Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Marginalidad, Delincuencia, Educación

Certificado de defunción de la revolución cubana

Cuando lo marginal resulta ser lo cotidiano

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Si falla en la satisfacción de necesidades de la población y en el cultivo de los valores morales y cívicos de los ciudadanos, ¿dónde están los llamados “logros” de esa estafa todavía llamada revolución cubana?

Según las propias palabras de Raúl Castro, los supuestos avances de la economía nacional no se notan todavía en la economía de la familia cubana promedio; la dualidad monetaria —creada por el gobierno— es uno de los obstáculos más importantes para el progreso de la nación; y se nota el acrecentado deterioro de valores morales y cívicos, como la honestidad, la decencia, la vergüenza, el decoro, la honradez y la sensibilidad ante los problemas de los demás. Entonces, ¿qué queda de la revolución cubana?

He dicho siempre, sin hacer alarde ni poner por delante mi título de Doctor en Economía, que la economía real de un país no se mide por las estadísticas, ni por los coeficientes, ni por los índices, ni por las declaraciones oficiales, sino por los platos servidos en la mesa a la hora de la cena, el tiempo necesario para trasladarse de la casa al trabajo, o lo que le cuesta a un ciudadano reparar el techo de su casa.

El precio de una libra de carne, un saco de cemento, o un par de zapatos, comparado con el salario real de un trabajador, dice más que la más sofisticada estadística. Los sesudos responderán que si esto o lo otro. Allá ellos: no necesitan responderme a mí, sino a Raúl Castro, que dijo lo mismo con palabras más edulcoradas.

El Castro menor habla en público con eufemismos, como todo el lenguaje oficial en Cuba, donde no se dice “muchos”, sino “no pocos”, o no se dice “casi siempre”, sino “no pocas veces”, ni se dice “las cosas andan mal”, sino “las cosas no andan todo lo bien que deberían”, pero al menos no oculta tan inmoralmente las realidades. En eso es más claro que su hermano: Fidel Castro ignoraba los problemas, como si al ignorarlos no existieran.

También, con previsión de militar, el general-presidente trata de curarse en salud, y anticipa lo que comentará la prensa mundial sobre sus palabras: “Imagino las noticias en los próximos días de la gran prensa internacional, especializada en denigrar a Cuba y someterla a un frenético escrutinio…”.

No es como dice el general. Nadie necesita especializarse en denigrar a Cuba: basta con citar las pocas realidades que ellos mismos reconocen, las pocas cosas que publica su timorata prensa oficialista, o los pocos análisis de sus mediocres apologistas, para saber que las cosas, como dirían ellos mismos, no avanzan como era de esperar.

Pongo un ejemplo: entre el Partido y la Juventud Comunista en Cuba debe agruparse entre un 14 o un 15 % de la población, más o menos. Estadísticamente hablando, en un ómnibus donde viajen 100 pasajeros, debería haber entre 14 o 15 militantes o aspirantes del Partido y la Juventud. Para no forzar los números, quedemos con la mitad: al menos deben viajar 7 u 8 militantes o aspirantes. Si se producen indisciplinas sociales en una guagua llena, como hacer sonar música escandalosa, gritar palabras obscenas, o evadir el pago del pasaje, y, como dice Raúl Castro, “todo esto sucede ante nuestras narices, sin concitar la repulsa y el enfrentamiento ciudadanos”, hay que preguntarse: ¿Qué hacen los militantes o aspirantes del Partido y la Juventud frente a esas indisciplinas? Y, si ellos, que se supone que son la vanguardia de algo, no se sabe de qué exactamente, no hacen nada, ¿qué deben hacer los ciudadanos “satos”, esos que no son militantes ni aspirantes a nada más que a emigrantes o resignados?

Véanse algunas de las conductas que define Raúl Castro como “antes propias de la marginalidad”, que “han venido incorporándose al actuar de no pocos ciudadanos, con independencia de su nivel educacional o edad”:

  • botar desechos en la vía;
  • hacer necesidades fisiológicas en calles y parques;
  • marcar y afear paredes de edificios o áreas urbanas;
  • ingerir bebidas alcohólicas en lugares públicos inapropiados;
  • conducir vehículos en estado de embriaguez;
  • irrespeto al derecho de los vecinos;
  • criar impunemente cerdos en medio de las ciudades;
  • convivir con el maltrato y destrucción de parques, monumentos, árboles, jardines y áreas verdes;
  • vandalizar telefonía pública, tendido eléctrico y telefónico, alcantarillas y otros elementos de acueductos, señales del tránsito y defensas metálicas de carreteras;
  • evadir pago del pasaje en transporte estatal o apropiárselo trabajadores del sector;
  • tirar piedras a trenes y vehículos, una y otra vez en los mismos lugares;
  • ignorar las más elementales normas de caballerosidad-respeto hacia ancianos, mujeres embarazadas, madres con niños pequeños e impedidos físicos;
  • uniformes escolares transformados al punto de no parecerlo;
  • profesores impartiendo clases incorrectamente vestidos;
  • maestros y familiares que participan en hechos de fraude académico.

Realmente, nada para sentirse orgulloso de “la obra de la revolución”. Pero no pasa nada: los diputados apoyaron unánimemente las palabras del general, y al día siguiente del discurso el periódico “Granma” publicó trece opiniones del “pueblo”, todas apoyando con optimismo lo que se dijo. Y nada más.

¿A dónde fue a parar el hombre nuevo? ¿A dónde fue a parar la “superioridad” del socialismo? ¿A dónde fue a parar el sacrificio y el esfuerzo de tres generaciones de cubanos, desde 1959 hasta hoy?

Todo eso desapareció bajo el peso de los mítines de repudio, la intolerancia, la represión violenta contra quienes piensan diferente, los insultos, los asesinatos de personalidad, o la política de ver a cualquiera que pensara diferente como agente de la CIA, traidor o mercenario. Esas lluvias trajeron estos lodos.

Es fácil ahora culpar a los cubanos de aprovecharse de una supuesta “generosidad” de la revolución. Sin embargo, en cualquier país serio, un gobierno con tal denigrante balance de resultados después de casi siete años de ejercicio, más de seis después de la promesa del “vaso de leche”, de eliminar el marabú, y de declarar la producción de alimentos como asunto de seguridad nacional, lo menos que podría hacer es renunciar y dejar que los ciudadanos elijan a otros que puedan hacerlo mejor.

Hay quienes pueden hacerlo mejor, porque para hacerlo mejor basta con dejar a un lado consignas absurdas, “verdades” que no funcionan, palabrería hueca y promesas vacías: y antes que todo, dejar a un lado el creer, contra toda evidencia, que en Cuba todavía hay una “revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes”.

Hace ya mucho no la había; pero si quedaban dudas, Raúl Castro, sin soluciones para el rosario de problemas que él mismo mencionó, y mucho menos para los que no mencionó —dictadura, represión, deuda externa, familias divididas, intransigencia, crisis permanente, ineptitud y muchos más— acaba de firmar el certificado de defunción de lo que alguna vez pudo haber sido la revolución cubana.

Cuando demostró que ahora en Cuba lo marginal resulta cotidiano.


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