Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Política

A la espera de un futuro mejor

Sólo la Cuba oficial celebra y se maravilla por las décadas transcurridas desde el primero de enero de 1959.

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Hace cincuenta años los cubanos se regocijaron con la caída de Fulgencio Batista. Hoy la alegría no es la emoción que predomina. Otros sentimientos —la apatía, la ira, la desesperación y el amargo resentimiento— están en nuestros corazones. La pérdida y la tristeza (por las vidas perdidas, las familias separadas, la fe rota del pueblo) son sobrecogedoras. Sólo la Cuba oficial celebra y se maravilla por las décadas transcurridas desde ese, tan lejano ya, primero de enero.

 

La razón para que Cuba hiciera una revolución en 1959 es una interrogante que perdura. Aunque no era inevitable, la revolución fue posible por nuestra historia. La soberanía nacional, la justicia social y la democracia habían sido aspiraciones cubanas desde el siglo XIX. Entre los años 1902 y 1959, la República gozó de ellas en forma desigual, lo que no es nada sorprendente porque casi nunca el progreso es nítido o terso.

 

La Enmienda Platt (1901-1934), que permitía la intervención de Estados Unidos para asegurar el orden, limitaba la primera república. Después de la Guerra Hispano-Cubana-Americana, Estados Unidos ocupó Cuba y luego impuso la enmienda como una condición para su retirada. La Asamblea Constituyente, en un gesto adecuado de pragmatismo, la aceptó.

 

El 20 de mayo de 1902, los cubanos, alborozados, dieron la bienvenida a su independencia. Tomás Estrada Palma, nuestro primer presidente, había vivido en el exilio, en Estados Unidos, por tres décadas. Regresó para realizar un recorrido desde Gibara —de donde había sido expulsado por los españoles por sus actividades patrióticas— hasta La Habana. Por todas partes el pueblo se aglomeraba, con flores en las manos y gritos ensordecedores de "¡Viva!" para recibirlo. Hasta 1959 no se emocionarían los cubanos de igual manera.

 

Abismo entre las áreas rurales y urbanas

 

En la década de los años cincuenta, Cuba ocupaba uno de los lugares cimeros en América Latina en indicadores per cápita tales como alfabetización, urbanización, graduados universitarios, esperanza de vida y mortalidad infantil. Éramos más modernos, aunque no de manera uniforme. De hecho, el progreso resaltaba más la desigualdad creciente: muy pronunciada entre La Habana y el resto de la Isla, y entre las zonas urbanas y las rurales.

 

El empleo y la industria azucarera estaban en el centro de la economía cubana. El desempleo promediaba un 16% al año, aunque menos del 70% de la fuerza laboral trabajaba a tiempo completo. Ya el azúcar no sostenía el crecimiento y la diversificación económica mediante la industria se realizaba con lentitud y, fundamentalmente, en los alrededores de La Habana. El azúcar todavía representaba un tercio del sector industrial, más de la mitad del agrícola y un cuarto de la fuerza laboral.

 

Así, la creación de empleos y un crecimiento económico mayor necesitaban de la diversificación. Un solo indicador —tonelaje de azúcar per cápita— marcaba la problemática cubana. Desde una tonelada per cápita que se lograra a mediados de la década de los años veinte, la producción de azúcar había descendido a 0,86 per cápita en los años cincuenta. Un informe del Banco Nacional razonaba con elocuencia: "Si no damos a nuestra economía una estructura y orientación que permitan una distribución equitativa y adecuada de los medios de vida, días muy aciagos nos esperan".

 

Pero la economía no hundió a la vieja Cuba. Fue la política. En 1933, los cubanos se rebelaron contra la dictadura de Machado y contra Estados Unidos. Durante años, la Isla se agitó con las revueltas sociales y la represión política. En 1940, la clase política se unió para elaborar una nueva constitución que ensalzara las libertades civiles y la justicia social. Batista, quien había surgido en medio de la convulsión, fue elegido legalmente como presidente de Cuba.

 

Desde 1940 hasta 1952, Cuba fue una democracia de avanzada en una América Latina abrumada por las dictaduras. Los cubanos disfrutaron de mayores libertades que las que habían conocido hasta entonces y, por supuesto, después. Sin embargo, no todo andaba bien. Los políticos no rompían con sus hábitos corruptos, que pronto desilusionaron a la ciudadanía. En La Habana, especialmente, los grupos de acción luchaban entre sí para lograr influencia y prebendas.

 

El 10 de marzo de 1952, el golpe de Estado de Batista contribuyó decididamente a la desilusión del electorado. Al principio, la oposición confió en la posibilidad de sostener negociaciones para restaurar la Constitución de 1940 y convocar a nuevas elecciones. En 1955, fugazmente, pareció posible esa solución, pero Batista no negoció en serio y la oposición abandonó la estrategia de la resistencia cívica, que pudiera haberle forzado la mano a una salida negociada. La tesis de Fidel Castro —que sólo las balas y no los votos podrían derrocar la dictadura— ganó la partida.

 

Después de 1959, la revolución deslumbró al pueblo cubano. Aun después de tornarse dictatorial, la mayoría de los cubanos confiaba en un futuro mejor. Los opositores fueron llevados al paredón, sufrieron largas condenas de prisión, se marcharon al exilio o se vieron forzados al silencio.

 

Cuba tiene ahora una oposición nacional que confía en las vías pacíficas. Los exiliados también han renunciado a la violencia. Por su parte, sin embargo, la Cuba oficial depende de la represión para mantener el statu quo. Pero, más adelante, pudieran surgir oportunidades para un diálogo significativo que no debieran despreciarse. Si así fuera, ojalá que respondamos habiendo aprendido la lección que la política ejercida a plenitud es el único camino para que, por fin, Cuba ande por buen camino.


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