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Ventana del lector

101 años de Espera

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Cuando miro las cosas que pasan en Cuba, me hacen pensar que estoy leyendo un cuento al estilo de García Márquez. No sé si usted coincidirá conmigo, pero seguir el diario ajetreo de la Isla y sabiendo de la amistad que el escritor mantiene con la Habana, a veces me hace sospechar que once millones de personas fueran las víctimas de un complot secreto, entre el afamado escritor y su amigo cubano. Dicho por demás, que siendo él un incansable buscador de exageraciones y anécdotas picarescas para enriquecer sus cuentos, encontraría amplio material en las arbitrariedades propias de un gobierno, que ha quedado para inventar malabares, mientras la vida le encuentre novelesca solución a su problema histórico.

Imaginen lo que Gabo escribiría sobre una isla perdida en el tiempo, de ciudades rancias con casas prehistóricas, desplomándose en granitos como en un reloj de arena. De edificios mutilados por la guerra de los años, sostenidos en el aire por la esperanza de sus inquilinos. De la sabiduría popular que supo cómo infiltrar puercos, gallos, gallinas y conejos ilegales en los baños de sus apartamentos, desde que la carne era un pecado y la electricidad tenía baches regulares, que descongelaba hasta el refrigerador más obstinado. De gente con hambre y economía en ruinas mientras la hierba inunda a su gusto los campos de cosecha, no sólo porque lucían más verdes y naturales, sino porque además aquella solución era menos problemática que todos los inconvenientes que traerían con sus caprichos, los que hacen fortuna a través de su trabajo. El poder económico es también poder político, le aconsejaría al presidente uno de sus asesores antes de perder la voz. Desde entonces, resistir el hambre era considerado una virtud de los humildes, mucho más desde que un imperio rojo y lejano había desaparecido irresponsablemente y sin aviso, rompiendo lazos indestructibles y privando al pueblo del pollo de los domingos. La comida sin embargo no estaba perdida, llegaba ahora a diario en barcos que venían de todas partes, comprada con dinero que el mismísimo presidente pedía prestado a otros capullos, con promesas sin esperanzas, incumplibles e impagables. Los tomates, que por empeño terminaban en germinar silvestres entre los matorrales y bajo un sol incandescente, se destinaban solamente a los animales, porque los importados eran más grandes, más bonitos y venían con etiquetas de colores. De esto, Gabo haría magia con sus palabras.

El libro tendría que hablar sin dudas de la rareza exótica de aquel lugar, donde compartían como iguales, enemigos infranqueables como colonialismo, capitalismo, socialismo y comunismo. Todos mezclados y decidiendo dentro de un mismo pedazo de tierra, generando un revoltijo de confusión impredecible sobre un camino igualmente incierto. El futuro del país lo decidían cada año los caracoles ideológicos de un babalao. Predicción que el Presidente esperaba con impaciencia antes de planear como robarse las próximas elecciones, no fuera a ser que en un descuido imperdonable se las robaran los cubanos de Miami. No faltaría además la nota de nuevos patriotas, que próximos a pudrirse en la cárcel, fueron desterrados a tierras lejanas para que no se les ocurriera alquilar un yate y regresar de improvisto a su país en una noche de tormenta. Tendría también que aparecer el cura, que canceló su última cena para resucitar conveniente y ayudar en el bochorno del destierro. Y un psicólogo valiente, decidido a no cenar hasta que el bochorno quedara resuelto.

Si el complot existiera, tendría Gabo de todo para armar su trama. Desde personajes honestos y bien intencionados hasta penúltimas y macabras armas nucleares. Malos sin escrúpulos, enamorados de corazón, disidentes convencidos y bravas mujeres de coraje difícil. Secretos, conspiraciones, tiros, emigrantes ilegales y hasta sexo de todo tipo y de todas las tendencias. Un verdadero oeste en la tele nocturna de un sábado con clasificación de camello. Paraíso para un narrador que sabe sacar buen provecho de lo que la vida le pasea delante de sus ojos.

Por supuesto que ni soy ni me creo un escritor, así que la injusta comparación no vendría de ninguna manera al caso. Si traigo a mis textos a mi admirado Gabo, de quien, además, no creo haberme saltado ningún de sus libros, es para imaginarlo con su talento, envuelto en las delicias de un complot secreto. Ayudado por el poder de su gran amigo verdeolivo, poniendo juntas las piezas irresistibles de una realidad imposible, que terminarían en la historia de un Macondo menos poético pero más tropical. El libro final que resulte de tal complot, si depende de la salud de su amigo, podría incluso llegar a llamarse 101 años de Espera.


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