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Intelectuales, Cultura, Revolución

El Asere Ilustrado

Al abrir la sexta década del Siglo XX, los barbudos y melenudos bajados de la Sierra Maestra no lo saben, pero van a imponer un modo hacer y de parecer desconocido en Occidente

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Juan Padrón, quien en la Gloria debe estar haciendo reír hasta los espíritus más sufrientes, solía decir que él solo era un “asere ilustrado”. La frase, contaba, se la había copiado a un Jesús de simple apellido Díaz, y a quien, en cierto carnaval, cerca de La Piragua, pude ver, perga en mano, disfrutando una cerveza agria y aguada como cualquier habanero común. Si la originalidad de la frase se le debe al novelista, cineasta, editor, y gran ser humano que fue Jesús Díaz, estamos ante una definición cuasi filosófica del intelectual cubano de los años sesenta y setenta. Es una generación nacida cuatro lustros antes, y que se asoma, con su juventud y sus ambiciones, a la revolución socialista. Es, al mismo tiempo, hija del proceso, y será su negación; esperable ruptura estética-ideológica de cualquier adolescencia: “semi-niño, asustado, mirando a la gente” (Silvio Dixit).

Al abrir la sexta década del Siglo XX, los barbudos y melenudos bajados de la Sierra Maestra no lo saben, pero van a imponer un modo hacer y de parecer desconocido en Occidente. En su afán de ser diferentes, obligados tal vez por la dureza de la guerrilla, no se bañaban ni se afeitaban, olían a cebolla rancia, pasaban la noche durmiendo en butacas de terciopelo, y ponían las botas enlodadas sobre escritorios de marmolina. No lo sabían y tal vez nunca lo llegaron a comprender: las barbas, las melenas, el olor rancio, el desenfado, en fin, la actitud iconoclasta, servirá de inspiración a movimientos liberales de diverso signo ideológico, desde los jipis norteamericanos hasta los altivos del Mayo Francés y los insurgentes de Tlatelolco 68.

La Revolución cubana del 59 viene con una contradicción dialéctica-cultural muy específica. Hay una elite, no de muy “alta cultura”, como la describiera Jorge Mañach, con excesivos poderes político y económico, y se han ido distanciando de una emergente clase media, instruida, informada, liberal. Nunca antes, en los cuarenta años de república, hubo tantas universidades, colegios, museos, conservatorios, teatros, cines, músicos, artistas plásticos y escritores para formar esa nueva generación de intelectuales y artistas.

Dentro del proceso de liberación por las armas, otra revolución explota con jóvenes en sus veinte primaveras. Muchachos que ven en la Revolución Mayor la posibilidad real de cambios profundos, la democratización de la educación y la cultura; la oportunidad de llevar el saber más allá de las fronteras conocidas. Creen que es posible rebasar la perenne discusión entre elites culturales; definir lo cubano, como no pudo ser en los treinta porque se fue a bolina; exorcizar la republica de generales y doctores de sus guerritas intestinas, ignorancias y cursilerías.

El “alumbramiento cultural” de los sesenta y los setenta nos ofrece un intelectual de nuevo tipo. Uno que debe cambiar el traje por la camisa de miliciano, la estilográfica por la cartilla de alfabetizar y la mocha, los zapatos Amadeo por las botas rusas, la corbata por la mochila para subir los Cinco Picos, la “soledad por la solidaridad”- ¡Ay, Don Alejo, tan lejos de La Habana, tan cerca de Paris! Otros, intelectuales y creadores reconocidos, bien pagados, partieron al exilio, o simplemente se “insiliaron” en un Jardín o una casa en la Calle Trocadero. Los periódicos, los escenarios, las editoriales y las galerías se llenaron de caras frescas, desconocidas, algunas en función de directivos.

En aquellos días de “parto cultural”, muy pocos de ellos avizoraron que el caer las melenas y las barbas de los guerrilleros ellos debían poner las suyas en remojo. Creyeron que filmando una noche de carnaval con obreros embriagados, escribiendo cuentos sobre la guerra civil en el Escambray, cantando “ojalá pase algo que te borre de pronto”, y poetizando el horror del totalitarismo “hacían revolución”. Creyeron ir en el mismo tren, y cuando el Chofer en Jefe desenganchó el vagón —su vagón— los más “listos” se subieron al coche del “intelectual comprometido”.

Debe haber sido muy difícil para quienes tenían criterios propios. Sobrevivir al quinquenio-decenio gris, la parametración y otras formas de silenciamiento fue la meta existencial. Y es que los sobrevivientes —Retamar nunca dijo a quienes estos debían la sobrevida— mostraron una capacidad de adaptación que solo es explicable a partir de tener la “universidad de la calle”, además del Alma Mater. Pasar por “asere”, por “jodedor cubano”, permitió a quienes tenían algo que decir, poder decirlo. El disfraz del choteo, la humildad simulada y la aparente falta de seriedad, ocultaron conocimientos enciclopédicos que hubieran sido, en un ambiente secularizador, señalizaciones inculpatorias. Un traje, una palabra en francés, una fragancia desconocida y ya eran sospechosos rezagos pequeño-burgueses. Años después era curioso visitar La Peña del Ambia, en la UNEAC; allí confluían alcohólicos de sapiencia proverbial, y entre tragos baratos y ambiente sosegado, se oían las historias más truculentas del sicariato cultural.

Hoy van quedando muchos “aseres” y pocos intelectuales. Quizás una de las pocas cosas en las que el Depredador de la Cabaña tuvo razón era que, por definición, los intelectuales no son confiables, revolucionarios fieles. No lo pueden ser porque hay una contradicción semántica: intelectual y “libre pensador” es lo mismo; se alimentan ellos y a los demás, de la duda, la crítica, el humor. El “aserismo” sin ilustración, ese que ha copado hasta la Academia para no hablar del Pasatiempo Nacional, no es otra cosa que el reflejo de una sociedad decadente en lo económico y lo social. Es un proceso irrecuperable, aunque hagan creer al pueblo, zanahoria delante del hocico, que levantando el “bloqueo” los problemas tendrán solución.

El régimen sigue insistiendo que tiene un pueblo culto, bien informado. Sería para reír si no fuera una falacia total. La gente no sabe ni por qué se llama Yuri, Santiago su ciudad, el camarón, ¿a qué sabe? —dormido, solo se sabe que se lo comen los turistas. Recomiendo ver El corto Utopía de Arturo Infante: nada como una comedia del absurdo para explicar algo tan triste. Se extraña esa otra Cuba desaparecida, donde por lo menos aquellos “aseres ilustrados” tenían algo que decir. Entre socarronerías y hasta un poco cinismo, escondían sus frustraciones y talento de los sicarios culturales. Pasar por “aseres” para dejar legados de original intelectualidad.


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