduras militares hasta la colaboración con gobiernos de la izquierda democrática. El segundo gobierno revolucionario cubano, que emerge de las remociones ministeriales de noviembre del 59, eligió, racional e ideológicamente, no contrarrestar o equilibrar esa política, como habían intentado Perón, Vargas o Cárdenas, sino confrontarla, aliándose con el rival de Estados Unidos en la guerra fría.

Si esa elección se oculta en el análisis histórico, entonces se reproduce el mito del pequeño país caribeño, víctima permanente del imperio vecino. Ese mito, además de colonial, es teleológico y ahistórico, ya que atribuye a ambos actores, Estados Unidos y Cuba, una identidad inmutable, siempre dada, que prefigura un mismo patrón de comportamiento. Hay cuestiones básicas, como la soberanía o la democracia, que siempre serán prioritarias para ambos países, pero la manera de entender esos conceptos no ha sido siempre la misma en la historia de Estados Unidos ni en la historia de Cuba. Esas historias, contrario a lo que supone el relato oficial, no han sido continuas ni homogéneas.

Los tres componentes básicos del conflicto bilateral no son eternos sino que están ligados al contexto histórico de la guerra fría: 1) la obstrucción del comercio entre ambos países por la estatalización de la economía de la isla y el embargo decretado por Washington el 19 de octubre de 1960, cuando Cuba ya estaba comercialmente vinculada al bloque soviético y a China; 2) la confrontación ideológica y política, provocada por la creación de un régimen de partido único, que encarcela y ejecuta opositores y que genera un numeroso exilio hacia Estados Unidos; y 3) la tensión militar generada por la alianza con la URSS, la oposición violenta del exilio, la CIA y la Casa Blanca y el respaldo de Cuba a las izquierdas también violentas de América Latina y el Tercer Mundo.

De esos tres elementos, sólo el último ha quedado plenamente descontinuado después de la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS. La guerra fría terminó en 1992, pero la única manifestación clara de esa nueva era, en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, es la ausencia de oposición violenta, la pacificación de las izquierdas latinoamericanas y el reconocimiento, por parte del Pentágono, de que Cuba no representa una amenaza a la seguridad de Estados Unidos. Los otros dos puntos originarios del conflicto siguen vivos: la economía cubana está en manos del Estado y la política de la isla sigue siendo totalitaria, es decir, de partido único. Esto último no es un "juicio de valor anticubano", como dice la cancillería insular, sino la definición de un régimen.

La superación de cualquier diferendo en las relaciones internacionales implica una transacción entre las partes involucradas. La diplomacia, como escribieran Maquiavelo, Metternich, Bismarck y Kissinger, no es una rama de la moral o del derecho, sino un arte de lo posible. Aunque ambos gobiernos articulen una retórica principista, en la que ninguno de los dos cede nada y demanda la reparación de una ofensa histórica de parte del otro, Estados Unidos y Cuba tendrán que normalizar sus relaciones bilaterales en los próximos años. Qué gobierno de cada país lo hará y cómo o qué intercambio de ventajas comparativas entre uno y otro se establecerá en dicho arreglo son asuntos del futuro que no podemos cronometrar a golpe de buenos deseos.

Para el gobierno cubano, cualquiera que este sea, será siempre una prioridad que Estados Unidos respete la soberanía de la isla, aunque las formas de entender esa soberanía cambien. Para el gobierno de Estados Unidos, cualquiera que este sea, será siempre una prioridad que en Cuba existan libertades económicas y políticas, aunque el concepto de libertad también cambie. La tensión entre ambos países, como han reconocido los mejores estudiosos del tema, tiene que ver con los dilemas de la democracia y la soberanía en América Latina. Lo que sí se puede vaticinar, sin riesgo de poses oraculares, es que una democracia soberana en Cuba será el desenlace final de esa negociación inútilmente postergada desde 1992.

Una democracia soberana es una construcción política autónoma y no el resultado de presiones o persuasiones diplomáticas. Pero, dado el carácter constitutivo que ha tenido el diferendo entre Estados Unidos y la isla, en la política cubana del último medio siglo, es posible imaginar que ese compromiso entre la principal demanda de la Habana —soberanía— y la principal demanda de Washington —democracia— tratará de abrirse paso. Así como el origen de la confrontación entre Estados Unidos y Cuba estuvo ligado a la formación del totalitarismo, el fin de esa confrontación tendrá que ver con un cambio de régimen en la isla.

La realpolitik impondrá, seguramente, un ritmo lento a cualquier negociación entre Washington y La Habana. Muchos actores, dentro y fuera de la isla, presionarán para que el entendimiento se acelere o se detenga a favor de unos u otros intereses. Aún cuando se logre un, por ahora, improbable consenso legislativo en pos del levantamiento del embargo o se alcance un también improbable consenso a favor de reformas en la isla, la distensión tomará tiempo. Pero, al final, una normalización plena de las relaciones entre ambos países, vendrá acompañada de la liberalización de la economía y la democratización de la política cubanas. Sobre eso hay pocas dudas en la Habana y en Washington.

-Debate sobre el tema en 'Foreing Policy'


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