Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Fiesta, Cubanos

Cuba triste

La tristeza es el estado psicológico que muestra la realidad o sensación del vacío desvanecido

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La víspera de 2012, que en sentido cristiano debemos situar en la navidad, develó el rostro inusual de Cuba: el de la tristeza. El 31 de diciembre fue eso: el día del resumen en el que el progreso acumulado de frustraciones, esperanzas rotas y expectativas inciertas llegó algo hastiado a ese convencimiento que un autor posmoderno logró encerrar en esta frase poética: todo lo sólido se desvanece en el aire.

La tristeza es el estado psicológico que muestra la realidad o sensación del vacío desvanecido. Ese espacio etéreo en el que, a pesar de tener los pies puestos sobre la tierra, sentimos el estallido aéreo de los sueños y de aquellos objetos o troncos aparentemente sólidos que sostienen y dan sentido a nuestras vidas. Que esa tristeza aparezca en las caras de los cubanos es síntoma de que aquel vacío está expresando o el fin de una época, o el fin de nuestros propios vacíos o el vacío de nuestros fines: como propósito y objetivo.

Aquella tristeza es rara. Los cubanos somos idiosincráticamente alegres. No porque no nos atrape el desconsuelo en algún tramo del camino, sino porque sabemos ocultarlo, domarlo y enmascararlo hasta destruirlo en medio del jolgorio y el choteo, el escape adánico y hedónico, y la conclusión de la fiesta.

Y el 31 de diciembre es una de esas fases conclusivas en el que nuestra fiesta permanente nos embarga, nos embriaga y nos hace olvidar. Y provoca la epifanía: el momento en el que se revela, de un solo golpe, el ciclo repetido de esperanzas, como en los rituales antiguos de la fertilidad.

Enfatizo lo siguiente: la fiesta es olvido. Si una crítica justa se nos hace a los cubanos es que lo rematamos todo en una fiesta, y de que nunca nos faltan motivos para inventarla. Sin embargo, a menudo no se advierte que, en un sentido fundamental, aquella es casi siempre un modo de olvidar para recuperar, aferrándonos a la vida por su lado más aceptable: el del divertimento.

Si festejar nos parece hoy ese evento alegre para celebrar en reunión un logro o momento positivo, como puede ser el del nacimiento, la fiesta es en realidad ese carnaval humano en el que todo se invierte para confundirse: roles, jerarquías, funciones y temperamentos —en ella siempre pillamos bailando a personas normalmente hieráticas—, y muchas cosas se revelan como sorpresas: el regalo, las parejas ocultas, los amigos desconocidos o las dotes bien disimuladas de nuestros contemporáneos. Y la inversión —en el sentido de virar al revés― es el olvido necesario y momentáneo del tiempo y la realidad pasados más inmediatos. No para negarlos, sino para banalizarlos y humanizarlos de modo que nos suministren nuevas fuerzas. Es como el descanso, antes de continuar, en el que nos despojamos de nuestros ropajes al uso.

Si no se olvida, no hay fiesta. Si no hay fiesta, no se reponen energías ni se balancea el pasado, es decir, no hay paz ni reposos mentales que nos permitan reiniciar el proceso ritual de recrear nuestras vidas. A eso es a lo que llamo el vacío del fin, que no podía concluir esta vez en la fiesta anual del 31 de diciembre. El asunto no es exclusivamente económico, es fundamentalmente espiritual.

¿No hubo fiestas en Cuba? Claro que sí. Se lanzaron, artificialmente, fuegos artificiales. Algunos bebieron, comieron lechón asado, bailaron junto a amigos y familiares y a alguien debe quedarle por ahí cierta resaca. Pero, aun así, aquellos que pudieron, festejaron como cualquier día de goces. La fiesta colectiva de la nación, a través de cada familia del país; esa fiesta no ocurrió este 31 de diciembre.

¿Esta muerte de la fiesta colectiva anticipa de algún modo el fin de nuestros propios vacíos? Probablemente. La literatura de la decadencia, en su tendencia predominante, era y es decadente en sí misma porque no fija a través de la escritura y la reflexión las otras fiestas de ese espíritu que empieza a poblar los cuerpos vaciados. Ese espíritu plural que comienza a llenar y a otorgar nuevos sentidos, poco a poco y con variadas intensidades, al cuerpo social y cultural de la nación. Con sus particulares fiestas.

Pensemos en la pública fiesta religiosa de la Virgen de la Caridad del Cobre; en el Festival Poesía sin Fin; en las lecturas del Club de Escritores; en el Convite anual de Primavera de Cuba; en la Cena de Generación Y, y la presentación de su revista Voces; en los Encuentros de la Revista Convivencia; en la creativa irrupción cultural y de pensamiento de Estado de Sats; en el Coctel Anual de Nuevo País; en los Foros del Comité Ciudadanos por la Integración Racial; en los Premios Tolerancia Plus y en un rico etcétera de apariciones culturales. Si así lo concebimos, podríamos entender la decadencia ―el vacío del fin― como la necesaria quiebra societal que precede al retorno cultural de lo reprimido, de lo marginado y de las tendencias sociales por largo tiempo ocultadas.

Y que cada retorno se renueve en su propia fiesta anuncia la reconstrucción estable del tejido social mediante el rito anual y público de la conversación báquica, el humor desenfadado, la poesía total, la risa de sí mismo, la reconciliación abierta y la música y danza reparadoras ―el fin de nuestros propios vacíos.

El vacío del fin solo es y solo lo entiendo por tanto como el fin de la época revolucionaria, que justo muere como ritual algún tiempo después de morir en los hechos, luego de ser anticipada por la muerte de su espíritu.

Cuando los cubanos no pudieron olvidar/celebrar sus míseros salarios, el puesto de trabajo perdido o a punto de perder, la incapacidad para proveer a sus hijos o padres con el alimento cotidiano, la indigencia multirracial en la tercera edad, la violencia social y policial, la racialización de la miseria, el cinismo de Estado, el hundimiento de los valores humanos o las certidumbres interrumpidas por acontecimientos incontrolables están manifestando el fin de una época en que esas mismas miserias, incapacidades o certidumbres interruptas eran celebradas cada 31 de diciembre como el sacrificio obligado, en medio de las feas herencias revisitadas, antes del reinicio de cada 1ro. de enero.

Y esa continuidad circular no puede repetirse ya más como reparación y restauración de ese orden político a través de una auténtica fiesta de fin de año, captando así ese fin del vacío revolucionario.

Detrás del silencio altamente sospechoso de este 31 de diciembre ―en lo que podría ser interpretado como la huelga de la fiesta en un pueblo supra divertido― puede intuirse el sondeo amargo en el intento de colmar, finalmente, el vacío de nuestros fines. La búsqueda de nuevas metas y objetivos que, tras la recuperación y reparación de las familias, culminen en una nueva fiesta colectivamente gozada un 31 de diciembre. Porque hasta que nuestros vacíos no sean colmados, Cuba seguirá triste.


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