Atados de pies y manos
El primer paso para salir del abismo económico y social sería reconocer los derechos de los campesinos.
Aquel 17 de mayo de 1959, en lo que fuera la comandancia de Fidel Castro en La Plata, en la Sierra Maestra, se firmó la primera ley de Reforma Agraria, lo cual significó uno de los primeros ejemplos de egocentrismo caudillista de la naciente revolución.
Sí, porque la ley no se rubricó en Realengo 18, enclave paradigmático de la lucha por los derechos campesinos, o en la finca El Vínculo, donde el líder agrario Niceto Pérez perdió la vida enfrentando la soberbia latifundista, o en Soledad de Mayarí Arriba, en que el Segundo Frente guerrillero, que organizó mucho y combatió poco, promovió la celebración de un congreso campesino en armas.
Con las leyes de reforma agraria (mayo de 1959 y octubre de 1963), la revolución barrió de un plumazo, o mejor dicho, de dos plumazos, el patrimonio económico de las empresas extranjeras hasta ese momento asentadas en la Isla; de los grandes hacendados y ganaderos nacionales, que en su gran mayoría eran modelos de eficiencia y productividad. Las leyes de reforma agraria borraron del mapa económico un eslabón tan importante de la cadena productiva como el colonato. Para realizar el desmontaje de las estructuras socioeconómicas tradicionales del campo cubano, el alto liderazgo no tomó en cuenta, ni siquiera, el aporte y respaldo que muchos propietarios agrícolas hicieron al proyecto revolucionario.
Las leyes de reforma agraria crearon la categoría económica de pequeño agricultor, por demás, única propiedad privada jurídicamente reconocida en la Isla, ente que nació atado de pies y manos por una tupida urdimbre de legislaciones restrictivas que han limitado hasta la saciedad el desenvolvimiento de lo que a pesar de todo ha sido el único sector productivo y eficiente de la agricultura.
Así, el "gobierno revolucionario" —como todavía se hace llamar— se convirtió en el latifundista supremo, acaparando el 85% de la superficie cultivable del país, la economía socialista dio su primer paso hacia un abismo insoluble y el pueblo comenzó su largo vía crucis de penurias y carencias.
El reinado del marabú
De experimentos voluntaristas, descabellados, fallidos, y de subsidios tan abultados como mal gastados, enfermó incurable la economía nacional, al punto que el actual presidente estrenó su mandato lamentando la dependencia exterior que padece la alimentación nacional y el extendido reinado del marabú en los subutilizados campos de la Isla.
El caso es que setenta años después que la Constitución de 1940 legisló contra nuestro principal flagelo económico y refrendó el regreso de la tierra a manos de los que la trabajan, uno se encuentra ante el mismo dilema: el latifundio, ahora estatal e improductivo, que retrasa, y los laboriosos hombres del campo impedidos de hacer un aporte capital a la evolución económica a causa de la indolencia de la élite.
El actual gobierno, según su discurso, parece estar conciente de su propia ineficacia productiva, así como de lo grave que es para el presente y el futuro del país seguir importando más del 80% de los alimentos que se consumen en una nación de reconocidas tradiciones y potencialidades productivas. Sin embargo, lamentablemente, el alto liderazgo de la Isla no parece estar dispuesto a demostrar la audacia y responsabilidad necesarias para renunciar a un monopolio que, en medio siglo, sólo ha servido para controlar la sociedad y destruir el cuerpo económico.
El gobierno acumula todo el poder, la mayor parte de la superficie cultivable, pero también la máxima responsabilidad por una debilidad económica que golpea duro la cotidianidad del ciudadano común y compromete seriamente el futuro de una nación estremecida por las crecientes desigualdades, la corrupción, la violencia y la pérdida de valores, que el monopolio informativo y el interminable discurso acrítico y triunfalista del oficialismo no pueden esconder.
Cada minuto que se pierda para abrir los espacios al libre desenvolvimiento de los ciudadanos y reordenar en positivo las relaciones económicas internas será nefasto para el reto de construir la Cuba de prosperidad y equilibrios soñada por tantos años. Renunciar al latifundio a través de reconocer, por fin, los legítimos derechos de los que trabajan la tierra puede ser el histórico primer paso de un gobierno comprometido con el bienestar de sus ciudadanos y la seguridad nacional, para salir del abismo económico y social que agobia el país.
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