Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Playa Girón, Bahía de Cochinos

A cincuenta años de Playa Girón

Una visión del año 61 desde el 2011

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La nostalgia de la patria ausente siempre está conmigo. Pero en vísperas de Girón la misma se acrecienta. La memoria de los hechos de la epopeya y de los hombres que participaron en ella por momentos se apodera de mí totalmente. Parece que todo lo ocurrido hace cincuenta años en realidad hubiese transcurrido ayer y me vienen a la mente con una nitidez sorprendente uno tras otro mil detalles de aquellos días.

Recuerdo el ataque de la aviación enemiga y los destrozos que nos causó, la sensación de alegría que sentimos cuando en horas del mediodía llegaron a la base el capitán Álvaro Prendes y el teniente Douglas Rudd, mis dudas de si con escasas horas de vuelo en aviones de combate los pilotos bisoños pudiéramos estar a la altura del momento crucial que nos esperaba.

Me acuerdo de cómo me corría la adrenalina por el cuerpo cuando despegaba de la pista de San Antonio de los Baños en la primera misión hacia un frente de batalla incierto y de cómo los pilotos nos vigilábamos mutuamente y nos robábamos los aviones para ir a jugarnos la vida.

Vienen a la mente las continuas misiones de combate sin descanso alguno, los buques hundidos, los aviones derribados, el orgullo que sentíamos al ver la bandera cubana de nuestras fuerzas desplegadas en el campo de batalla y los saludos de nuestros combatientes cuando divisaban a nuestros aviones y las muestras de júbilo que mostraban cuando nos veían abatir a un aparato enemigo.

Recuerdo el dolor y el llanto que sentíamos por la pérdida en combate de nuestros compañeros pilotos y la alegría que experimentábamos cuando veíamos a aviadores de combate regresar ilesos a la base. Y también como ya casi al final de la batalla tuvimos todos la certeza de que moriríamos combatiendo a la aviación norteamericana que volaba sobre nosotros en círculo, observando los pormenores del combate.

Y, por último, recuerdo un sentimiento extraño e indescriptible de la alegría por la victoria, combinada con un intenso dolor y el deseo de llorar por las valiosas vidas humanas que nos había costado y por la ausencia de los caídos que no podían compartir ese momento con los sobrevivientes de los combates.

Me imagino que cada participante de Girón, de los dos bandos en pugna, tiene sus recuerdos personales de esta batalla. Estos son los míos. Fueron momentos inolvidables de intenso dramatismo, de heroísmo, de compañerismo y de peligros y sacrificios compartidos que permanecerán grabados en mi memoria hasta el último día de mi vida.

En momentos posteriores he llegado a pensar que hubiese sido preferible morir como un mártir más en Girón y no sobrevivir a la victoria. He llegado incluso a envidiarles a los mártires de mi bando en esa epopeya el hecho que murieron sin albergar duda alguna sobre la justicia de su causa, la honestidad de sus dirigentes y el futuro de la patria.

Debido a este estado de ánimo, en ocasiones he sufrido de una pesadilla recurrente en la que me encuentro rodeado por mis compañeros de lucha ya caídos, quienes me piden que les cuente lo que acontece en esa patria por cuya felicidad entregaron sus vidas.

Llegado a este punto no encuentro palabras para contestarles y siempre me despierto sobresaltado y con sudores fríos, pues no me siento capaz de mentirles ni tampoco de desengañarlos y decirles que perdieron sus vidas en vano, que sus sacrificios no sirvieron para proporcionarle la ansiada felicidad a su pueblo, que Cuba enfrenta los mismos problemas políticos, económicos y sociales que en 1958.

Me despertaba porque me sentía incapaz de encontrar las palabras adecuadas para explicarle a esos mártires de Girón que ese dirigente respetado y querido cuyo nombre escribió con su sangre sobre una puerta un miliciano moribundo no había sido más que un demagogo talentoso que aprovechó la agresión de Girón para convencer al pueblo cubano que le entregara el poder absoluto con el pretexto de poder defenderlo contra sus enemigos externos e internos.

Cómo podría confesarle a esos héroes de la patria que ese falso profeta, ese dirigente carismático se burló de ellos y de nosotros. Cómo podría decirle a esos compañeros de lucha que el verdadero objetivo de Fidel Castro nunca fue lograr la felicidad del pueblo sino adueñarse del poder absoluto sobre sus compatriotas, disfrutar del mismo y mantenerlo a cualquier precio hasta el final de su vida.

Cómo hacerles comprender a los caídos que era falso el pretexto que utilizó Fidel Castro para justificar la concentración de todos los poderes en sus propias manos y que dicha concentración —según él— era necesaria para evitar un retorno al supuesto infierno existente en Cuba antes de que triunfara el proceso revolucionario y permitirle al pueblo cubano, bajo la dirección de Fidel Castro, construir un paraíso terrenal en la Isla y asegurar su felicidad y prosperidad.

Me despertaba sobresaltado, porque comprendía en mi subconsciente que era mejor dejar a los muertos gloriosos descansar tranquilos eternamente en la paz de sus sepulcros.

Pero esta solución de las pesadillas, de despertarse y evadir así las situaciones incomodas no existe en el mundo real. Los pueblos pueden aparentar estar dormidos bajo el efecto de la propaganda y de la represión, pero llega un momento que se despiertan y, lejos de evadirla, se ven forzados a enfrentarse con la realidad.

Y ¿cuál es la realidad que confronta el pueblo cubano a cincuenta años de la batalla de Girón? No es necesario decirlo. Los cubanos, gobernantes y gobernados les basta solo mirar a su alrededor, contemplar sus ciudades y pueblos, mirar en silencio las ruinas de los campos desolados, palpar la degradación moral de la sociedad y observar profundamente las miradas de sus hijos que tantos pensamientos ocultan.

He escuchado a Raúl Castro decir que se está al borde del precipicio. Otros aseguran que el tiempo se acaba para una dirigencia compuesta en su mayoría por hombres de la tercera edad. Yo personalmente creo que todavía se está a tiempo de corregir el rumbo y salvar el país. No puede ser que la experiencia del bautismo de fuego a bordo de un T-33 extienda su efecto embriagador a medio siglo de distancia, porque si hubo una batalla desigual, fue aquella, y pusimos la decisión final a nuestro favor.


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