Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Economía

El Estado nunca pierde

Nuevas fórmulas tratan de frenar los altos precios, pero el problema continúa en pie: la producción coquetea con el desastre y el marabú es el rey.

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Al Coco millonario no le gusta que le llamen así. En el juego de las apariencias él es una de sus piezas.

"La gente piensa que tengo un baro de aquí a Hong Kong, pero esa no es la verdad", dice este vendedor de viandas y hortalizas de un puesto estatal. Negro, gordo y rapado, con un iddé en su muñeca derecha, a este "hombre de la calle", como gusta llamarse, las cosas se le están poniendo feas.

El nuevo sistema de comercialización estatal de productos agrícolas pone un tope a los precios y obliga a los vendedores a comprar, en primera instancia, las mercancías de fincas públicas. El resto lo pueden adquirir de envíos desde terrenos privados, que como regla será menor en cantidad.

"Ya no es como antes. La gente se imagina cosas, que te haces rico con este negocio, pero esto da para picadillo de soya y no para bistec", aclara Coco.

Con respecto a los agros privados, los precios topados por las autoridades pueden ser inferiores hasta en un 20 ó 25%, pero no más. Medio kilo de un tubérculo muy consumido, la malanga, cuesta 2,35 pesos, lo que equivale a casi el 0,8% del salario medio mensual. Si se pretende igual cantidad de cebolla, entonces será el 2% de la mensualidad promedio.

Con el nuevo reglamento, los puntos estatales pueden asimilar cualquier volumen, respetando el "privilegio" del Estado a ser el primero. En la mayor de las veces, los productos son de calidad inferior a la oferta de los campesinos privados, pero aún así deberán ser vendidos, de lo contrario no hay contrato.

Guayabas y vendedores exprimidos

Tocado con una gorra de los Yankees, de Nueva York, el equipo más venerado en la Isla por los fanáticos después del local Industriales, Emilio entresaca mustias guayabas del resto lozano de las frutas. Es un lote estatal.

"¿Quién va a comprar esto?", dice molesto y vuelve a las preguntas. "¿Y la merma, quién la paga? Mi bolsillo, mi bolsillo", repite como para conjurar sus detestables obligaciones financieras.

El vendedor está en su derecho de rechazar el envío estatal, pero eso sería declarar la guerra a la burocracia.

"Tienes que llamar por teléfono y explicar que la mercancía no sirve, etcétera, etcétera, etcétera. No estamos en Europa, donde todo viene limpiecito y envuelto en nylon… Lo más probable es que después no te manden más y, entonces, ¿qué vas vender?".

El Coco, Emilio y los demás del giro no podrían reorientar sus pasos hacia la zona privada, pues las licencias hace años están congeladas. Además, ese sector vive permanentemente en vilo, acosado por las autoridades y las extorsiones.

"Los exprimen. Pagan el espacio donde venden, después el soborno a los inspectores de salud pública y de la agricultura, algún que otro regalito para la policía, en fin", explica Emilio.

Hay quienes toman los riesgos y, con sus carretillas o sacos, pregonan en los vecindarios o se parapetan en pasillos. Si son detenidos por la policía o los inspectores son objeto de multas y decomisos.

"Eso no es lo mío", indica Coco. Su salario oficial y el de sus compañeros es simbólico: 50 pesos. "Es para mantener el vínculo con la empresa", explica.


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