Navidades, Nochebuena, Cambios
Aquellas Navidades que nos robaron
¿Se le debería perdonar ese crimen a Fidel Castro?
Era 1969, “Año del Esfuerzo Decisivo”. El 2 de enero, el Amargado en Jefe dijo a los cubanos que de Navidades nada. Ni Nochebuena. Ni Año Nuevo. Ni Día de Reyes. Nada que les alegrara. Nada.
Le molestaba que los cubanos pudieran sentirse felices en esas fechas, siendo él, a fin de cuentas, un infeliz. Amargado, frustrado, acomplejado. Petimetre con delirio de grandeza. Napoleón de pacotilla. Alejandro de bolsillo.
Creyéndose Dios, eliminó el 6 de enero como Día de Los Reyes Magos porque para los niños cubanos la felicidad había nacido el 26 de julio. Un día de fracaso total y absoluto para quienes asaltaron el Cuartel Moncada, y de bochornosa cobardía para su cabecilla, incapaz de entrar al campamento militar o mostrar valor al ser capturado sin disparar un solo tiro mientras huía en las inmediaciones de la Sierra Maestra.
Prohibió las fiestas no solamente por megalomanía, sino porque después de su delirante “Ofensiva Revolucionaria” en 1968 el régimen no podía garantizar a los niños cubanos, una vez al año, ni siquiera un juguete “básico”, uno “adicional” y uno “dirigido”, todos de mala calidad, que era a lo que podían aspirar los niños en la Isla desde que el “socialismo científico” determinaba la comida que cada cubano comería, la ropa que vestiría o los juguetes que cada niño recibiría una vez al año.
¿”Fidelito” Castro Díaz-Balart o los cinco hijos del Aberrado en Jefe con Dalia Soto del Valle tendrían también que limitarse a esos tres juguetes una vez al año, o disfrutaron privilegios que no tuvieron nunca los niños cubanos de a pie?
Las fiestas navideñas en Cuba nunca tuvieron, ni antes de Fidel Castro, ni con él, ni tendrán tampoco cuando él y su hermano estén en el infierno, el fervor religioso que se observa en Venezuela, México, Colombia, Perú, Paraguay, Bolivia, y todos los países centro y suramericanos.
Para los cubanos, las fiestas navideñas giraban alrededor de la Nochebuena el 24 de diciembre, y el fin de año, con “lechónasao”, congrí o arroz y frijoles negros, yuca con mojo, ensalada, turrón y dulces. Quienes tenían más posibilidades asaban también guineos o “guanajos” (pavos). A La Misa del Gallo, si se iba, no era a medianoche ni antes de cenar, sino al caer la tarde o en la noche después de cenar, pero tampoco tan tarde como para no poder irse a bailar.
Los más pobres, con menos recursos, si no alcanzaba para cerdo se las ingeniaban para asar un pollo, aunque no hubiera turrón, buñuelos o empanadas: lo importante no era tanto la carne o la yuca como de reunirse en familia y disfrutar juntos y felices, olvidando discordias o enfrentamientos políticos, agravios pasajeros o malentendidos, donde todos se deseaban de corazón lo mejor durante esas fechas y para el año que comenzaría.
¿Qué tenía eso de malo, peligroso, o improcedente? ¿Por qué prohibir a los cubanos celebrar entre familia y amigos los días más alegres del año? El esfuerzo para la zafra de los diez millones fue un pretexto: tras el fracaso, todos supieron que nunca se producirían diez millones de toneladas de azúcar, y muchos pensaron que todo regresaría a “la normalidad” y las fiestas navideñas volverían.
Ingenuidad. No habría diez millones de toneladas de azúcar, pero Fidel Castro no aceptaba cubanos felices. Inventó lo de tradiciones impuestas por los conquistadores y la Iglesia, y la necesidad de enterrar costumbres arcaicas para crear otras revolucionarias.
Absurdo: las tradiciones no se arman o desarman como una maquinaria, pero comenzaron los aduladores a gastar recursos para convencer que era posible lo que pedía el Jefe, aunque lo más “profundo” que se logró con aquella campaña antipopular fue un titulito de “la tradición se rompe, pero cuesta trabajo”.
Pasaron treinta años desde la prohibición, con los cubanos haciendo malabares para celebrar las fiestas que el régimen odiaba, hasta que el Papa Juan Pablo II visitó Cuba y pidió al régimen celebrar la Navidad. Castro cedió a regañadientes, más que todo para formalizar el reconocimiento de una celebración que los cubanos realizaban como pudieran aunque el gobierno pretendiera ignorarlo.
Las extraordinarias limitaciones materiales y económicas en que están sumidos muchos cubanos desde hace años, con salarios que en ocasiones no alcanzan ni para sobrevivir, hacen muy difícil celebrar Nochebuena en Cuba en estos momentos. Pero sea porque algunos tienen ingresos superiores legales, reciben remesas del exterior, “resuelven” como puedan, o por esa fraternidad entre cubanos que a pesar de las dificultades permite compartir algo en tiempos festivos, cada 24 de diciembre, mejor o peor, los cubanos en la Isla demuestran que la Nochebuena no ha muerto, y que no morirá.
En esa cena de Nochebuena, lujosa o humilde, con familiares y amigos reunidos para celebrar, un silencioso pero gigantesco y potente grito a todo el mundo y a nosotros mismos resonará más que nunca:
¡Los cubanos queremos ser felices, y nadie nos podrá quitar ese derecho!
Feliz Navidad a todos los cubanos, dondequiera que estén.
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