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Mora, Castro, Padilla

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De la carta que Alberto Mora escribió a Fidel Castro tras la detención de Heberto Padilla

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Para empezar, permíteme recurrir a una cita del imaginario nacional: un país no se gobierna como un cuartel. Por medio de esta solicito mi prisión inmediata, tras conocer del encarcelamiento de Heberto Padilla, ya que debes saber que pienso igual que él y por lo tanto no hay razones para que yo permanezca libre estando él en prisión.

Si omito las comillas es porque cito de memoria, más allá de treinta años de leer las tres cartas que Alberto le hizo llegar a Fidel Castro y antes de que las copias en poder de Sara y mío desaparecieran arruinadas por el agua, luego de permanecer escondidas en un baño de nuestro apartamento, sin saber que una filtración desconocida estaba destruyéndolas a diario.

Las cartas existen y quizá sean publicadas un día. Al menos la primera —la más valiente—, escrita por Alberto cuando supo de la detención de Padilla. Entregada a Raúl Roa —para que se la hiciera llegar a Fidel— la noche en que se celebró el homenaje casi póstumo a Valdés Rodríguez. Aquella función en que tres temerosos funcionarios del ICAIC dudaban si abandonar la sala —y evitar el “dispararse a Potemkin”— por miedo a la presencia de Alfredo Guevara en el local.

Días después de la entrega de la primera carta, dos policías se presentaron en el apartamento de Alberto, en el segundo piso de un edificio frente a la embajada mexicana, en Miramar. Eran alrededor de las siete de la mañana, y un policía dijo que había una denuncia de tránsito. La noche anterior había ocurrido un accidente y un vehículo se había dado a la fuga, aunque un testigo había logrado cogerle el número de la chapa. El número correspondía con el vehículo registrado a nombre de Alberto Mora. Se trataba de una simple formalidad, pero para solucionar el problema el “compañero Mora” debía acompañarlos a la estación. Al bajar la escalera, Alberto fue detenido por varios agentes de la seguridad del Estado y trasladado a Villa Marista.

Luego de permanecer por varias horas en una celda, lo llevaron frente a un interrogador.

—¿Esta es la repuesta de Fidel a mi carta? —le dijo Alberto.

—¿Usted le escribió al Comandante en Jefe? —respondió el agente y abandonó la habitación. Mora fue trasladado de nuevo a la celda.

Fidel llegó en la madrugada y él y Alberto estuvieron hablando varias horas.

Alberto trató de llevar la discusión a un plano teórico. Argumentó que era hora de que la revolución abandonara los métodos de la política tradicional e intentara otros medios: “la política de la no política”. La idea lo obsesionaba por entonces y era su justificación final para salvar su confianza perdida en un régimen represivo. Por un tiempo se justificaba en una revolución la aplicación de los medios políticos tradicionales, pero llegaba un momento en que esta tenía que abrazar un ideal ético —que se fundamentara en la confrontación de ideas y la crítica abierta—, porque de lo contrario Cuba caería en la misma situación que el resto del mundo socialista, donde los ideales originales habían sido sustituidos por un mecanismo estatal represivo sin legitimidad alguna, sustentado sólo en la fuerza y en que la doble moral, la burocracia y el oportunismo impedían el avance.

Fidel se limitó a repetir el discurso de “plaza sitiada”. La existencia del imperialismo yanqui, el bloqueo y los ataques contrarrevolucionarios hacían necesario el posponer el ejercicio de la libertad para el futuro. De momento, la única posibilidad era resistir. Y para poder resistir, era inevitable apelar a la represión.

La conversación abarcó el trabajo de Alberto en la Universidad, que Fidel alabó, pero sin dejar de señalar que la revolución necesitaba de alguien como él —capaz de movilizar al estudiantado universitario, de crear en tan poco tiempo un movimiento cultural y de hacer con los recursos mínimos una revista tan valiosa— en tareas más importantes.

Alberto insistió en permanecer en la Universidad, en ser destinado al menos a algún trabajo cultural, pero Fidel le hizo ver que tenía otros planes.

De momento —y durante los próximos meses— la labor de Alberto sería realizar un recorrido por todo el país, al cabo del cual le rendiría un informe a Fidel, en que señalaría las deficiencias y logros encontrados, así como cualquier sugerencia para superar los errores.

El recorrido tenía además un fin educativo. Alberto vería lo mucho que la Revolución había logrado avanzar en la mejora de las condiciones de vida de los cubanos y el desarrollo nacional. Comprobaría con sus propios ojos que las conquistas sociales, educativas, culturales y económicas superaban con creces cualquier reproche sobre la falta de libertades individuales.

Durante esta larga conversación, Fidel tuvo tiempo para intentar mostrar su “lado humano” en dos momentos singulares. Uno al preguntar por la procedencia del papel en que se imprimía la revista —“¿Y cómo consigues un papel tan bueno? En muchos casos, nosotros necesitamos un papel así y no lo tenemos”— y el otro al recordarle que —antes de morir— la madre de Alberto lo había llamado para pedirle que velara por su hijo. Fidel le aseguró que siempre cumpliría con aquella promesa, hecha a una madre en su lecho de muerte.

Escrito el miércoles 26 de noviembre de 2008, a las 9:58 PM. El texto es un capítulo del libro inédito «Arte 7» o una historia de cine en Cuba.


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