Alejandro Castro Espín, Raúl Castro
Alejandro Castro: construyendo el clan familiar
Lo que nos ofrece Alejandro Castro es la misma retórica gastada y defensiva de una clase política monocorde y poco imaginativa
La semana pasada Alejandro Castro Espín, único hijo varón del General/Presidente y coordinador de sus servicios de inteligencia y contrainteligencia, fue noticia. No lo es con frecuencia. Al menos no con la frecuencia de su hermana Mariela, quien entre marchas gays, inocencias políticas y sonrisas fáciles, siempre tiene la prensa a su favor.
Alejandro es más discreto. Pero tan o más relevante que su fotogénica hermana. En realidad todos son relevantes, yerno López Callejas incluido, pues ellos conforman lo que será en el futuro un poder fáctico: el clan familiar Castro. Un fenómeno sociológico que hubiera sido impensable con Fidel Castro, quien nunca tuvo sentido de lo que es una familia, pero si con su hermano Raúl, quien tiene fama de hombre apegado a su descendencia, que adora hijos y nietos, y de paso los emplea.
El clan Castro es un dato de la política cubana y lo va a seguir siendo. Si se consigue una transición hacia la democracia, ellos serán un componente del sistema político, posiblemente afincado en algún partido nacionalista de derecha y con una buena base económica. Si no se consigue la transición, seguirán siendo crudamente el poder.
Y obviamente la descendencia ha aprovechado esta suerte de haber nacido en cunas verde oliva.
Mientras Mariela se proyecta como la relacionista pública del clan y López Callejas saca cuentas, Alejandro prepara su futuro tratando de pulir una faceta de intelectual mediante algunos artículos y promoviendo un libro cuyo título siempre me recuerda la saga interminable de la Guerra de las Galaxias: El Imperio del Terror. Ahora, con fuertes apoyos —sea de la embajada o de algunos nostálgicos—, ha presentado en Moscú su libro traducido al ruso y ha dado una conferencia de prensa, tras lo cual, dícese, se reunió con un selecto grupo de empresarios moscovitas deseosos de invertir en la otrora Isla de la Libertad.
Leí algunos pedazos del libro hace un par de años, cuando me lo enseñó un buen amigo dominicano de los que aún cultivan el mito revolucionario, y me pareció algo con tanta densidad intelectual como una película de Chuck Norris. Y por eso no me sentí nunca motivado a leerlo. Y confieso que si hubiera estado tentado a hacerlo, después de oír la entrevista concedida por el heredero a un periodista en Moscú, hubiera desistido en el acto.
No se trata de que Alejandro Castro (AC) diga cosas diferentes a las que yo pienso. Es lógico que así sea pues estamos en dos antípodas políticas: él en el poder manejando la cosa pública, y yo desterrado escribiendo artículos en CUBAENCUENTRO. El problema es que lo que nos ofrece AC en su presentación es la misma retórica gastada y defensiva de una clase política monocorde y poco imaginativa, aderezada con algunos disparates compatibles con esa intención castrista de colocar al mundo contemporáneo en la coctelera binaria.
Me sorprende, por ejemplo, que una persona que supuestamente debe mostrar al mundo la renovación post-fidelista, siga arrastrando la cantaleta de que nada ha cambiado en los últimos 50 años, pues todo es —y aquí resalto una palabra que repite hasta el cansancio— “esencialmente” lo mismo. Es decir que para este supuesto investigador social cubano (tal y como lo presentó la amistosa revista rusa) Kennedy y Carter son lo mismo que Reagan y los Bush, de igual manera que “esencialmente” los activistas del Tea Party son lo mismo que los liberales novoingleses. O que Obama es lo mismo que Romney. Todo lo cual no permite explicarme por qué Clinton no bombardeó La Habana en marzo de 1996, lo que con seguridad hubiera hecho el disléxico que le sucedió en la Casa Blanca.
No menos asombroso es que, con el desenfado que solo se permite la ignorancia y tolera un periodista obligado a no hacerle daño, según AC las revueltas populares en Libia estuvieron ligadas a las políticas del FMI y el BM, que terminaron desestabilizando a un gobierno legítimo y democrático. Pues hay democracia —dice más seguro de sí que Rambo machacando vietnamitas— cuando se cumplen las normas que los pueblos aceptan, de lo cual, supongo, el gobierno de Khadafi, con su libro verde y sus amazonas guerreras, fue un ejemplo durante muchos años. Como el cubano en el último medio siglo.
Ningún lector se sorprenderá —y algunos iluminados me llenarán de feos epítetos— cuando afirmo que soy absolutamente antiembargo/bloqueo, que estoy en contra de cualquier intento de Estados Unidos para actuar como actor interno de la política cubana y que me ofuscan los jingoísmos baratos de las facciones fundamentalistas de los emigrados.
Pero creo que nadie se sorprenderá cuando digo que es inaceptable que el Gobierno cubano siga justificando sus acciones contra la población cubana alegando motivaciones antiimperialistas y patrióticas.
En nombre de ese antiimperialismo, se ha desterrado a dos millones de personas, y a expensas de la misma invocación se ha reprimido y fusilado. Los cubanos no pueden expresar libremente sus opiniones por el mismo pretexto, ni organizarse políticamente, ni ejercer autonomía social alguna más allá de breves espacios íntimos. La pena de muerte sigue en pie porque somos un bastión soberano. Y ahora resulta que nuestros profesionales no podrán viajar libremente porque el imperialismo practica el robo de cerebros. Y varios miles de cubanos murieron en África —y varios miles de padres perdieron sus hijos, de mujeres quedaron viudas y niños quedaron huérfanos— porque nos convertimos en punta de lanza contra el imperialismo librando guerras en beneficio de élites corruptas y despiadadas.
Como Dios —en aquella escena inolvidable que nos regaló Saramago sobre el mar de Galilea— los dirigentes cubanos no pueden vivir sin su diablo, es decir sin el bloqueo, sin las injerencias, sin los exiliados maximalistas y sin cuanto incidente bilateral pueda ser convertido en argumento para justificar la represión y la incapacidad.
Y eso lo sabe perfectamente Alejandro Castro. Y por eso todo su discurso es el mismo que busca justificar la aplicación a la política interna cubana de un criterio de fortaleza sitiada, en que cada disidente es un traidor.
Y que sigue sirviendo de leitmotiv no solo para represión y la coacción social que sufre la sociedad cubana, sino también para los apoyos desconsiderados y anticubanos de una parte de los círculos liberales y de izquierda a nivel internacional.
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